Conferencia dictada en la Universidad Libre
Enrique Santos Molano
Cuando los analistas del futuro examinen las circunstancias colombianas de finales del siglo XX y de principios del siglo XXI, podrán apreciar que la patria boba, como en 1810, se divide en dos teorías. Ya hoy no como la de los federalistas, que querían implantar a toda costa en nuestra constitución las instituciones de los Estados Unidos de Norteamérica, opuesta a la de los centralistas que eran partidarios de adoptar un régimen institucional acorde con nuestra idiosincrasia, sino entre la de los que sostienen que en nuestro país no hay conflicto interno alguno, y la de los que estiman que en Colombia se vive una guerra civil, y hay, por consiguiente, un conflicto armado.
Si la primera teoría pudiera demostrar en la práctica que no existe tal conflicto armado, nadie entendería para qué se han hecho innumerables intentos de procesos de paz, y, sobre todo, para qué se destina más del sesenta por ciento del presupuesto nacional a proveer a las fuerzas militares de elementos de guerra, y se agotan las energías de la nación en una guerra que no existe. Si la segunda teoría es la acertada, y el conflicto armado tiene lugar, ¿por qué han fracasado uno tras de otro los procesos de paz, y porqué ese conflicto ha durado ya más de cuarenta años y no tiene visos de terminar pronto?
En todos los sistemas sociales primitivos surgen conflictos con regularidad, bien sea a escala nacional o a escala internacional, y peor aún cuando el desarrollo del ser humano como tal se queda rezagado del desarrollo tecnológico, es decir, cuando el ingenio humano inventa cosas que avanzan con mayor rapidez que la capacidad del entendimiento humano promedio, lo cual origina tremendas desigualdades sociales y lleva a tremendos conflictos. Por ejemplo cuando la capacidad de la sociedad para resolver los conflictos por medio de mecanismos reguladores como Cortes, Tribunales y Jueces es superada por la capacidad de las armas, las partes involucradas inevitablemente buscan una solución por medio de la violencia. Al decir de Azar, el conflicto surge de la discrepancia de objetivos entre dos o más partes que no cuentan con un mecanismo efectivo de coordinación o mediación, y entonces las partes, ya Estados, ya personas, o bien comunidades, hacen a un lado la Justicia y acuden, para resolver el conflicto a su favor, a todo tipo de violencias: física, psicológica, emocional, económica, terrorista. Cuando la Justicia desaparece, la violencia ocupa su lugar.
Entre los factores que pueden conducir al conflicto a una sociedad (guerra civil) o a un Estado (conflicto externo) tenemos los once siguientes:
1) Un estado débil, en desintegración, corrupto, y al servicio de los intereses de una oligarquía imperante.
2) Regímenes represivos e ilegítimos, que son consecuencia del anterior.
3) Discriminación contra grupos sociales y étnicos que estén atravesados en el camino de los intereses de la oligarquía.
4) Manejo inadecuado de las diferencias religiosas, culturales y étnicas.
5) Comunidades religiosas que promueven mensajes hostiles contra credos diferentes.
6) Influencia de los intereses imperialistas y acción del neocolonialismo, como legado de la guerra fría.
7) Cambios políticos y económicos repentinos, como ascenso de grupos económicos ilegales, con un gran poder adquisitivo, y decididos a hacerse al control del poder político.
8) Altos índices de analfabetismo, por deficiencias en los sistemas de educación, y de enfermedades y desprotección de salud a la población mayoritaria que no tiene acceso a los sistemas de salud, o que se le prestan en condiciones muy precarias.
9) Carencia de recursos vitales para el grueso de la población, como servicios de agua potable o parcelas de tierra cultivable.
10) Depósitos de armas y municiones en poder de grupos ilegales.
11) Predominancia de la competencia sobre la colaboración entre las regiones, que aprovechan los políticos demagogos para crear confrontaciones internas.
