Una mujer víctima del terror de Nagasaki amamanta a su bebé. Los efectos de la radiación matarían a decenas de miles de sobrevivientes.

 


Parar oído

Dicen que las paredes

tienen oídos

pero lo que yo he visto

es que algunas personas

tienen paredes en los oídos.

 

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  • Ejemplar #12, agosto de 2005   

     

    Con el maestro Grass

     

    Entrevista

    Luis Fernando Matínez Vargas

    “Para una persona como yo, que nació en la vereda del centro de un pequeño pueblo perdido en la parte fértil de las montañas de Santander, otrora dominio de un pueblo bastante particular el Guane, exterminado hasta el recuerdo rodeado de una hermosa naturaleza, viviendo sino plenamente, muy dentro de un contexto idílico, de comunión con el mundo natural circundante.

    Sin viajes a Europa en la niñez, para captar la atmósfera del arte de allá, sin láminas encauzadoras...; Las que conocí entonces me parecieron un arte falso, ajeno, distante, nada de esto me hablaba ni del hombre ni del paisaje que yo estaba viviendo, sin conversaciones estéticas de sobremesa, sintiendo únicamente el peso del verde de las colinas y los valles, la fuerza poderosa del sol, el embrujo de las lluvias y los torrentes. Por todas partes la presencia del mundo natural y la magia de lo desconocido”

    Antonio Grass.

    Tiene Oiba una paz bucólica marcada por innumerables encantos. Uno de ellos son sus montañas, que registran todos los verdes con las luces del día. Y así debieron haber sido en tiempos prehispánicos, cuando estuvieron pobladas por los Guanes, nuestros más caros ancestros.

    Contemplo el paisaje en compañía de Antonio Grass en el “Santuario” sector hermoso, quebrado y lleno de leyendas, entre Oiba y Charalá, albergue de una gran población indígena desaparecida hoy completamente, pues sus habitantes solo recuerdan a España y Alemania.

    Sin embargo, la presencia indígena se siente en la cerámica y objetos culturales que los campesinos arrastran con su azadón cuando aporcan su labranza y en la pasión con que Antonio Grass se deja envolver por la inmensidad del paisaje para cedernos sus recuerdos de lo que fue el pueblo Guane.

    Sorteando los huecos dejados por los guaqueros, que han escarbado y siguen escarbando todos los rincones en busca de oro, exactamente como hace quinientos años, Antonio Grass habla de la cosmogonía que los símbolos en barro registran y que él fervorosamente investiga desde hace treinta años.

    Antonio Grass, hijo de Victoriano Gómez Uribe de San Gil y de Edelmira Grass Parra de Oiba, nació en Poima como a él le gusta llamar esta población, el 27 de septiembre de 1932, en la finca de Mompox, situada en las goteras del pueblo que tenía su abuelo materno Roque Grass de Charalá, terreno bañado por la torrentosa Güayacá de trágica recordación para los Guanes. Vio la primera luz en los momentos en que la población se adiestraba en los potreros de la finca, en el uso de las armas para la lucha armada contra el Perú invasor.

    El padre de Antonio Grass, en ese entonces alcalde del pueblo, se distinguió por ser impulsor de la educación, mediante la construcción de escuelas públicas, como la de varones, situada a un costado de la capilla de Chiquinquirá.

    Allí realizó Grass sus estudios primarios en compañía de amigos que él recuerda con gran placer, y con quienes compartía el descubrimiento de su entorno verde, de topografía quebrada, inundado de agua: “Humberto, Fernando, chapaleadores en el pozo de la “Laja”, aprendices de natación con vejiga de toro; Guillermo el poseedor de los secretos de la naturaleza, el cazador de ñeques y el conocedor de las cuevas cubiertas de galapos en los grandes cerros que bordean el pueblo; Augusto hecho místico por su abuela para hablar de procesiones, rezos y cirios”.

    En esta misma escuela Grass, hizo sus primeras pinturas, usando por pinceles las tizas de los maestros, y por lienzo las paredes de los salones de clase, que se llenaron con grandes pliegos de pinturas, que luego fueron material didáctico para maestros y alumnos. Allí, por primera vez fue diseñador, recibiendo encargo de muchos compañeros de estudio para ilustrar sus tareas y presentar en mejor forma sus trabajos.

