Manifestantes "como Dios los trajo al mundo" (o casi), protestan por los derechos de los animales.

"No a la crueldad de las corridas de toros",

reza la pancarta.

(En algún lugar de Europa, Julio de 2005)

 


Minibiografía

De niño,

torturaba al gato con placer sádico

de joven,

asistía a corridas de toros

(la sangre era su afrodisiaco)

de adulto,

ingresó al glorioso ejército de la patria.

El presidente le ha dado un ascenso

por cada masacre.

 

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Octavio Quintero: Más que semántica

Se acabó dictadura de las casas editoriales

 

 
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  • Ejemplar #11, julio de 2005   

     

    Relatos

     

    Hija de la tormenta

    Patricio Aguilar M. (*)

    correosdelbosque@yahoo.com

    Ella nació en una fría noche de tormenta, a las doce en punto, justo cuando dejó de repicar la última campanada de la iglesia, la cual, estaba ubicada a unas pocas cuadras del hospital. 

     

    Así sería su vida; una tormenta.  Sólo que al momento de su nacimiento nadie lo sabía.  Quizás alguien, con un poco de observación y buen tino, lo hubiese notado de alguna manera; pero, al igual que sucede con todos los destinos, nadie lo hubiese sabido con certeza. 

    Tendría que haber pasado el tiempo que pasó, y suceder las cosas que sucedieron, para que esta historia se pudiese contar.  No hay otra forma.

     

    Por lo tanto, yo esperé pacientemente, desde mi sitio, como un simple espectador, para luego, tomando mi papel como protagonista, escribirla en el tiempo debido, conforme a lo que he sabido, por medio de lo que he visto y escuchado, pero especialmente, lo que he vivido; porque cuando uno es testigo de algo, este algo se convierte en parte de la propia vida.

     

    A su nacimiento, no hubo fiesta, como la que se hizo, cuando nació su hermano, en aquel esplendoroso día de verano a la hora de la siesta.

     

    Los tiempos habían cambiado.  Tal vez, un factor fuese, la reseción económica.  Un buen factor utilizado para encubrir otros factores; los verdaderos, los del meollo del asunto.

    “Caracol, col, col;

    saca los cuernos al sol.”

    Los adultos no se equivocan.  Son seres perfectos antes los ojos que apenas se abren al mundo y a la vida.  Ojos curiosos.  Todo es nuevo. 

    “¿Se podrá tomar el azul del cielo como se toma el verdor de las plantas o la transparencia del agua?”

    “La bola, no, pequeña, la muñeca” dice la abuela, mientras corre a quitar la bola de colores de sus manos y le entrega una muñeca rubia, con ojos azules y vestido rosado.

    Empieza a soplar una brisa fría.

    “Los niños se equivocan a menudo.”

    Los  pétalos de las rosas son suaves, dulces.

    La vergüenza, la pena.  ¿Por qué?

    “¡No! Cochina, ¡Ufa, caca!,  Ay, ¿Cómo hago para que se deje de estar tocando allí abajo?”

    “¡Pégale!”

    Una nube pasa tapando el sol.

    El sentido de culpa se inserta como una pequeña espina de rosa que si no se saca,…

    Ella, no se dió cuenta de cómo, ni cuando.  El helado se derretía dulce en su boca cuando de pronto éste fue a parar en las ropas de su enojada madre.

    “Si es cierto, yo soy tonta, soy…”  Lágrimas de plata.

    Más tarde, pero ya muy tarde, descubrió, que no era lo que hacía.  Lo que hacía eran cosas normales de los niños de su edad, pero que ellos, los adultos las magnificaban.

    Es fácil, para los adultos disfrazar los verdaderos sentimientos ante los ojos de los niños.

    “¡Los zapatos rotos!.  Con lo que cuestan.”

     

    La brisa está un poco más fría. Se ven algunas nubes en el horizonte que la misma brisa trae tras de sí.

    El dinero.  Extraño poder tiene, una vez acuñado, ese metal, tan insignificante, al principio cuando es tan sólo un amasijo de roca revuelta con barro cuando recién  es sacado de la tierra.  Ese papel transformado al ser impreso con números y otros símbolos, adquiere tal fascinación, tal hipnotismo, ante los ojos de los seres humanos, que son capaces, éstos, de cambiar su propia vida a cambio de un puñado de dinero.

    “¡Otra vez te caíste!  ¡Fijate por donde pasas!”

    Existen tantas maneras para descargar, sobre alguien, ese molesto sentimiento de insignificancia.  El peso de una sociedad decadente sobre un sólo individuo.

    ”¡No llores!”  ”Es tu culpa, así que no llores.”

    Cuanto haga está mal.  En esta carrera de obstáculos, mientras más se esfuerce por ser aceptada más lejos estará de lograrlo.  Una máxima que lleva toda una vida elaborarla.

    Un corazón roto.  El engaño del primer amor.  El amor filial.

     

    “Santa Claus no existe, es papá quien compra los juguetes y mamá la que los pone cerca de la cama.”

    La primera mentira descubierta.  Un mundo de fantasía, abruptamente roto.  Como la pequeña bola de cristal con la nieve y la casita.  Agua y Plástico.

    “Todo lo que haga está mal.”

    Llegó el momento.  El verdadero momento en que se rompieron las máscaras, como la piñata prometida que nunca llegó.