Todos los once factores se reunieron a partir del 7 de agosto de 1946, cuando el cambio de régimen provocó una escalada de violencia oficial de características aterradoras. El 7 de agosto de 1946 no cayó la República Liberal, como suele creerse. Ese día hubo en Colombia un cambio político profundo. La república democrática que había existido en el medio siglo anterior, gobernada primero por los conservadores y después por los liberales, fue sustituida por la república fascista. Los conservadores que subieron al pode en Colombia en 1946, no eran los mismos conservadores que gobernaron el país entre 1900 y 1930. Estos fueron gobernantes demócratas, que sostuvieron las ideas democráticas así en la teoría como en la práctica. Aquellos venían impregnados de una ideología totalitaria fascista, que acababa de ser derrotada militarmente, pero que mantenía intacta su influencia ideológica en los grupos de extrema derecha. Y fueron estos grupos los que ganaron las elecciones presidenciales de 1946 en Colombia, aunque perdieron las parlamentarias. Ello mismo hizo que la violencia se precipitara; pero el factor fundamental que la desencadenó a partir de esa fecha, lo encontramos en las reformas implementadas por la república Liberal, sobre todo en la reforma agraria, o ley de tierras, puesta en marcha durante el gobierno de Alfonso López Pumarejo. Los terratenientes, que habían combatido con verdadero encarnizamiento a López Pumarejo, tanto en su primera como en su segunda administración, consideraron que había llegado el momento de recuperar las tierras entregadas a los campesinos por el régimen liberal, y esta recuperación no podía hacerse por otro medio que por la violencia. “En ocasiones –dice el tratadista José Agustín Suárez Alba—los asuntos que generan el conflicto están ocultos, mientras que las partes discuten cuestiones superficiales”. Durante décadas se atribuyó a la violencia de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, un carácter político, de contienda o guerra civil entre liberales y conservadores. Esa falsedad histórica ha servido para ocultar verdades esenciales, como la de que a partir de agosto de 1946 y hasta junio de 1953 Colombia estuvo gobernada por un régimen fascista, con las mismas características de los gobiernos fascistas de Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Parte de estas características es el empleo de la violencia para exterminar al enemigo, y lo fue típico de la oligarquía de terratenientes para apoderarse de los bienes –en este caso la tierra—de los campesinos favorecidos con la reforma agraria de la República Liberal.
Hay al respecto un documento incontrastable, y que no ha podido ser refutado. Se trata de la novela del presbítero Fidel Blandón Berrío –que, para su seguridad, la publicó con el seudónimo de Ernesto León Herrera—y que tiene por título Lo que el cielo no perdona. En este libro estremecedor Blandón Berrío pone al descubierto los hechos de violencia oficial perpetrados por el régimen fascista, disfrazado de conservador, que dominó a Colombia entre 1946 y 1953. La supuesta lucha entre liberales y conservadores fue utilizada para ir desencadenando odios políticos que permitían a los interesados cometer sus crímenes y lograr sus objetivos. A los campesinos liberales se les hizo creer que eran víctimas de los conservadores, y a los campesinos conservadores –porque también a muchos de ellos se les despojó de sus tierras—se les hizo creer que eran víctimas de los bandoleros liberales. En realidad tanto liberales como conservadores fueron víctimas de la violencia desatada por la derecha fascista y oligárquica colombiana, apoyada con entusiasmo por los altos jerarcas de la Iglesia Católica.
Oigamos al presbítero Blandón Berrío. La cita puede ser un poco larga, pero es un testimonio fascinante, escrito por alguien que fue testigo presencial de los hechos relatados.
“La politiquería y el sectarismo de ambas colectividades llegaron al límite de exacerbación cuando en 1946 aparecieron dos candidatos liberales frente al doctor Mariano Ospina Pérez, que obtuvo el triunfo sobre el adversario dividido. Al amparo de este ilustre patricio, que vale sólo como industrial y sociólogo, y que asumió la presidencia el 7 de agosto, comenzó lo que alguien ha llamado “el principio del fin”, es decir: la violencia política.
