Aforismos
Eduardo Gómez
62. Con mucha frecuencia (incluso en ciertos sectores de izquierda) se confunde, en los países subdesarrollados latinoamericanos, a la oligarquía con la burguesía. Esa confusión resulta favoreciendo a la oligarquía (la clase social más retardataria) y subestimando a la burguesía, en especial a la burguesía ilustrada. Por tanto, es necesario hacer claridad sobre las grandes diferencias que hay entre ellas, así como sobre sus afinidades. La oligarquía es una clase social de transición entre los restos del semifeudalismo que aún sobreviven y el paso a un capitalismo predominante. Su ambigüedad se percibe en que siendo el latifundio su forma semiparasitaria de tenencia de la tierra, al mismo tiempo la atraen el mundo de los negocios en la ciudad (especialmente la especulación de las altas finanzas y de los negocios de valorización) lo mismo que la industria ligera y los cargos de la alta burocracia. Su poder se radica, por lo general, en la ciudad pero las raíces de su formación siguen siendo provincianas con nostalgias señoriales e incluso aristocrático-criollas, es decir rebajadas por costumbres todavía toscas y sin tradición. La oligarquía es “católica” en forma cínica porque su modo de vida semimundano y esnob, con frecuencia vicioso y avasallado por las modas que vienen de la metrópoli norteamericana y de Europa, contradice sus pretensiones religioso-supersticiosas que, cuando le son útiles, por ejemplo en la política, desatan un fanatismo violento, manipulado contra sus opositores sin ningún escrúpulo hasta alcanzar monstruosas proporciones. En esa tarea utiliza los campesinos que el latifundismo, los curas y pastores de pueblo han mantenido en condiciones de peones y minifundistas, analfabetas y dogmáticos, machistas y resentidos. El poder de la oligarquía prefiere conservar ese atraso premoderno, y puesta a escoger entre rezagos semifeudales y modernidad, se compromete más con los primeros.
La burguesía auténtica ha sido, por consiguiente, muy diferente (ante todo, en su etapa ascendente) y no ha existido casi en los países subdesarrollados como clase dominante. La oligarquía siempre ha tratado de imitarla pero resulta caricaturizándola. Ante todo, la burguesía auténtica es amiga y patrocinadora de la ciencia y la técnica (con las que ha alcanzado a extender planetariamente sus productos industriales y su comercio, lo mismo que la eficacia de sus ejércitos de dominación). En consecuencia, mantiene a raya el fanatismo religioso y sólo lo utiliza para dominar a sus neocolonias o en los casos que considera amenazantes para incrementar su poder político-social. Es claro que en estas circunstancias coincide frecuentemente con la oligarquía de esas neocolonias pero se distingue de aquella en que tiene más habilidad y más mesura en esa manipulación. En su etapa de ascenso, y en términos generales (y sobre todo en la interioridad de los países desarrollados que gobierna) la burguesía ha favorecido la educación científica y de un nivel relativamente alto, y una libertad de expresión con frecuencia inteligente y audaz, que sabe dar escape a la inconformidad y valorarla como señal de alarma para hacer las reformas necesarias que mantengan su poder. De manera análoga, en la primera mitad del siglo XX y todavía hasta finales del mismo, la burguesía ha sido partidaria de mantener en los países desarrollados que ha gobernado, altos salarios para sostener y ampliar el consumo, favoreciendo así la dinámica económica interna y un nivel de vida correlativamente alto que preserve una cierta unidad nacional, junto con su aristocracia obrera, frente a las turbulencias y guerras que se presenten en sus neocolonias.
Ha mantenido, por tanto, una política doble: relativamente “democrática” en la interioridad de los países metropolitanos y frente a los países que considera sus iguales o al menos respeta, y con tendencias represivas (a veces fascistas) como cuando ha favorecido las dictaduras y los golpes de estado en el mundo subdesarrollado.