    “¡Es que sólo tonteras haces!  Por qué no aprendes de tu hermano.  Mira que bien se porta.  Ven, mi lindo, tú si eres mi angelito.  Ella no.  Ella es mala. Agugú mi rey.”

    El momento de la rebeldía se manifiesta.

    “¡No!  No es cierto.”

    Las nubes se acercan unas a otras.   Hace algo de frío.

    “¡Qué miras!  ¡Limpia ese reguero!  ¡Tarada!”

    La letra con sangre entra.

    La escuela.  Nada prometedor.  Un interminable rosario que memorizar, repetir, escribir, memorizar, repetir…

    “Mama me am”

    “¡Pero bruta! Se empieza con mayúscula, mamá se tilda, ama no está bien escrito”

    Una cárcel dentro de otra y una cárcel a la par de otra.  Una serie de cárceles como colmenas.  Se sale de  una para entrar a otra aún más restringida.

    ”¿Es que soy la única que se equivoca?”

    La religión se la incrustaron en las rodillas laceradas por los granos de maíz, o de frijol y cuando no, de arróz.   Rezando el Padre Nuestro, el Ave María; como castigo por no haber hecho lo que ellos deseaban.  Y castigo, también, por no rezarlo bien.

    Ellos.  Los adultos.  Esa jauría que estaba a la espectativa para atacarle.  Una y otra vez, una y otra vez.  Ha perdido la cuenta.  ¿Cuántos cabellos han caído al suelo arrancados con furia de su adolorida cabeza? ¿Cuántos trozos de piel sacados a pellizcos y arañazos? ¿Cuántas lágrimas y sangre han resbalado por su rostro, su cuerpo?  ¿Y su corazón? 

    “¿A quién le importa?”

    En la calle, un perro flaco y hambriento se lame las heridas, provocadas por el agua hirviendo que le lanzó, hace unos momentos, el dueño de la cantina, que se molestó por su presencia.  Luego se va, lentamente, con la cabeza gacha.  Camina en tres patas, porque la cuarta es sólo un doloroso colgajo informe y podrido, de donde sulfuran, a causa de las sacudidas, gusanos blancos, que se retuercen en el suelo.

    “¡Ya verás cuando lleguemos a casa! ¡Idiota!  Ya te enseñaré a comportarte como una señorita aunque sea quebrándote a leño.  ¿Me entendiste?”

    El volver a casa se ha convertido en martirio.   ¿Cómo prolongar el camino para que no termine jamás?

    ¿Qué pasaría si la casa desapareciera, y no quedara de ella más que la palabra casa? 

    “Cualquier cosa, por no permanecer allí, puede ser mejor.”

    ¿Cómo se inició todo?  ¿Con la primera nalgada a la hora de nacer?  Sí, posiblemente.

    Para muchos, el sólo hecho de nacer es un crimen.  Por eso se les castiga al nacer.  Se le castiga por vivir.  El vivir es señal de rebeldía, de afrenta, por eso, es necesario, propinarle una fuerte nalgada por haber luchado y perseverado.  ¡Cuán complaciente es eso para muchos!

    Las paredes del hogar.  Ese símbolo de la prisión humana.  Acariciar las paredes, perfumarlas, mantenerlas limpias, inmaculadas; para que ellos no se sientan mal.  No vaya a ser que al estar sucias, les haga recordar, los golpes que ella ha recibido, al ser lanzada contra ellas y de los cuales, éstas son testigos porque han sido un instrumento más, una variante del castigo.   En aquel frágil cuerpo, han quedado marcados, muchas veces; la grada, el clavo, el suelo y por supuesto, los horcones de las paredes con sus respectivas tablas.

    Limpiar las paredes para que aparenten estar inmaculadas, sin mancha.

    Sentimiento de culpa.  Sentirse mal por haber provocado la paliza, por haber sido golpeada y por hacer sentirse mal a quien le golpeó.  Sentimiento de culpa que amordaza, que impide pensar y actuar para que los victimarios sean castigados.

    “¡Con que me estás tomando el pelo!,  Ya te enseñaré que a mí no se me toma el pelo!”

    “¡Cuidado una queja más de la maestra porque ya sabes... Por esta te la perdono.”

    Caridad.  Perdón.  Amor.

    Castigo.  Palizas.  Agresión.

    Caridad.  Perdón.  Amor.

    Las vueltas de la espiral.

    Lloverá.  Es seguro que lloverá.  Hay muchas nubes por el lado este.

    Hay niños crueles.  Una crueldad aprendida de los adultos.  Egoísmo, hipocresía, mentiras, desprecio.  Utilizan nombres ofensivos, hirientes.

    No se detendrán.   Si no se atreven a la pelea directa, le rompen algo a quien les “cae mal”.

     

    Así se aseguran de que, su “víctima”, reaccionará en defensa de aquel objeto que considera suyo, -aunque en la realidad pertenece a los padres o maestros, ya que son ellos, los que determinan cómo se ha de usar, cuándo y si no...- y luego, muy inocentes van a dar las quejas de que han sido golpeados, aunque diez contra uno solo, no parece que sea la imagen perfecta.  Pero igual, la notificación irá anotada en el cuaderno.  Es su palabra contra diez. 

    Democracia. La mayoría gana. 

    El aula son cuatro paredes, amarillas con algunos dibujos, carteles y otros objetos-que, según concepción estética de los adultos, a los niños les gusta- ya algo descoloridos o rotos.