“La influencia de la politiquería en las provincias había sido hasta aquí secundaria y pasajera, pero en adelante ese veneno se extendería por todos los rincones de la patria. La consigna era una, nacional y oficial: acabar con el adversario aniquilándolo política, moral y materialmente. Y esta consigna se llevó a la práctica sistemática y metódicamente.
“Se inició entonces una campaña cerrada para impedir la cedulación del adversario por todos los medios, especialmente con ayuda de los registradores y delegados del estado civil. Al respecto me tocó ver el caso en Juntas de Uramita, estando encargada de la oficina la señora Herminia Gutiérrez, quien aún me reveló órdenes secretas que le había dado el inspector de policía. Al mismo tiempo se cedulaban menores de edad con partidas de bautismo fraudulentamente expedidas, se violó la ley domiciliaria y hasta los muertos votaron.
“Después de la inhabilitación política y electoral seguía la inhabilitación moral. Nada más sencillo, pues ésta se ejecutaba desde los púlpitos con arengas incendiarias en contra de los liberales, en los confesionarios y en la recepción de los demás beneficios de la Religión.
“Mujeres azuzadas por los curas iban detrás de los hombres, poniéndole a la zambra infernal el condimento de la piedra contra los liberales, contra sus casas de habitación y contra sus comercios, muchos de los cuales fueron inmisericordemente saqueados”. ¿No es idéntica esta descripción a los documentales que muestran la persecución contra los judíos en la Alemania nazi, y en una época en que aun estaba fresco el ejemplo hitleriano? Sigue Blandón Berrío: “Pero lo más grave de todo, lo que crispa los nervios y obliga a meditar melancólicamente en el abismo moral a que ha descendido la Patria, es que sacerdotes marcharon enrolados a la turbamulta, con los ojos saltados de odio, profiriendo las más soeces palabras del léxico vedado a la dignidad de los hombres, contra el liberalismo y sus jefes”.
“Para septiembre de 1949 –agrega Blandón Berrío—la máquina de muerte y destrucción estaba en marcha para llevar a la presidencia a Laureano Gómez, hecho que se cumplió a sangre y fuego el 27 de septiembre del mismo año y que no podía reconocerse como legítimo, por ser hijo de la violencia y el fraude. Simultáneamente se recrudeció y se hizo insoportable una guerra solapada contra el adversario. No era la guerra civil, porque ésta, en expresión de Antonio José Restrepo, ‘es una lucha abierta y franca en que los dos partidos parten el sol en pleno día, enarbolando cada cual sus banderas, defendiendo sus ideales’. ¡No! Porque el régimen imperante, vista la infamia de su intento criminal y apátrida, no era tan honorable y digno como para declarar una guerra civil. Reconocieron sin duda que no hallarían respaldo en la justicia ni en el derecho de gentes. Era mejor la violencia oficial, amparada y defendida por gran parte del clero, y así se hizo. Nada mejor. Ya el pueblo campesino tenía consignas y había sido instruido desde los púlpitos y en las taquillas politiqueras y anticristianas donde se separaba lo que Dios ha unido y se desataba lo que los cielos no desatarán jamás”. “Por último apareció en todos los rincones de la Patria la famosa ‘plancha’, sistema falangista al servicio de las derechas colombianas”.
