ENCUENTRO DE AÑO NUEVO
Juan Revelo Revelo
Alejandro González conoció a Samara Restrepo tres años después de haber quedado viudo y cuatro meses antes de comenzar el año nuevo que jamás olvidaría. Después de la muerte de su esposa se había encerrado a digerir su pena, en el amplio apartamento de Chapinero que le servía de taller y estudio. Allí, con cansada lentitud como si no le importara el paso del tiempo y aislado de todos sus amigos, se dedicó a pintar los óleos que le faltaba entregar a una prestigiosa galería de arte, con la que había firmado un estricto contrato. Y cuando terminó el último lienzo y no tuvo nada más que hacer, sintió que el peso de la soledad empezaba a transformarse en una depresión espantosa que lo iba empujando hacia el suicidio. Y esto hubiera ocurrido irremediablemente, si una noche de septiembre, no hubiera conocido por el internet a Samara, que de acuerdo a la información que Alejandro leyó en la ficha de datos personales que aparecía en la página web, tenía veintiséis años de edad, trabajaba como profesora en una universidad de Medellín y le gustaban las bellas artes, los viajes, las tertulias, los niños, la naturaleza y la buena comida.
“Tienes aficiones similares a las mías y eso me gusta”, le había escrito Alejandro en su primer correo electrónico venciendo su timidez habitual, y Samara le había contestado que coincidía en ello, y que le agradaría siguieran comunicándose. Al cabo de varias semanas de conversar por teléfono, conectarse en el chat y enviarse cartas, Alejandro se dio cuenta que la irresistible atracción que empezaba a sentir por ella, era prueba innegable de que el amor lo estaba tocando nuevamente con una alegría enriquecedora. No estaba seguro de los sentimientos de Samara hacia él, pero cada día aumentaba en su interior la certeza de que era la mujer idónea para volver a formar un hogar, e inclusive para tener el hijo que no le dio su difunta esposa; sin embargo no se atrevía a expresarle sus sentimientos, temeroso de que lo rechazara por la diferencia de edades. “Tengo cuarenta y nueve años y ella apenas veintiséis”, se decía, recordando las repetidas ocasiones en las que él había evitado hablar sobre este tema, y entonces volvía a mirar las fotos que Samara le había enviado, donde se la veía con su hermoso y juvenil rostro y su bien formado cuerpo.
Con la ilusión de conocer personalmente a quien le había hecho renacer la alegría y los deseos de vivir, una noche le propuso programar un encuentro para los primeros días de enero cuando cumplirían cuatro meses de haberse encontrado en el internet. Samara, asombrada por la coincidencia, le dijo que ella había pensado proponerle exactamente lo mismo, aprovechando la invitación que le había hecho su hermana para pasar el año nuevo en Bogotá, donde vivía desde hace varios años. Alejandro se alegró de que el encuentro ocurriera en la capital, y de inmediato se dio a la tarea de planear un programa de actividades, que incluía la visita a la galería de arte donde estaban expuestos sus últimos óleos.
La víspera del viaje, Samara lo llamó para decirle que llegaría por la tarde y que su hermana la recogería en el aeropuerto.
_ Si quieres nos vemos por la noche, dijo Alejandro. Así tendrás tiempo para descansar.
_ Estoy de acuerdo, dijo Samara, y le comentó que se sentía algo confundida y nerviosa al pensar en el encuentro que tendrían los dos, sin tener resueltas algunas dudas.
_ ¿Que dudas tienes?, preguntó Alejandro preocupado.
_ Por ejemplo, que jamás hemos hablado de la diferencia de edades que hay entre los dos, ni de los inconvenientes que esto puede ocasionar en nuestra relación.
Alejandro sintió un aire frío en la espalda al darse cuenta que los veintitrés años de diferencia entre él y ella, que siempre lo habían inquietado, también intranquilizaban a Samara. Sin embargo, controló su turbación y con tono seguro le dijo:
_ No te preocupes. Cuando estemos juntos hablaremos sobre ese tema y ya verás que nos pondremos de acuerdo.
Al día siguiente, tan pronto llegó a Bogotá, Samara marcó al teléfono celular de Alejandro y le dijo que quedaría desocupada alrededor de la siete de la noche, después de acompañar a su hermana a hacer algunas compras en Unicentro. Alejandro le propuso que la recogería en ese centro comercial a las siete en punto, y que luego la llevaría a cenar a un agradable restaurante donde podrían conversar tranquilos.
Antes de la siete, Alejandro llegó a la cita, emocionado por el inminente encuentro con Samara. “Tengo la esperanza, se dijo, que después de conocer mis verdaderos sentimientos, ella se convencerá de que la diferencia de edades no es impedimento para formar una pareja feliz”. Pensando en esto, caminó hacia la plazoleta de la entrada principal que a esa hora estaba llena de gente. Por los parlantes anunciaron que en treinta minutos se daría comienzo a un espectáculo de fuegos artificiales en los parqueaderos. Samara también escuchó el anuncio y se ubicó cerca de la entrada; miró el reloj y esperó a que fueran las siete en punto para marcar el teléfono celular. Alejandro, que desde hace un buen rato la había estado observando minuciosamente sin que ella se diera cuenta, esperó la cuarta timbrada antes de contestar.
_ Soy yo, dijo Samara con alegría, cuando por fin escuchó la voz de Alejandro. ¿Dónde estás?.
_ Estoy en el parqueadero, en mi carro, mintió, impresionado por lo que estaba observando: La mujer que veía frente a él, no era la Samara de veintiséis años que había visto en las fotos y de quien se había enamorado. La persona que estaba allí era una señora de unos sesenta y dos años, muy bien disimulados por las posibles cirugías plásticas que se había hecho.
_ ¿Ya vienes para acá?, preguntó ansiosa.
_ Discúlpame, dijo Alejandro, pero la verdad es que no me siento bien.
_ ¿Qué te pasa?, dijo sorprendida.
_ Me siento mal y ya estoy saliendo a buscar un médico.
_ ¿Quieres que te acompañe?.
_ No, gracias. Mejor nos vemos otro día, dijo decepcionado y lleno de frustración sin entender si ella le había mentido o si él no había leído bien la ficha de internet donde aparecía la edad y los datos personales de ella, cuando la contactó por primera vez.
_ ¡Alo!, ¡Aló!, dijo Samara insistentemente pero solo oyó el lánguido sonido del teléfono interrumpido que contrastaba con la algarabía de los niños que empezaron a correr hacia los parqueaderos para ver los fuegos pirotécnicos. Solo entonces intuyó que algo había salido mal en ese frustrado encuentro. “Eso me pasa por fijarme en hombres más jóvenes que yo”, pensó desconsolada, y salió a la calle buscando un taxi en la fría noche bogotana, mientras en el cielo estallaban las luces de año nuevo, en cascadas multicolores y efímeras.
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