    “La maestra es como la segunda mamá.”

    “Sí, es cierto, especialmente cuando se pone gruñona y acusa con decirle a... Hay unas que se parecen más, porque pellizcan y dan coscos.”

    “Escucha esto, ‘La cocina es el corazón del hogar’  ¡Qué romántico!  ¿No?”

    El corazón que sufre en silencio.  Las lágrimas que no cesan de correr ya sea por el humo del fogón o por el castigo recién recibido.

    La comida, nunca logra que quede bien.  Siempre algo falla.  Los castigos son más constantes, prolongados e intensos.  La mayoría se suceden en la cocina, por causa de... cosas de cocina.

    La comida que se ha enfriado, vuela de la mesa hacia su cara.  El café muy caliente también.  Los hermanos, han aprendido muy bien, la lección,  ellos son los reyes y su hermana la sirvienta, si no los complace, nada más le amenazan con decirle a...

    “¿Por qué te demoraste?  Hace media hora te estoy esperando.  La hora de salida de la escuela es a las once y media.  La próxima vez que te demorés te voy a llevar donde el sacerdote o al hospital para ver si has estado con un viejo.  Así que ... cuidadito.”

    Está algo oscuro.  El frío se hace más intenso.  El viento silba entre las ramas de los árboles.

    En los libros de escuela, siempre aparecen muy sonrientes, Lola y su mamá.  Ellas aparecen,  generalmente, en la cocina.  Paco, el hermano mayor de Lola, no está en la cocina.  Él juega afuera con su bola y sus carritos junto a otros niños.

    “La cocina, la real, quema.  La de jugar no.  Pero como no calienta, no sirve.”

    Hace frío y hay que levantarse.  Comprar el pan, hacer el café, servir el desayuno y alistarse para estar en la escuela a las siete en punto.

    “El maldito reloj es un conspirador.  Si pudiera lo tiraría al patio.  Cuando se necesita que sea lento, va rápido.”

    “¿Cuánto dura un minuto?”

    Lo suficientemente, rápido como para que no alcance nunca el tiempo para llegar temprano a la escuela, y lo suficentemente lento, como para que parezca que el castigo es eterno.

    “¡Cuánto detesto ese maldito aparato!”

    Sentido de impotencia.  Amargura.

    “Una señorita que sepa cocer,

    que sepa planchar,

    que sepa barrer la puerta

    y también cocinar”

    La abuelita.  Transmisión de generación en generación de los “valores femeninos”.   Los eslabones de las pesadas cadenas que se arrastran desde tiempos inmemoriables.

    Los oficios domésticos.   Toda una lata: barrer, limpiar, lavar platos, cocinar, acomodar, desempolvar, tender, limpiar el patio, el gallinero...  Una interminable lista, para la cual no alcanza el día, ni la semana, ni el mes ni el año... ni la vida.

    “¡Dejá de jugar con esos muñecos!”

     “¡Ya parecés una vieja parida!”

     

    “¡Buscá hacer algo útil!  ¡Vé a limpiar el piso!”

    Mujer en cuanto a responsabilidades.

    “!Tenés dos horas para lavar, hacer la sopa y limpiar la casa!  Si no...ya sabes la que te espera.”

    “¡Yo no hice ese reguero fue mi hermano!”

    “¡Igual lo tenés que limpiar!”

    “Pero ¿por qué?”

    “¡Porque eres mujer!  Por eso y porque no quiero que cuando te cases me venga tu marido a reclamar de lo haragana que sos.”

    “¡Yo no soy mujer!  ¡Soy una niña!  ¡Tengo doce años!”

    “¡Ya yo a tu edad sabía hacer las cosas mejor que vos.  A mí no me vengás a llorar cuando el patas vueltas de tu marido te patee el culo! “¡Já! ¿Una niña? ¿Es que no te has visto las tetas?  Si hasta da vergüenza como te cuelgan, igual que una vaca cuando andás brincando con la cuerda esa.”

    “¡Serví para algo, ¡Inútil!”

    Las costumbres y tradiciones del machismo, transmisión  de la vergüenza de ser mujer, la conspiradora, la inmunda, la sacada de una costilla, la que se dejó engañar por la serpiente y trajo el pecado y la muerte al mundo.  La bruja.

    Ser mujer, es eso, SERVIR. 

    Las palabras pierden su significado, son tergiversadas y terminan significando una terrible degradación de los valores del ser humano.  Ser obligada a servir.  Servirlo todo.

    Complacer.  Ser complaciente con: los padres, maestros, vecinos, hermanos, novios, jefes, compañeros, hijos.

    “Y a la mujer, ¿Quién le sirve? ¿Quién la complace?”  

    La etiqueta.

     

    “¡Las mujeres, primero! Lo ha de haber inventado algún cobarde que no se atrevió a algo.”

    La adolescencia.  Niña-mujer.  Niña para no permitírsele tomar decisiones, poder ser autosuficiente.  Todo continúa siendo en diminutivos.  Hasta el nombre dejó de serlo para convertirse en un simple diminutivo.  Mujer para lo demás.

     

    “Para qué la querés mandar al colegio.  Mejor te ayuda en la casa.  ¡Allí se hacen putas!”

    “Este año ya no vas más a la escuela”

    “Pero ¿por qué?”