La famosa “plancha” consistía en la organización de escuadrones orientados por la, policía, que se dedicaban a aplanchar a todo el que no estuviera de acuerdo con la política oficial, no importaba si era liberal o conservador, pero preferiblemente liberal. Cuando caían conservadores a manos de las balas o de los machetes oficiales, y cayeron muchos, los periódicos que hacían eco al régimen, y la propaganda oficial, denunciaban que los crimenes habían sido cometidos por “bandoleros liberales”, que era como llamaban a las guerrillas que el liberalismo formó para contrarrestar la violencia. Y los curas en los púlpitos clamaban venganza. Continúa diciendo Balandón Berrío: “Los aplanchamientos se extendieron rápida y despiadadamente por el occidente antioqueño, región de grandes mayorías liberales, amantes de la paz y del trabajo, pero muy independientes y en rápida y continúa comunicación con el resto del departamento, gracias a las carreteras y al progreso en marcha”. Blandón Berrío se refiere a las carreteras que habían construido, y al progreso que habían puesto en marcha, los gobiernos democráticos, conservadores y liberales, en los cuarenta y seis años anteriores. Continúa: “Los contingentes de trabajadores y de contratistas de la carretera al mar, al lado de los grandes núcleos nativos y domiciliados comenzaron a sentir los azotes de la violencia, y el instinto de conservación y de defensa se apoderó de ellos. Las empresas se detuvieron y las gentes se pusieron en alerta. La requisa de cédulas y armas se extendió a los campos en incursiones delictivas y devastadoras. La inseguridad reinaba por todas partes y comenzaron a caer bárbaramente asesinados humildes y pacíficos campesinos sólo por ser de opinión política distinta a la del gobierno”.
Los que la derecha fascista llamaba bandoleros liberales y comunistas, era guerrillas de campesinos que, auspiciadas por los jefes del Partido Liberal, se habían armado para defenderse de la violencia oficial. ¿Cómo era esta violencia atroz? Blandón Berrío la describe así: “Sobre todo las gentes humildes del liberalismo eran víctimas de la sevicia y de las depredaciones de esos agentes uniformados. Se fusilaban mujeres, ancianos y niños, a plena luz pública. Los agentes oficiales se posesionaban de las fincas de dueños liberales. Mataban a sus propietarios, requisaban sus guarnieles, y disponían del dinero de sus bestias, de todo cuanto les proporcionaba el sustento de sus familiares. Era zafarrancho de pillaje y orgía de sangre lo que comenzó a cubrir el territorio colombiano. La impunidad y las sombras de la noche cobijaban esos atroces procederes, estimulados por altos funcionarios del gobierno. Y todo eso se cometía en el falso nombre de Dios, con escapularios en el bolsillo y sin remordimiento. Los principales actores del sangriento drama eran policías secundados por civiles conservadores…” En el camino hacia Camparrusia los campesinos le habían contado al padre Blandón “los horrores de la situación en que vivían, perseguidos y sitiados por todas partes… A éste le habían matado la esposa en estado de gravidez, abriéndole el vientre para sacarle la criatura que murió ante las miradas y los gritos de la pobre mujer. Aquel vio arder todo cuanto tenía, habiendo escapado al ataque nocturno sólo por milagro. Ese vio castrar a su hijo mayor, cogido en la sementera y pasado de lado a lado con el regatón, lo dejaron muerto como en un trapecio entre dos rocas. Al otro le habían matado la esposa y le habían robado una hija de 16 años, le prendieron fuego al rancho y nada se volvió a saber de la muchacha”. “He aquí porqué aquellos hombres se habían venido al monte ardidos de venganza y resueltos a morirse”.
Hasta hoy nadie se ha atrevido a desmentir las afirmaciones que estampa en su libro Fidel Blandón Berrío, respaldadas por la veracidad de los hechos. Los que el autor llama, “los gerentes de la violencia” han preferido ocultar estas revelaciones bajo gruesas capas de silencio y dejar que el tiempo transcurra y que el olvido las sepulte; pero si la impunidad se las arregla para burlarse de la justicia de la tierra, no hay forma de que haga lo mismo con la justicia de la historia.