    “Esto me reportaba uno o dos centavos, que en ese entonces era un capital impresionante, que se convertía en dulces, bocadillos veleños, caballitos de Ráquira, o tierra blanca para pintar los animales del pesebre anual o plata para comprar el periódico que me llevaba a un mundo completamente desconocido y mágico, ya que las cosas leídas en él, no podían sino considerarse maravillosas”.

    ¿Pues quién podía creer en Oiba en el príncipe valiente, o en lo que describía Germán Arciniegas en sus columnas desde Italia en los relatos de los horrores de la guerra, en un pueblo donde lo único que habían eran árboles, vacas y santos y toda la vida se reducía a la iglesia y a sus ritos, a sus gamonales y a sus otros ritos?.

    Grass recuerda que Oiba era por entonces, un pequeño pueblo de calles empedradas con piedra de bola y acequia al centro, con puentes de piedra primitivos o con arcos de medio punto, con estructura arquitectónica como los pueblos de Castilla o Andalucía, de donde fueron copiados por los que llegaron con y después de Martín Galeano a una población indígena llamada Poima, el pueblo de su nacimiento.

    “Oiba, el nombre que los españoles le dieron a la población aborigen por no entender la lengua, y que ha tenido y sigue teniendo muchos dueños, que impiden ser, pensar y tener un sitio bajo el sol”.

     

    De telegrafista a pintor 

     

    A los doce años Antonio Grass, era un cartero de telégrafo de la Administración Postal Nacional “llevar cartas de amor y de tragedia en fin... de la comunicación de las gentes”, comunicación que le abrió las puertas y otros horizontes en un pueblo perdido por siempre y para siempre. A los quince años deja Oiba para ir por varios pueblos de Santander como telegrafista, alternando cargos públicos con estudios secundarios, hasta llegar a Bucaramanga donde reparte su tiempo entre el cargo oficial y las clases en la Escuela de Bellas Artes de Santander.

    La misma que dirige en ese momento Carlos Gómez Castro, su maestro de escultura y donde Mario Alvarez Camargo, le enseña los primeros secretos de esa pintura que todos ellos han recibido de las generaciones que estudiaron en esta antigua escuela, luego en Bogotá y que después perfeccionaron en Europa para retornarlos a su provincia.

    ¿En qué forma cree que su nacimiento y niñez en Poima lo hayan influído para su labor artística?

    Naturalmente en mucho. La especial atmósfera del pueblo su estructura social, arquitectura, topografía y el que éste hubiera sido un importante pueblo indígena, con otros muchos a su alrededor, con habitantes de la familia Chibcha, pudiendo confirmar directamente lo que pasó con la invasión y cuáles los resultados de hoy.

    Las extrañas sensaciones de los ritos religiosos de un pueblo que giraba alrededor de la iglesia, crea en el ser vivencias muy especiales que marcaron definitivamente mi vida, y me dejaron cicatrices que voy encontrando en todo.

    Este pueblo ha tenido desde siempre un orden especial, desde su pasado prehispánico, a pesar de la horrenda destrucción de la conquista bárbara y arrasadora. Los nombres que llevan los sitios, los apellidos indígenas, la presencia de la mezcla étnica los personajes que en mi niñez se me cruzaron, han sido suficientes para crear atmósferas en mi vida y en mi obra.

    La sensibilidad hacia el arte o las cosas del espíritu, nacen con uno en cualquier sitio, pero naturalmente, el medio influye en las creaciones estéticas, como en todo.

    ¿Cómo fue la experiencia para un muchacho de provincia que llega a la capital de su departamento?

    Bucaramanga no era por entonces la ciudad gigante y convulsa que es hoy, sino una ciudad pequeña, tranquila que hacía muy poco había inaugurado su primera universidad, entonces de moda en el país. La ciudad no ofrecía mayores deslumbramientos ni peligros.

    Al llegar a Bucaramanga traía una experiencia y un orden de cosas establecidas que me había formado el peregrinar por los pueblos de Santander, que fue desde conglomerados menos interesantes que Poima, hasta ciudades viejas y cargadas de historia como Socorro, San Gil, la tierra de mi padre, donde viví un poco, hasta Puerto Wilches o el Opón, la tierra de las tormentas, no solo atmosféricas sino políticas.