    “No hay plata.  Además con lo que ya sabés es suficiente.  No necesitás, más.”

    “Pero mis hermanos si van a ir.  Además ustedes les han prometido que irán al colegio.”

    “Ellos son diferentes.  Ellos son hombres y tienen que estudiar para que lleguen a tener buenos trabajos y ganen bien.”

    “Pero yo también quiero tener un buen trabajo.”

    “¡Vos no necesitás ningún trabajo!  El viejo con que te casés te va a mantener.  Lo que necesitás es aprender a hacer bien el oficio de la casa.”

    “Pero...”

    “¡Nada de peros!  No se discute más.  Ya está decidido y vos mientras vivás, en esta casa, hacés lo que se te ordena.  ¡Así que se acabó la vagabundería!”

    En una esquina de la plaza, un hombre ebrio y mal vestido, duerme bajo un árbol.   Llegan dos policías y le dan puntapiés en los costados.  El ebrio se despierta, trata de pararse pero no puede.  Los policías lo esposan.  El hombre se queja de dolor.  Dice que las esposas le lastiman, los policías le mandan a callar.  El hombre se sigue quejando, trata de pararse pero se enreda en los pies de uno de los policías y ambos caen al suelo.  El policía se levanta enojado, luego entre ambos policías lo golpean con sus batones y se lo llevan arrastrado.

    “¡No, no y no.  Aún no tienes edad!”

    Ha empezado a llover.  El agua golpea el techo. La lluvia forma charcos por todos lados.

    De camino, sentía ganas de orinar, pero no se atrevió a decirlo.  Cuando llegó a casa y fué al baño, notó manchas de sangre en su ropa interior.  Se aterrorizó.  Pero no le dijo a nadie.  A como pudo, a escondidas, se cambió de ropa y escondió la usada debajo del colchón.  A la mañana siguiente, alguien hizo el descubrimiento.  Toda la casa lo supo.  El castigo y el interrogatorio no se hicieron esperar.  Luego, entre palabras a medio decir y con gestos de asco, le hablaron de lo que significaba.  Tendría que sufrir de esa inmundicia todos los meses, según fueron más o menos las palabras.

    “¡Vé a quemar esa porquería ahora mismo!  ¡Cochina!”

     

    Quince años, el vestido rosado.  

    Se sustituye la faja por el leño.  La vigilancia es extrema.  Las prohibiciones, absurdas. 

    “Vení acá.  ¿Qué estabas hablando con ese tipo?  Cuidado me doy cuenta de algo porque ya verás.  Aquí te quiebro a palo si me venís con una panza.  Mejor te valdría que ni te acercaras.”

    El brazo lo anda vendado desde hace dos semanas.  La inflamación es evidente.  Pero no se atrevió a decirle al doctor.  Tuvo miedo.

    Es de noche.  Está lloviendo nuevamente.  El agua, que golpea fuertemente, pareciera como si quisiera meterse dentro de la casa.

    Por una ventana se ve caer un pequeño paquete.  Luego un cuerpo se desliza recoge el paquete, observa hacia todos lados.  Luego camina sigilosamente y a cierta distancia empieza a correr.

    Corre, cada vez más a prisa.  Cuando ya se ha cansado, empieza a disminuir la marcha.  No sabe hacia donde va.  Tampoco donde debe ir.  Sólo quiere alejarse, poder ir lo más largo posible. 

    La noche es oscura.  Siente miedo pero sigue avanzando.  Hace frío.  Aunque no ha dormido, aún no siente sueño.  Siente que le persiguen, que le dan alcance.  Mira hacia atrás, pero no ve a nadie. 

    La mañana empieza a aclarar.  Una neblina húmeda y fría se levanta.  La carretera principal se puede ver desde la loma por donde va.  Está vacía.  Muy pocos autos se ven pasar.  La mayoría son camiones desvencijados, que van repletos de mercaderías para la ciudad.

    Ella camina al lado de la carretera.  Un camión, pasa a cierta velocidad, a cierta distancia se detiene, luego retrocede.

    “¿Para donde vas, linda?”

    Aún no lo sabía.  Se encontraba como ausente, caminando sin rumbo.  No conocía a nadie en quien pudiera confiar.  ¿Para dónde se dirigía?  Ni siquiera se había hecho esa pregunta.  Lo único que llevaba en mente era escapar.  Alejarse de la pesadilla que había estado viviendo durante su vida.

    No hubo respuesta.  Las marcas de golpes en sus ojos, el labio inflamado, el brazo vendado.  Era evidente que escapaba. 

    “¿Quieres que te lleve?  Ven sube.”

     

    “¿Cómo te llamas?”

    “Helena”

    “¡Bonito nombre!”

    Es lo único agradable que recuerda, le dijo, en los seis años que vivió con él.  Nunca la volvió a llamar por su nombre.

    Luego se la llevó a un motel.  Ella tenía miedo.  Nunca lo había hecho y no se sentía con ganas de hacerlo.  Débilmente trató de rehusarse, pero él se enojó y empezó a dar voces.  La sujetó fuertemente por las muñecas y la lanzó a la desvencijada cama. 

    “¡Mirá, vos! ¡Desde ya, sabé que a mí nadie me contradice!  Me contradecirá aquel que me tumbe de un puñetazo.  Y que yo sepa, sólo mi tata pudo hacerlo.”