La atrocidad de los crímenes cometidos por el régimen fascista colombiano, y la reacción de las víctimas, hacían ver que la dictadura caería ahogada por los torrentes de sangre que había derramado, y la oligarquía, en una jugada ingeniosa, y en cierto modo desesperada, propició un golpe de estado por parte de las fuerzas armadas, que aparecieron como salvadoras providenciales, con la misión de restablecer la paz, restañar las heridas y volver al régimen democrático. Aquí termina esta primera etapa de la violencia colombiana durante la segunda mitad del siglo XX. Para conjurar el supuesto odio ideológico entre liberales y conservadores que la había desatado, las cabezas de la oligarquía inventaron la formula del Frente Nacional, fórmula mágica que, mediante la alternación de los partidos en el poder, haría olvidar los rencores entre liberales y conservadores y permitiría el restablecimiento de la paz. Bella fórmula, sin duda, para que los crímenes cometidos por el régimen fascista quedaran en la impunidad, pues el culpable de todo era el odio entre liberales y conservadores, odio que desaparecería gracias a la alternación de los dos grandes partidos, y que actuaría como mecanismo para resolver el conflicto. Las guerrillas liberales, deseosas de la paz, entregaron sus armas. El primer Gobierno del Frente Nacional, presidido por Alberto Lleras Camargo, ubicó a los ex guerrilleros en terrenos fértiles, que también les adjudicó, y que podían trabajar para derivar de ellos su subsistencia y la de sus familias. El segundo gobierno del Frente nacional, presidido por Guillermo León Valencia, acogió la teoría de que esos guerrilleros liberales no eran otra cosa que comunistas disfrazados, y que en las tierras que les había otorgado el generoso gobierno anterior, estaban formando repúblicas independientes. De modo que, para liquidar esas repúblicas independientes, se lanzó una ofensiva militar contra las regiones de Marquetalia y El Pato, en donde estaba asentado el grueso de los antiguos combatientes de la guerrilla liberal, cuya conspiración comunista consistía en criar gallinas y cultivar sementeras. Entonces comenzó la segunda etapa de la violencia colombiana en la segunda mitad del siglo XX, y que lleva ya cuarenta años cumplidos. A este conflicto se le añaden a partir de los años setenta y ochenta, dos ingredientes estimuladores de la violencia a extremos de crueldad tan graves como los que describe en su libro el padre Blandón Berrío: el narcotráfico y el paramilitarismo, que se mezclan y forman un compuesto endiablado, que ha permeado la vida colombiana e influido sobre ella de una manera decisiva en los últimos treinta años. No sería desatinado decir que mientras estos dos factores no desaparezcan será imposible ponerle fin al conflicto que hoy azota a Colombia.
Como en los años cincuenta, la violencia ha producido muchos muertos y muchos ciudadanos desplazados de sus sitios de residencia. Hubo cerca de un millón de desplazados en aquella época fascista y más de trescientos mil muertos por la violencia, hasta 1953. Los desplazados en Colombia en los últimos quince años, suman cerca de tres millones y el desplazamiento no se detiene. Una de las tantas propagandas de carácter oficial que se emiten por la televisión, quiere hacernos creer que la culpa del desplazamiento, y del sufrimiento de los desplazados, la tenemos los colombianos, que demostramos una lamentable falta de solidaridad con esas víctimas de una crisis humanitaria. En los años cincuenta, o mejor dicho, después del 13 de junio, los mismos autores de la violencia la explicaron como consecuencia del odio que se profesaban entre liberales y conservadores, --odio que, si en algún momento existió, fue fomentado y atizado desde arriba--; y hoy se quiere explicar el fenómeno de los desplazados como producto de la falta de solidaridad de los colombianos ante una crisis humanitaria. ¿Por qué no se dice que esta crisis humanitaria es el producto de una acción criminal cometida por elementos que, con absoluta impunidad, están sacando de sus tierras a los campesinos y generando un desplazamiento de proporciones monstruosas? ¿Por qué no se dice que lo crisis humanitaria es el resultado de una ausencia total de Justicia en Colombia, y que la solución al problema de los desplazados, o a su drama, no consiste en mostrar solidaridad con ellos, sino en implementar una acción de justicia que castigue a quienes están cometiendo actos de violencia que generan el desplazamiento? ¿Por qué a estos autores de la violencia se les incluye en un programa de reinserción y se les da una partida de 45. 000. 000 millones de pesos, --extraídos del bolsillo de los ciudadanos-- mientras que a los desplazados se les abandona a su suerte, se les señala como víctimas de una crisis humanitaria y se quiere echar sobre las espaldas de los colombianos el peso de la culpa por esta supuesta crisis humanitaria? A los que elaboran este tipo de propagandas, si hubiera Justicia en Colombia, debería enjuiciárseles y sancionárseles por complicidad con los criminales que están generando el desplazamiento forzoso de personas en Colombia.