Actualmente, la burguesía reniega (progresivamente y a escala mundial e incluso internamente a causa de la crisis) de sus mejores conquistas. Este es un proceso que viene de muy atrás, pues las diversas modalidades de la burguesía se debatieron desde el comienzo de su captura del poder, entre tendencias progresistas y tendencias represivas, la diferencia está en que ahora ese equilibrio se ha roto negativamente. Existen también notables diferencias entre las burguesías europeas y la estadounidense, así como entre las diversas corrientes burguesas de los países europeos. Por ejemplo, en países como Suecia, Dinamarca y Noruega (e incluso parcialmente en Holanda) la burguesía desistió de una política colonialista y aunque mantuvo la institución de la monarquía, al lado de gobiernos democráticos muy influidos por un socialismo moderado, lo hizo con características radicalmente diferentes a las del pasado feudal, al destacar en la monarquía, ante todo, su calidad simbólica y estética, que encarna tradiciones nacionales consideradas dignas de recordarse, pero restringiendo el poder efectivo de los monarcas, el cual es ejercido por gobiernos burgueses muy avanzados que han superado la barbarie del capitalismo salvaje reemplazándolo por gobiernos mixtos, en los que las bases de un capitalismo moderno se mantienen pero con injertos socialistas que lo controlan y equilibran. Desafortunadamente, esa tendencia minoritaria ha quedado bastante marginada de los poderes que priman en la política internacional (que siguen siendo ejercidos por Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, como aliados de Estados Unidos – con un repunte vacilante y todavía débil de una España lentamente modernizada –) los cuales se pliegan a menudo a la política neocolonial de Washington, a sus guerras genocidas en el Medio Oriente, al fomento (mediante la CIA) de golpes de estado o magnicidios de líderes democráticos en los países del tercer mundo, así como al tratamiento arrogante y paternalista de los asuntos latinoamericanos, y al todavía muy despectivo respecto a los países de África y sus antiguas colonias.
En cuanto a los débiles poderes de la burguesía en Latinoamérica, nacieron bajo la influencia avasallante de la burguesía mundial ya descrita, y al no haber creado sus propias condiciones económico-sociales que le hubieran asegurado su desarrollo y predominio, ha perdido las escasas coyunturas históricas que se le han presentado como favorables al incremento de su débil influencia. En Colombia tenemos el caso de Alfonso López Pumarejo, el más auténtico y más influyente líder de la burguesía en este país, que fue bloqueado por la oligarquía tanto “liberal” como conservadora, y no pudo sino comenzar algunas reformas que quedaron truncas pero que, de todos modos, fueron suficientes para que el siglo XX entrara tímidamente a Colombia con casi cuatro décadas de retraso. Ese fracaso de López tuvo lugar en su segunda administración y después de la muerte de Franklin Delano Roosevelt en 1945, el gran estadista de las corrientes burguesas más progresistas en Estados Unidos y que había influido en López Pumarejo y favorecido su gestión innovadora.
El triunfo sobre el nazismo no pudo ni quiso ser profundizado por la burguesía estadounidense y europea, por miedo al estalinismo y al poder que había adquirido como luchador decisivo en el triunfo de los aliados contra Hitler. Más aún, en Estados Unidos tuvo lugar una regresión (que no ha terminado, ni siquiera con la presidencia de Obama) debido a la política inquisitorial que inauguró el macartismo, y al reforzamiento de una serie de dictaduras neofascistas en América Latina, en España, Portugal y África. El resultado ha sido un debilitamiento de la burguesía a escala mundial que, con las crisis cíclicas del capitalismo y la falta del contrapeso antiimperialista que hacía el bloque socialista-estalinista en torno a la URSS, ha completado esa degradación progresiva de las ideologías liberales burguesas, las cuales, en sus tendencias predominantes, se parecen cada vez más a las de las oligarquías de los países subdesarrollados.
Los estadistas de la burguesía más auténticamente liberal como Franklin D. Roosevelt, Charles De Gaulle, Winston Churchill, Jimmy Carter, o en un plano más restringido, como Alfonso López Pumarejo en Colombia o Lázaro Cárdenas en México, parecen estar en vía de extinción y son sustituidos por especímenes al estilo de Bush, Tony Blair, Sarkozy, Berlusconi, y otros afines. La consecuencia es, paradójicamente, que las tareas progresistas que todavía correspondería hacer a la burguesía, por ejemplo en los países de América Latina, como liquidar y superar el atraso semifeudal en la tenencia de la tierra, dinamizar la economía con altos salarios e inversiones productivas, modernizar y ampliar los servicios de salud y educación, instaurar una cultura basada en la filosofía, la ciencia y la técnica, comenzar la ecologización de la planificación económica y mantener a raya la superstición religiosa, los están realizando pacíficamente en América Latina una serie de gobiernos de estirpe auténticamente popular y de transición hacia un socialismo democrático como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Uruguay, Cuba, Nicaragua y (con diferencias, debido al mayor desarrollo del capitalismo) Argentina y Brasil. Estos países se reafirman cada vez más en una política antiimperialista, en una democratización efectiva de la economía y de los servicios del estado y en una colaboración creciente a la integración bolivariana de América Latina (con la intención de unificarla federalmente en la “Patria Grande” como lo soñó Bolívar) todo lo cual postula a esos países como una vanguardia mundial de características más concreta y radicalmente innovadoras que la Unión Europea, que ha entrado en una crisis sistémica irreversible, no superable realmente mientras pretenda conservar a toda costa una estructura neoliberal, al querer hacer pagar la crisis, no a sus máximos responsables como son las altas finanzas, sino a los trabajadores productivos, bajando sus salarios, suprimiendo puestos de trabajo, aumentando la edad de jubilación y subiendo los impuestos.