    Bueno y los patrones de turno.  Sólo que esto, no lo admitiría, jamás.

    El tener que tragarse el maldito orgullo, y dejarse tratar como les dá la gana.  Las cosas no están para tafetanes.  Los empleos son escasos y los desempleados abundan.  ¿Qué puede hacer?  Nada. Desquitarse con quien pueda.  Ejercer su hombría, con los otros que estén más “jodidos” que él.

    “Así que deschingáte, o te atenés...”

    Para ella, nada de placer hubo, fué doloroso, hasta cierto punto humillante y vergonzoso.  Pensó que nunca acabaría aquel nuevo castigo.  Al final, él se durmió y ella tuvo tiempo para llorar.

    Perdón.  Reconciliación.  Sexo.

    Palizas.  Agresión.  Ausencias.

    Perdón.  Reconciliación.  Sexo.

    Las vueltas de la espiral.

    “¡Ya te dije que detesto los malditos gatos!  ¡No quiero volver a ver ningún demonio de esos en mi casa!”

    ...se habían vuelto expertas en ocultamiento y escape.  Apenas estaba él por llegar, ella corría a ocultar los platos dentro de un hoyo detrás de la casa.  La gata salía corriendo y no se le volvía a ver hasta que, a los pocos días, él se marchaba de nuevo a recoger el camión.

    Ella se esforzaba por mantener todo en órden y limpio. 

    “La plata no alcanza y te tenés que ganar lo que comes. O es ¿que creés que te voy a mantener de gratis?”

    La verdad, que tampoco él admitiría, es que no podía hacerse cargo de ella.  Con dos pensiones,  pagando al vampiro del casero, casi tres partes del salario, por aquella pocilga y los precios de la comida, la luz y todo lo demás, subiendo.

    Escepto, los salarios, aunque se pasase trabajando en aquel camión quince horas diarias, cargando, descargando y conduciendo como loco, y trabajando horas extras cuando se le antojara al patrón.  Todo para ganarse aquel mísero sueldo. 

    Era algo que ella trataba de comprender.  Por eso procuraba sacarle provecho hasta a la última pulgada de tierra; y cuando ya no hubo más espacio; pues en tarros, ollas rotas o cualquier otro objeto donde pudiese caber un poco de tierra para sembrar alguna verdura, fruta o legumbre y así ajustarle algo al arroz y los frijoles.

    “Ya esto, no parece ni casa, parece una selva.   ¡Que tenés cosas raras!, como de india.”

    Siempre había mucho que hacer.  Más ahora, que él le traía ropa de otras personas a lavar. 

    Pero eso no le importaba.  Al menos podía quedarse sola por un par de días y esto le daba cierto sentido de libertad. 

    Luego cuando él venía... bueno ya eso era otra cosa.  Cuando se enojaba, daba gritos, y hasta lanzaba golpes y patadas, quebraba cosas, insultaba.   Con todo, no era malo.

    Tosco y rudo, casi analfabeto, bebedor y pendenciero, “un machista”, y sin faltarle uno solo de los defectos.   Nada anormal dentro del gremio donde trabajaba. También tenía su parte buena; era trabajador, sincero, y no le negaba el techo donde dormir aunque la comida, (ya sabemos) ella tenía que ver como agenciárselas.  

    El cielo está cubierto de nubarrones negros. Llueve a torrenciales.  La tormenta azota fuerte contra las paredes.  Goteras como cataratas traspasan el techo, y no hay cómo lograr mantener el lugar seco.  Un rayo ha caído a poco menos de quinientos metros.  El olor a madera quemada penetra la casa.

    Al final, con el cansancio del día, ella se quedó dormida en la mecedora arrullada por el sonido del agua.  La gata se encuentra acurrucada en su tibio regazo. 

    Él llegará mañana por la noche, como de costumbre.

    De pronto la puerta se abre.   

    “¡Te dije que no quiero ver ese demonio en mi casa!”

    El animal rebotó, con fuerza, desde la pared a los pies de ella, allí fue a dar los últimos estertores, con los ojos abiertos, mirándola.  Una mirada fría, que le invadió por dentro, como si de pronto, un bloque de hielo le hubiese caído en el corazón, y más adentro se hubiera roto algo.

    “!Botá esa basura largo!”

    Luego, el nacimiento del niño.  La verdad que a él no le hizo mucha gracia, o eso era lo que expresaba; pero ya estaba, había que hechar para adelante.

    Empezaron de nuevo los recortes en el trabajo.  Todo más caro, cada vez más parados, las huelgas se sucedían unas tras otras, los antimotines, cada vez más violentos.  Ya no se hablaba de heridos, ahora era de muertos. 

    Los patrones mandaban, lo sabían.  La patronal-tiranía era evidente, casi insoportable para los trabajadores.

    Tanto caos, repercutía, en el ánimo de los trabajadores.  El sentido de inseguridad y miedo, aferraba sus garras hasta en el más “macho”.

    La plata no alcanza.  Cada vez llega más borracho, más mal humorado, pero no dice nada. El niño necesita, ropa, zapatos, comida... y él lo único que tiene es su fuerza, la cual aminora día tras día, en que envejece como si con cada día que pasara, le restara un año de vida.

     

    Por la radio se anuncian inundaciones.  Lleva tres días de lluvias constantes.

    Él llegó, después de una semana de ausencia.  Jamás se había ausentado tanto.

