Relato sobre el asesinato de Uribe Uribe en el centenario del crimen:
"A golpes de hachuela"
A Golpes de hachuela
Mario Lamo Jiménez
I
Un misterioso hallazgo
Don Fermín, el anticuario, vivía literalmente sepultado bajo montones de libros tan interesantes como ilegibles, cuadros de vírgenes desvanecidas, muebles de circo que hacían equilibrio en tres patas, relojes que marcaban la hora de hace siglos, revistas que se desmoronaban ante el vuelo de una mosca y diez mil cosas más, tan únicas como indescriptibles. Su tienda estaba llena de recovecos inundados de cosas que habían visto mejores tiempos y que ahora estaban recubiertas por capa tras capa de polvo, telarañas vivas, esperanzas muertas o simplemente pedazos de tiempo que no encontraban por dónde salir... aunque a decir verdad, unas cuantas cosas parecían haber envejecido más que otras.
En la última ocasión me había mostrado una larga colección de huesos, que según él, se armaban como un rompecabezas y que correspondían a un cronosaurio, una especie de reptil marino que habitara la zona de Villa Piedra hacía millones de años. Habíamos pasado la tarde armando el rompecabezas, hasta que literalmente nos rompimos la cabeza, ya que los números que marcaban el orden de las piedras se iban cayendo a medida que cogíamos cada piedra, y no podíamos encontrar ya ni el principio ni el final de aquel extraño animal fosilizado, aunque en verdad el orden de los productos no alteraba ya el resultado: no importaba lo que hiciéramos, el animal seguiría igual de muerto y petrificado.
Me alistaba a despedirme, cuando don Fermín, con un gesto cómplice me invitó a pasar al cubículo de los secretos, para mostrarme lo que seguramente sería el mejor guardado de ellos. De un cajón, sacó un objeto envuelto en un terciopelo color borgoña y con cuidado lo depositó en una mesa, no sin antes limpiarle el polvo a la misma minuciosamente con un pañuelo, no fuera a ensuciar el terciopelo. No atiné a preguntarle de qué se trataba, a sabiendas de que la sorpresa sería la mejor respuesta. Como si fuera un clérigo abriendo algún libro sagrado, desdobló las esquinas de la tela, una por una, dejando el último doblez para la gran sorpresa. Prendió un par de luces más de sendas lámparas de telaraña que colgaban del techo y dejó el objeto a la vista en todo su esplendor. Solo que no había esplendor. Ahí estaba, opaca, vencida por los años, el mango rajado por el medio, seguramente reparado con pegante, y en un extremo tenía un agujero del que pendía un simple pedazo de cabuya. No le vi nada de extraordinario como para querer comprarla, tal vez se habría visto bien en un museo de artes y oficios de pueblo, pero nada más…
“¿Parece una hachuela cualquiera, no?”, me dijo sin siquiera levantar la vista de la mesa, y prosiguió. “Se la compré hace dos meses a un anciano anticuario en Bogotá, me dijo que por lo menos hacía cien años que nadie le había puesto la vista encima y que no quería morirse sin que se supiera de qué se trataba”.
Lo miré intrigado, como preguntándome para qué todo ese prefacio de misterio por una sencilla hachuela. Él prosiguió: “Uno nunca sabe la historia que puede haber detrás de un simple objeto, y le juro que en mis años de anticuario, me he encontrando con más de un objeto que llenaría de por sí todo un museo”.
En ese momento, tomó la hachuela con la ayuda del pañuelo, como quien está levantando una pieza de evidencia de la escena de un crimen, entonces alzó la vista, y noté en su boca un rictus de negativo orgullo. “Con esta hachuela, mi querido amigo”, dijo blandiéndola de lado a lado, “le propinaron el golpe mortal al general Rafael Uribe Uribe, un quince de octubre de 1914, justo al frente del Capitolio, y cuando estaba en la cumbre de su vida política”.
Debió haber leído mis ojos de incredulidad, porque de inmediato dijo: “El anticuario también me contó que había hablado personalmente con testigos presenciales del crimen, y que lo que le habían contado no tenía nada qué ver con lo que aparecía en los libros de la historia oficial… los hombres que resultaron arrestados habían sido parte de un complot mayor, ya que personajes en altos cargos del gobierno habían participado directamente en el crimen y hasta uno de ellos había sido el primero en golpear al general en la cabeza con una manopla”.