Hemos llegado a un momento del conflicto en que el Gobierno no puede seguir engañando a los ciudadanos, ni los ciudadanos podemos aceptar que el Gobierno nos siga engañando con la teoría de que no hay conflicto. Si no hay conflicto, entonces que se desmonten todos los mecanismos que se han implementado para sostener un conflicto, y que si lo que hay, según el Gobierno, es una banda de terroristas, que estos sean combatidos con los medios normales de que dispone un Gobierno democrático; pero si hay conflicto, como todo en la práctica parece indicarlo en contravía de la tesis gubernamental, entonces no quedan a la vista sino dos mecanismos alternos para ponerle fin al largo conflicto.
El primero es declarar la guerra franca y tomar la decisión de derrotar al enemigo de una forma definitiva y contundente, de tal manera que no quede en condiciones de volver a empuñar las armas; pero esta acción militar debe estar seguida de un plan social que, tan pronto se gane la guerra, permita subsanar las condiciones económicas y sociales que dieron origen al conflicto, y que hoy subsisten e inclusive se han agravado. Cerca de un 20% de desempleados, cerca de 23 millones de ciudadanos en la miseria, cerca de un treinta por ciento de analfabetas, cerca de una corruptela burocrática generalizada, cerca de una juventud que no ve futuro en su país, cerca de una economía que se sigue alimentado de dineros non sanctos, esas son cosas que no nos dejan muy cerca de la paz deseada.
Si el gobierno cree que la fórmula militar no es la propia para ganar el conflicto, porque ninguna de las partes está en condiciones de vencer a la otra –al menos cuarenta años de conflicto permiten pensar que así es—hay que pensar en un proceso de paz de verdad, serio, con metas definidas y propósitos irreversibles. Ahora bien ¿que tanto están dispuestos el Gobierno y sus aliados, por un parte, y la subversión por la otra, a entablar un proceso de paz? ¿Por qué han transcurrido cuarenta años y no hay asomos de que ninguno quiera la paz, aparte de palabras insustanciales que ya nadie oye? ¿A quiénes aprovecha el negocio de la guerra? ¿A quienes les conviene mantener este conflicto que a los unos les sirve para justificar que les den el 60% del presupuestos, y a los otros para seguir en la extorsión, el secuestro y el narcotráfico?
La respuesta a estas preguntas nos haría pensar que el conflicto no tiene trazas de terminar jamás, al menos mientras subsistan los intereses que lo alimentan. Para entrar en el proceso de globalización que marcará el destino de los pueblos en el siglo XXI, Colombia necesita la paz. Si no queremos quedarnos atrás, muy atrás del siglo que avanza, necesitamos la paz. Y en ello entra un tercer mecanismo alterno: La voluntad del pueblo colombiano de imponer la paz. La decisión de todos y cada uno de los ciudadanos que estamos hastiados del conflicto, no de exigir, sino de imponer la paz. De imponer el cambio del modelo económico que ha sido y es el generador de la guerra, por un modelo económico que sea generador de la paz; pero mientras el pueblo colombiano no pueda entender que este asunto le atañe a él, que sólo el puede resolverlo mediante una acción colectiva que meta en cintura a “los gerentes de la violencia”, y que la paz es su negocio, y que debe escoger dirigentes demócratas que sean gerentes de la paz y restauradores de la Justicia, no habrá forma de terminar con un conflicto que nos seguirá desgastando hasta liquidarnos como país, como nación y como pueblo.
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