    Allá viví y trabajé en plena violencia, viendo desatadas todas las furias que desde hace quinientos años azotan el país; con este tipo de experiencias de la vida palpable y la información de mi trabajo logré crear un mundo.

    Lo mismo me sucedió más tarde, cuando Bogotá se unió a muchos sitios del mundo, para la recopilación de vivencias.

    A Bucaramanga llegué con una idea entre ceja y ceja: estudiar arte. Después de una larga espera aguantando el momento propicio, La Escuela de Bellas Artes de Santander, me ofreció la oportunidad a la que añadí una gran preocupación por la búsqueda del conocimiento, que era muy difícil encontrar en una ciudad cerrada y alejada de todo, a la manera medieval. Con razón su escudo dice “siempre libres en nuestras montañas”- ni tan libres – pero sí muy cerrados en la montaña.

    Pero aquí pude iniciarme y dar los primeros pasos con solidez, así lo veo hoy.

    Después de Bucaramanga, Antonio Grass estudió en Bogotá y Nueva York, y fue así como el mundo empezó a abrírsele.

    Muestra su obra en diferentes sitios y por todas partes investiga el arte prehispánico, del país y el continente. Enseña en varias universidades, crea programas y logra cambiar los conceptos de la educación en arte, con una lucha muy difícil; asesora instituciones culturales y museos, ayuda intensamente en todos los frentes a Fanny Mikey a crear el Teatro Nacional (su aporte económico fue el primero) convencido de la necesidad de que el país tuviera su propia dramaturgia, un sitio que irradiara cultura.

    Pero el teatro tomó otros rumbos, la idea básica desapareció y Grass también desapareció del teatro.

    Años más tarde ayuda a Antonio Corrales a crear el teatro “La Baranda” para abrir espacios culturales nuevamente  con la ilusión de lo colombiano, pero ese fue otro esfuerzo fallido.

    En el 45 Congreso Internacional de Americanistas donde hace parte del Comité Nacional, dirige el simposio de “Artes, Diseño e Identidad Nacional”, donde reune investigadores de varios sitios del mundo, preocupados por el problema de la identidad en las artes, completamente aculturadas y despreocupadas por su propio entorno; allí Grass dice: “Cómo es posible que el horror que ha padecido este territorio desde hace 500 años, no lo haya registrado el arte en ningún campo, en la forma y el concpepto”.

    Desde Poima, en las profundas montañas de Santander lleva su obra y pensamiento a diversos sitios del mundo como lo escribió Germán Arciniegas en el diario El Tiempo: “Antonio Grass es el de “La Marca Mágica”. Un joven de barba florida, pequeño de estatura y acostumbrado a ver los horizontes más lejanos que nadie haya columbrado en nuestras tierras. Su ambiente natural es el del mundo precolombino. En ese mundo el ve, y en esto no hay nada raro, todo lo que Colón no pudo ver. Lo ve, lo radiografía, lo dibuja y cuando lo muestra en Jerusalén o en Varsovia, israelíes o polacos quedan deslumbrados... como en América los propios arqueólogos.

    Tomando el arte ornamental de los americanos, en tela y joyas de oro, en petroglifos y tiestos, en los mil objetos donde dejaron su huella los aborígenes, acaba probándonos Gras, que hubo más imaginación en las antiguas poblaciones de nuestra tierra que entre los mismos griegos o asirios.

    Ha ido él a la tierra de los Mayas y a la selva negra de Alemania, con una fórmula muy sencilla que explica la labor de 20 años: trabajar 28 horas al día. Los libros que ha publicado, de una limpieza y pulcritud ejemplares, parece cada uno que está perdido en el mapa y en las estribaciones de la cordillera oriental. Oiba, que nadie me pregunte dónde queda”.

     

    Texto tomado del Magazín Dominical de Vanguardia Liberal Nº 1114 del 27 de septiembre de 1992. Trabajo nominado al premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, categoría mejor entrevista. Luis Fernando Martínez Vargas. Redactor cultural.