Entre los países de mayor población en esta parte del mundo, quedan por definirse en esa dirección sólo México, Colombia y Perú, cuyas respectivas crisis están tocando fondo y evidencian un agotamiento de las posibilidades hacia un futuro aceptable.
De todos modos, no se puede subestimar de ninguna manera a los sectores más avanzados de la Europa inmortal y su gran cultura, la cual sobrevive gracias a las conquistas realizadas por la burguesía clásica (léase en ascenso) y las clases medias ilustradas. La ciencia extraordinaria que surgió, primero gracias a los numerosos sectores ilustrados de la aristocracia y luego bajo el mandato burgués, y que en gran parte (especialmente en Estados Unidos) está enjaulada y puesta, fundamentalmente, al servicio de las empresas privadas, por miedo a que se relacione con los problemas socio-económicos y culturales en general, ha sido fundadora de la modernidad y ha nutrido e influido, así sea en formas indirectas, todas las grandes revoluciones de los últimos tres siglos. Al hacer estas consideraciones pensamos en que, por ejemplo, Marx y Engels y su filosofía política revolucionaria, constituyen una culminación (al mismo tiempo que una cierta ruptura) de los procesos de la alta cultura occidental (que involucran a Kant, Hegel, Feuerbach y los economistas ingleses, entre otros) y que esos dos grandes filósofos son, en todo caso, impensables sin las bases que les proporcionó la cultura occidental. Asimismo, sobrevive en varios países desarrollados de Europa y en algunos sectores importantes de Estados Unidos, Canadá y, esporádicamente, en tal cual gobierno de América Latina, una cierta libertad de expresión que es la conquista definitiva más preciosa de la Revolución Francesa y por consiguiente, de la burguesía clásica.
Desgraciadamente, como lo hemos esbozado, las tendencias, ya no de decadencia sino de degradación a que se ve impelido el capitalismo para sobrevivir, se van imponiendo cada vez más, especialmente en las políticas internacionales de las diversas burguesías desarrolladas, arrinconando y obligando a una oposición radical a los sectores más creadores de esas sociedades. Si bien el colonialismo desapareció casi completamente con la eficaz ayuda del bloque socialista de la URSS, se trata de instaurar ahora un neocolonialismo desesperado que se caracteriza por la lumpenización y criminalización extrema en sus métodos, los cuales a menudo alcanzan un carácter fascista, debido, ante todo, a la infiltración del narcotráfico en los negocios y también al hecho de que una prosperidad basada en la esclavización de la mayoría y en la rapiña respecto a los países débiles, terminó por descomponer las bases éticas mínimas de la burguesía clásica y los principios que caracterizaron la economía del capitalismo ascendente, precipitando una deshumanización general. Contra las previsiones de los ideólogos occidentales, después de la caída del bloque soviético, el poder de Estados Unidos y sus aliados no quedó dueño del campo, sino que ha entrado en una crisis sistémica irreversible que hoy (2014) ya lleva cerca de cuatro años. Paradójicamente, está quedando en evidencia que el capitalismo, librado a sus poderes y realizaciones sin ser estorbado, obstaculizado o desvirtuado en sus supuestas posibilidades por las potencias socialistas marxistas, está agotado y se repite, degradándose. Los partidos occidentalistas ya no tienen la disculpa de que el sistema capitalista no ha podido desplegar sus posibilidades (supuestamente muy grandes) debido a las perversas conjuras de la “subversión comunista”, y tampoco pueden alegar que los levantamientos, protestas y huelgas de las masas explotadas, se deben a los pérfidos y astutos engaños y consejos de “fuerzas extrañas” y conjuras que vienen de fuera.