    El niño regresaba de su primer día de clases.

    “¡Vení acá!”

    Una pausa larga, la atmósfera fría pesada, como si los densos nubarrones se hubiesen metido dentro de la casa.

    ¡Que vengás, mal nacido.”

    Se escuchó una bofetada.  El niño fue a caer, de espaldas, a los pies de ella.

    “Él se sacó la faja para continuar el castigo mientras seguía maldiciendo.

    No supo como.  Fué como si su mano hubiera tomado vida, y como un pistón, se interpuso entre el hombre y el niño.

    Esta vez, el del rostro sorprendido fué él.  ¿Que una mujer lo derribara de un golpe?

    “¡Largo de mi casa!  ¡No los quiero volver a ver jamás! ¡Mal agradecidos!”

    Ella no se preocupó por recoger nada, de todas maneras no tenía mucho.

    Por segunda vez, en el camino sin saber a donde se dirigía.  Esta vez con un pequeño.

    “La verdad, no sé señora.  Si no está casada o tiene compañero, no creo que le acepten.  Son tierras para ser cultivadas, ya sabe...”

    “El hecho, de que yo sea mujer, no quiere decir de que no sepa cómo sembrar la tierra.” 

    “Sí, yo comprendo lo que me quiere decir pero.. bueno de todas maneras, puedo ayudarle a llenar la fórmula.  Talvés le tomen en consideración, por el niño.  ¿Su nombre?”

    “Helena. Con hache, por favor.”

    “¿Sabe leer?”

    “Sí”

    “¿Y escribir?”

    “También”

    ¿Qué grado cursó?”

    “Hasta quinto grado de la escuela.”

    “¡Fantástico!  Creo que ya lo tenemos.  Usted puede ayudar a la maestra...”

    En otros países, más pobres, era más barata la mano de obra.  Por eso se trasladaron los de “la Compañía”.  Tenían buenas garantías de los gobiernos, de que a pesar de las pésimas condiciones de trabajo, los trabajadores no se quejarían. 

    Tampoco los gobiernos, se quejaban, más bien, volvían a ver hacia otro lado, cuando los insecticidas y pesticidas, mataban no sólo insectos y pestes, y hasta se encargaban de tapar las narices de los invitados, con floridos discursos para que no olieran, los apestosos químicos que cargaban los moribundos ríos.  El bolsillo lleno lo disculpa todo.

    Es por eso, que las grandes extensiones de tierras, que habían sido de la Compañía, llevaban, más de veinte años, que habían sido abandonadas y ahora no eran más que terrenos enmontados y tierras erosionadas y estériles.  Muy a pesar del abandono, los gobiernos seguían cuidándolas con gran celo, a pesar de que (decían ellos) no disponían de terrenos donde ubicar tantas familias pobres que dormían en las calles y eso les preocupaba.

    La gente se cansó de esperar, durante años, con paciencia franciscana, a que los presidentes cumplieran las promesas de las campañas electorales. 

    Todos prometían arreglar el asunto de las tierras de la Compañía para transferirlas a las familias paupérrimas, y una vez, montados en el poder, se les olvidaba por completo. 

    Y de nuevo a esperar hasta las próximas elecciones.

    El hambre y el frío no respetaron discursos ni promesas de campaña.  

    Los  precarios se empezaron a extender dentro de cuanto lote baldío existía.  La gente se iba metiendo, con sus pocas cosas y levantaban champas con plástico, luego dividían los terrenos y, con cuanto material desechado encontraran, levantaban sus tugurios, los cuales carecían de todo. 

    En cuestión de menos de un mes, eran transformados estos terrenos, en algo difícil de describir, con todos esos “caseríos” multiformes, construídos con los más inimaginables materiales: latas, pedazos de maderas, plásticos, rótulos, estañones de metal abiertos y aplanados, los pisos de tierra cubiertos con pedazos de madera y algunas hasta con alfombras viejas.  De los techos, pues lo mismo, algo indescriptible.

    Luego empezaban a sembrar y a ver cómo se las ingeniaban con la cuestión del agua.

    ...el precario donde logró incorporarse, Helena, junto con su hijo, estaba completamente aislado.  Los pueblos, más cercanos, que antes existieron, ahora estaban completamente abandonados.  Eran pueblos que se habían formado con la llegada de la Compañía, y con la misma, habían desaparecido.

      

    El trabajo le dió grandes motivaciones para vivir.  Muy pronto se hizo notorio de que era una joven ávida de conocimientos, y que rápidamente se adaptaba a la nueva vida. Con la ayuda de algunos hombres, logró montar cuatro paredes y un techo.  

    Por la mañana, se reunía con los estudiantes- un grupo heterogéneo, desde niños hasta adultos de más de sesenta años- que deseaban aprender a leer y a escribir.  La maestra era la esposa de uno de los muchachos, llegaba una vez por semana, cuando los caminos no estaban inundados y su trabajo se lo permitía.   Cuando no, Helena se encargaba de preparar las lecciones.

    “¡Compañera Helena!”