No se puede confundir del todo esta degradación de las burguesías a escala mundial, con la situación que viven los pueblos que aquellas comandan. En algunos sectores de estos pueblos todavía quedan legados y características de los tiempos en que sus clases dirigentes vivían etapas ascendentes en la historia moderna, a más de las cualidades específicas de cada uno de ellos. Bastará para ilustrarlo, recordar la gran tradición democrática de amplios sectores del pueblo estadounidense; esos sectores donde surgieron hombres como Whitman, Lincoln, Edison, F.D. Roosevelt, Luther King, Chomsky, Carter y millones de pioneros y luchadores en las diversas áreas del trabajo y el saber, los cuales han aportado de manera extraordinaria a la superación de su país y de la historia contemporánea. Pero es sabido también cómo esa gran vitalidad y capacidad de los pueblos privilegiados, es desviada por ciertas coyunturas históricas y ciertas tendencias ineludibles del sistema imperante, de tal manera que, por ejemplo, un potencial excepcional de pueblos como el alemán (el “más teórico” del mundo, como alguien dijo) o el inglés, se vean compelidos a empresas opresoras e incluso genocidas, debido a una ambición imperial desmedida y falseada por mitos de prepotencia racial, que subestiman las posibilidades de otros pueblos y la necesidad que tienen de aprender de ellos. De esa manera, la capacidad excepcional para el trabajo eficiente y responsable, la organización disciplinada y en equipo, y el estudio y la creatividad del pueblo alemán, resultó puesta al servicio de la siniestra política del nazismo. Sin embargo, después de las dos derrotas en las más grandes guerras de la historia, ese mismo potencial se puso al servicio de la reconstrucción del país y, después de la Segunda Guerra Mundial, al servicio de la rectificación y superación de los desvaríos y errores del pasado, con tal eficiencia y rapidez que al poco tiempo Alemania superaba a sus vencedores en muchos campos de la economía y la cultura. Algo similar sucedió con el pueblo japonés.
Estas aclaraciones respecto a las cualidades sobrevivientes y, por tanto, todavía enriquecedoras de las políticas burguesas contemporáneas y sus respectivos pueblos, son necesarias, no sólo para corregir (así sea esquemáticamente) la tradicional unilateralidad e incluso maniqueísmo, de las diversas concepciones de la izquierda predominante cuando describe y critica las políticas de la burguesía y sin darse cuenta incluye de hecho a los pueblos que esas burguesías gobiernan, condenándolos, sin diferenciarlos, de los manejos de su plutocracia dirigente, sino también para no perder de vista esa herencia preciosa, en la medida en que ella aún vive y puede ser enriquecedora para los pueblos en desarrollo.
41. Al final de las búsquedas de topo de las vanguardias artísticas, de su egocentrismo masturbatorio, de sus lamentables pujos subjetivistas y enfermizos de cambiar el mundo (pero de manera gesticulante y sin comprender la necesidad de modificar sus estructuras) de sus pretensiones afiebradas de excluir por completo la objetividad de la razón, de la ciencia y de la sabiduría pragmática de los hombres que trabajan productivamente (porque ellos aportan – ya sea en el plano material o sensible-intelectual – valores, interrelaciones de carácter psicosocial e histórico con los otros) después de todas esas búsquedas aisladas y enloquecidas por instintos desbocados, el balance de los aportes valiosos que las vanguardias han logrado (muchas veces de manera ocasional por artistas a los que “les sonó la flauta”, o por los que superaron la crisis a tiempo para retomar con más sutileza y complejidad la imprescindible herencia clásica) es bastante desolador, cuando no desemboca en las clínicas y casas de reposo, en la drogadicción o en el suicidio. Sin embargo, hay una excepción muy importante que es el expresionismo, cuya complejidad exige una reflexión aparte muy especial.
No obstante, es preciso también reconocer en ese mundo extraviado y semidelirante de las vanguardias artísticas consagradas, algunas intuiciones críticas dispersas, cuestionadoras del medio filisteo, aunque lo que prima es un individualismo narcisista y las tentaciones de la publicidad y de la fama fácil.