    Era uno de “los muchachos”, como cariñosamente le llamaban “los mayores”, a este grupo de jóvenes soñadores y altruistas, muchos de ellos, salidos de los mismos tugurios, pero que habían logrado estudiar.  Cuando vino el asunto de los precarios, ellos se reunieron entre sí y buscaron la forma de organizarse.  Luego lograron que un viejo sindicalista, un negro que había trabajado en las bananeras toda su vida, les ayudara con los asuntos a nivel de organización. Empezaron a estudiar, ávidamente, cuanto libro y folleto pudieran encontrar, y así  fueron formando el grupo.  Ahora eran los que organizaban el precario, con vistas de formar una cooperativa, se encargaban de las condiciones de salud y educación.

    También de distribuir las tierras de tal forma que las mejores, quedaran disponibles para la agricultura.

    Mientras tanto, el gobierno, preocupado por la situación de los precaristas, veía la forma de arreglar el asunto.  Lo que pasa es que a nivel legal, tenían más derechos los precaristas que la Compañía, a las tierras.  La única solución que encontró fueron los desalojos administrativos, los cuales empezó a aplicar, no sin antes tener sus complicaciones, porque no se podía contravenir las leyes y a la vez presentarse como el defensor de las mismas.

    Al final quedó decidido.

    “¡Dicen que la guardia desalojó los precarios de Las Chimpopas, esta mañana!”

    “¡A ver cómo fue eso!”

    “Pues que llegaron como a las cuatro de la mañana, cuando todo el mundo estaba  durmiendo, y a eso de las cinco arremetieron contra todos, y se armó la grande. Los chiquillos llorando, las mujeres gritaban y a todos los sacaron así, en paños menores, y ni los dejaron recoger nada.  Los montaron en unos camiones y luego les pasaron los tractores a las casas.  Todo quedó inservible.  Cultivos, ranchos, las herramientas de trabajo, los cuadernos y libros de escuela.  ¡Todo!”

    “¿Y qué pasó con la gente?”

    “Pues, no se sabe, parece que a unos los metieron presos y a otros los fueron a dejar botados por allá largo.  Ni se sabe donde.”

    Los avisos empezaron a escucharse por las noticias. 

    “Precaristas desalojados  por permanecer ilegales en tierras cuyos dueños reclaman.  Se siguieron todos los procedimientos legales.  El gobierno promete ubicar a los precaristas desalojados en viviendas, etc.”

    Al precario llegaron algunos de Las Chimpopas.  Las noticias que traían no eran nada alentadoras. 

    Luego de haber permanecido, en aquellas tierras, durante años, procedieron, según los derechos por ley obtenidos, a realizar los trámites legales.  Ya habían avanzado lo suficiente para hacer la escrituración de los lotes y registrarlos a nombre de ellos cuando les empezaron a poner trabas y a cobrarles dinero.  Ellos pagaron las cuotas que, personeros del gobierno les estipularon. 

    Pero aquella mañana, para sorpresa de ellos, la guardia llegó a sacarlos de muy malas maneras y hasta palos se llevaron algunos que quisieron correr a rescatar algo de sus pertenencias.

    Al desalojo de Las Chimpopas siguieron otros desalojos, igual de arbitrarios y cada vez más violentos.   Al igual que con las huelgas, ahora había que hablar de muertos.  Y hasta se hablaba de violación de jóvenes y  mujeres por parte de algunos efectivos policiales.

    Al principio, el gobierno lo negó.  Luego aceptó, no sin antes decir que habían sido atacados primero por los precaristas.  Lo de las violaciones lo negó rotundamente.

    “¡Compañera Helena!”

    En las manos de aquel joven, poeta y compositor, quedó la educación de Helena.  Poesía, literatura, matemáticas, todo lo que fuera necesario, para que ella adquiriera el conocimiento académico que le faltaba y así pudiera pasar los exámenes necesarios y obtuviera su bachillerato por madurez.

    La sencillez y sensibilidad del joven, aunadas a las ansias de saber, de ella, hicieron que en poco tiempo, Helena lograra abarcar toda aquella basta gama de conocimientos.  

    La atracción y el amor tampoco tardaron en llegar.  Era algo tan natural como las lluvias en el invierno.

    “Helena Teresa, Hija de la Tormenta.”

    “¿Por qué Hija de la Tormenta?”

    “Naciste en una noche de tormenta ¿No es así?  Además las iniciales de tu nombre son las mismas?”

    Dos años más de mentiras y promesas sin cumplir ahora con un nuevo gobierno.  Justo empezando, en su discurso de toma del poder, anunció ponerle fin al creciente problema de los precarios.  Cada cual lo interpretó a su manera.  Los precaristas, como que ahora serían otorgados sus derechos, legalmente ganados sobre la tierra; los terratenientes, como de que podrían reclamar las tierras que, ya hace mucho, se les había olvidado de que les pertenecía.

    La pobreza llegaba a extremos insostenibles.  A los pobres no les quedaba mucho de donde escoger.  Aquello se había convertido en una carrera de locos. Precarios se levantaban y precarios eran arrazados por la guardia.  Nunca se sabía dónde iba a levantarse el próximo precario y cual sería el siguiente en ser derribado.

    Las autoridades buscaban a “un grupo de jóvenes insurgentes, posiblemente comunistas”, que avizaban a los precaristas para que salieran la noche anterior al desalojo.  Cuando la guardia caía en las casas las encontraban vacías.  Una vez que las destruían y se marchaban, retornaban los precaristas y recontruían las casas. 

    Habían inventado un sistema de casas desarmables, las cuales llevaban consigo, pudiéndolas armar y desarmar en cuestión de un par de horas.

    Hace tres días que llueve sin parar.  Las lluvias han sido tan fuertes que el agua ha hecho agujeros en el techo.  Sin embargo a eso de las tres de la mañana, dejó de llover.

    A eso de las cuatro, los perros empezaron a ladrar.  Algo extraño sucedía allá afuera.  Ella se sentía nerviosa.  Se levantó, observó a su esposo, que dormía profundamente. 

    Apenas ayer en la noche, regresaba después de un mes de ausencia, viviendo en los montes.   Era buscado por las autoridades como “presunto insurgente”.  Tenían información de que era el encargado de convocar a reunión en los precarios.  Y en esas reuniones se organizaba la gente.  Hasta habían contactado a un abogado para que les asistiera legalmente.   Ese era un grupo muy bien organizado, al cual había que darle caza lo más pronto posible, antes de que se tornara peligroso.

    Afuera no se escuchaba un solo ruido.  Se dirigió a las camas de sus hijos.  La pequeña se despertó y le llamó.  Ella le hizo de señas para que no hiciera ruido.  Con cuidado se asomo hacia afuera.  Todo parecía normal.  Regresó y se acostó al lado de su niña. 

    Un golpe brusco le despertó.  La puerta había sido derribada.  Unos hombres con uniforme y armados entraron, tomaron al hombre y le empezaron a golpear.  Ella fue sujetada por otros dos, la niña la tomó uno de ellos y al niño no le respetaron sus doce años para golpearle. 

    En todo el precario la situación fue parecida.  En algunas partes se escucharon disparos.

    Separaron los hombres de las mujeres y los niños, y se los llevaron aparte.

    A ella, la separaron del resto de las mujeres.  Ella forcejeó con ellos cuando trataron de separarla de sus hijos, pero todo fué inútil.  Ellos no respetaban razones, ni moral.  Son órdenes superiores.

    Vió cuando se lo llevaron junto con los otros hombres. En un momento, supo que no lo volvería a ver. 

    Le habían armado un expediente, de la nada, igual que el que le habían armado a los muchachos.  Comprendió que el delito era ser pobre.  No importaba lo honrado y el deseo de superación que se tuviera.  Para ellos los pobres, todos eran delincuentes, insurgentes y por tanto peligrosos.

    Ellos la tenían incluída en la lista de “los supuestos insurgentes”, y desde ya, sin juicio ni nada, le trataban como tal.  Varios días estuvo bajo interrogatorios.  Le torturaban psicológicamente porque querían saber dónde estaba el resto del grupo.  Ella se mantuvo firme en una sola respuesta.  Al cabo de los días tuvieron que dejarla ir.

    Al igual que con sus hijos, todas las instituciones negaban que supieran algo de él.  La trataban como si fuera una loca que andaba buscando fantasmas, gente inexistente. 

    Al fin logró encontrar su hija, la tenían en un hospicio de huérfanos, y con todo listo para darla en adopción.  Al hijo lo encontró luego, en un tal albergue para niños de la calle. Parecía más una cárcel que un albergue para infantes.

    Por señas logró hablar con su hijo, a escondidas y a través de una cerca.

    La maestra le hospedó en la casa, por un tiempo.  Luego planearon una estrategia para rescatar los niños.  Pero todo fue inútil.  La buscaban y esto complicaba más las cosas.   Antes de marcharse, la maestra le entregó una hoja de papel doblada.

    “Es para tí.  Quería que te la diera en tu cumpleaños, por si acaso él no podía.”

    De él no se supo más nada.  La denuncia fué puesta en los organismos correspondientes, así como en algunas organizaciones que se llamaban no gubernamentales.  Con el tiempo, comprendió que aquello no serviría más que para que unos cuantos, se engordaran a costa de su sufrimiento.

    Ella no pudo recuperar nada.

    Hay inundaciones.  Los ríos desbordados llevan árboles, zinc, objetos.   Después de la tormenta viene la calma.  Pero ya nada vuelve a ser igual.  La tormenta ha cambiado muchas cosas. 

    Al igual que las palabras.  Las palabaras cuando se dicen son pequeñas tormentas que cambian algo.  La tormenta puede cambiar muchas cosas.  Puede cambiar la vida... o la muerte.

     

    “¡Nunca más me pisotearán, estos malditos.!”

    Fue un juramento.  En sus manos apretaba aquella hoja de papel.  Era su cumpleaños.  Lo único que le quedaba; su única prueba de que aquello que sentía era real. 

     

    Hija de la Tormenta

     

    Arrecia el viento fuerte,

    viene el vendabal.

    ¡Ay, compañera valiente

    no dejes que te ultrajen, 

    lucha con fiereza y dignidad (Bis)

    Eres la fulgurante centella

    que certera el golpe dás;

    eres del trueno la fuerza

    no por ser mujer,

    cualquiera te quiera pisar (Bis)

    hija de la Tormenta,

    furia del Huracán

    contra el déspota arrecias,

    y ya nada te puede parar. (Bis)

    Suecia, martes 22 de febrero del 2005.

    (*) El autor es de Costa Rica, miembro de Vanguardia Popular, activista sindical agrario; vive en el exilio desde 1997, sin que sus Derechos Humanos como refugiado, sean reconocidos por los adalides demócratas del “mundo desarrollado”.

    www.latinoamericasinfronteras.org