Los artistas de esas primeras vanguardias, cuyos conflictos y aspiraciones fueron profundizados mediante vivencias reflexivas en una coyuntura histórica de crisis, pudieron lograr una creatividad radicalmente autocrítica y crítica y una apertura a la sociabilidad y resultaron los más realizados y fecundos al saber integrar dialécticamente las conquistas más válidas de las vanguardias a una obra integral que involucra lo inconsciente y lo consciente. De esa manera se han ido superando los vicios del vanguardismo, entre los que se destaca una concepción morbosa de la “genialidad” como hipertrofia de las ilusiones sobre los alcances espontáneos de un libertinaje individualista. Pero un representante por antonomasia del genio artístico como lo es Goethe, decía al respecto: “genio es trabajo”. Y trabajo artístico significa saber investigar la realidad y saber elaborar y enriquecer así la inspiración inicial. La afirmación de Goethe implica dos supuestos fundamentales: ante todo, que haya una auténtica vocación artística (en este caso de la palabra) y luego que se considere al arte literario como otra forma de conocimiento, es decir de trascendencia. El vanguardismo (y la terminación en “ismo” insinúa su carácter vicioso) por el contrario, es otra forma de des-conocimiento de la realidad porque se escapa unilateralmente hacia la oscuridad de lo inconsciente y concibe la genialidad como una intuición supuestamente “pura” (léase cuasifisiológica) pretendiendo en consecuencia una especie de “creacionismo” pulsional e irresponsable.
39. En lo que se refiere al arte estamos en una época que produce más textos sobre arte que verdaderas obras de arte. Esta constatación es aún más evidente, si se desecha como creación artística una inmensa cantidad de estafas seudoartísticas que logran sobrevivir como “arte” gracias a que sus autores le saben hacer el juego al esnobismo y a los intereses dominantes y a que saben estar a la moda con habilidad, con cierto buen gusto e incluso con un ingenio refinado. Por el contrario, la verdadera creación artística resulta objetivamente trascendente y de alguna manera, cuestionadora del medio alienante y filisteo predominante, no tanto mediante la crítica conceptual (que de todos modos puede estar integrada a sus imágenes) sino mediante las sugerencias que irradian esas imágenes; en definitiva, por medio del enriquecimiento de la sensibilidad, a diferencia de la simulación de arte, que pervierte y destruye la capacidad de la sensibilidad de asimilar y comprender el mundo. Este tipo de seudoarte, esconde y disimula muy hábilmente su banalidad, valiéndose de oscuras especulaciones (que a veces logran ser superficialmente ingeniosas) y apelando a supuestos e inefables misterios en su concepción, de manera tal que se puedan confundir con las dificultades inherentes a las búsquedas profundas del auténtico arte.
Tal situación, apenas esbozada, se ha hecho tan permanente y arraigada (gracias al fomento de ese tipo de producción por parte de quienes creen lucrarse o favorecer sus intereses anticulturales con ella) que, en la llamada postmodernidad, ya estamos en medio de un mar de confusiones sobre qué es arte. En especial, las nuevas generaciones están abrumadas por un alud de pretendido arte que ostenta las atractivas etiquetas de “revolucionario” y “vanguardista”, que sabe poner en juego escándalos ingeniosos y divertidos, y se vale de espectáculos que utilizan elementos artísticos para distraer, encantar o engatusar. En consecuencia, se ha llegado a una especie de familiaridad respecto a la creación artística, que es casi deportiva por ser demasiado lúdica y temperamental. La comercialización a que presiona el sistema es también factor determinante. Es muy significativo, por ejemplo, que en lugar de una reseña crítica sea frecuente leer en la prensa que un pintor vendió un cuadro por una elevada suma en dólares, y se hacen listas sobre “los libros más vendidos”. De ese modo se está insinuando que si una obra produce tanto dinero, es porque seguramente vale mucho como arte. La dependencia cada vez mayor de los artistas respecto a la publicidad y al periodismo mercenario, ha llegado tan lejos que aquella está deformando una auténtica valoración de las obras y su situación en la historia del arte. Con demasiada frecuencia, se “consagran” artistas a la moda que no dan la medida de calidad para ocupar esas posiciones, pero que desde el punto de vista populista y comercial llegan fácilmente a las masas, tanto burguesas como de la base social. Al mismo tiempo se sugiere que quien triunfa inmediatamente con el gran público y aporta grandes sumas de dinero, es el mejor. La producción cinematográfica, estilo Hollywood, es el ejemplo típico. Este criterio se va afianzando en las nuevas generaciones, tanto más cuanto que es sinónimo de “triunfo” y de bienestar económico. Pero la historia del arte nos enseña que, por el contrario, los grandes artistas figuraron en su época, con mucha frecuencia, como “perdedores”, debido a que las mayorías de hombres prácticos y de filisteos, han dominado casi siempre, y que las obras de calidad se abren paso, en su verdadera comprensión, con mucha dificultad en sociedades tan alienadas y violentas.