Diciendo esto, depositó la hachuela en la mesa, volteó la cabeza y estiró la mano hacia un estante para alcanzar uno de sus libros. Una pequeña nube de polvo flotó por la habitación y por un brevísimo lapso de tiempo, perdí de vista a don Fermín. Entonces, en un impulso, decidí tomar la famosa hachuela en mis manos, sin agarrarla con el pañuelo, tal como lo había hecho el anticuario. En ese preciso instante, las lámparas del techo comenzaron a oscilar, y se fueron las luces del recinto. Enseguida, escuché una gran algarabía. No sé de dónde podía haber salido tanta gente; gritos por aquí; silbatos por allá, un hombre me agarraba del brazo e intentaba arrastrarme. Me le zafé como pude; indudablemente se trataba de un atraco, así que salí corriendo hacha en mano, como alma que lleva el diablo, sin siquiera poder ver por dónde iba. Una mujer con voz chillante gritaba a todo pulmón detrás de mí: “¡¡Policía, policía, allá va el otro, agárrenlo que se escapa!!”
II
¿Un complot de chichería?
En la carrera por escaparme, alguien me puso zancadilla y caí de cabeza al piso. Me recuerdo la caída, como en cámara lenta, la hachuela volando por el aire, y yo de picada contra el pavimento. Cuando abro los ojos, veo la hachuela ensangrentada a mi lado y un hombre que se me acerca y me da una gran trompada en la cara. Sentí un hilo de sangre caliente que me resbalaba por la mejilla, y después, el mundo quedó para mí completamente a oscuras.
No sé si pasaron siete minutos, siete horas o siete días, pero cuando me desperté, me estaban sacando de un calabozo para interrogarme. Sentía que la cabeza se me partía en mil pedazos del dolor y veía lucecitas de colores, como si me hubieran metido todo un árbol de Navidad en medio de los ojos.
Un hombre de mediana estatura, vestido en un singular traje de aspecto militar, con cuerpo de luchador de barrio y con cara de malas pulgas, me miró como si estuviera mirando la cucaracha más despreciable de su cocina.
“Señor Leovigildo Galarza”, dijo quien parecía ser el Inspector de Policía, “¿sabe usted por qué está preso? Por si no lo sabe, usted cometió un magnicidio, usted está sindicado por el asesinato del general Uribe Uribe”.
En mi asombro no puede contestar ni una sola palabra. Solo oí la voz del Inspector que continuaba: “Anote, señor Secretario, dice que no sabe por qué fue arrestado, que es carpintero de profesión y neutral en política. Añada, que el Agente de Policía Habacuc Osorio Arias, declaró, abra comillas:
El individuo a quien capturé estaba en actitud de huir hacia la Plaza de Bolívar, pero al ver que me le acercaba, tomó a paso rápido en la dirección
del sur; vestía ruana de color carmelita pardusca y sombrero de fieltro carmelita, vestido oscuro, y calzado. En la mano derecha y asegurada, o pendiente de la muñeca, pendiente de una cabuya, le hallé una hachuela; al írsela a tomar, me opuso resistencia, y tuve que torcerle el brazo hacia atrás para lograr quitársela. Una vez en mis manos la hachuela, observé que estaba llena de sangre. perfectamente fresca.
“Cierre ahora comillas, señor secretario. Señor Galarza, ¿tiene usted algo más qué declarar?”
Me acusaban de un magnicidio… yo, según ellos, ¡era el asesino del General Uribe Uribe! Tenía los labios pegados por falta de saliva, la lengua agarrotada y además me dolía la cara donde me habían asestado el golpe. Solo tres palabras resonaban en mi cabeza, “sangre perfectamente fresca”. No podía creer lo que me estaba pasando… de la sala de un anticuario, a la escena de un crimen, ¡y siendo yo el acusado!
Si les contaba que yo no era parte de ese pasado y que estaba allí por no sé que accidente, seguramente dirían que estaba loco o delirando. ¿Cómo les podría explicar que yo no era Galarza y que mi presente verdadero estaba en el siglo XXI? De repente se me iluminó la mente, ¡tendría cómo probarles que yo no era el tal Leovigildo Galarza ni que tampoco había tenido nada que ver con el asesinato de Uribe Uribe. ¡Solo tenían que ver que yo no estaba vestido como el sospechoso de marras!
“Señor, aaaagente”, empecé a tartamudear, sin poder encontrar las palabras que buscaba.
“Inspector Parra”, dijo el hombre acariciándose su poblado bigote.
“Señor Inspector Parra”, dije para mí. El nombre me sonaba familiar pero no me podía recordar dónde, cuándo ni por qué lo había escuchado.
“Continué, hombre, Galarza”, dijo con parsimonia el inspector. “Varios testigos ya lo identificaron a usted como a uno de los autores materiales del vil, horrendo, cruel, insensible, brutal y bárbaro asesinato del General Rafael Uribe Uribe, diga lo que diga, no se puede hundir más”.
“Señor Inspector Parra”, dije marcando fuertemente cada sílaba, a sabiendas de que estaba a punto de salir del enredo histórico en que me había metido aquella hachuela. “No solamente tengo pruebas de que no soy ningún Galarza, sino que además las tengo puestas. Mire mi ropa, ¿acaso estoy vestido de ruana de color carmelita y de sombrero de fieltro carmelita?”
“El hombre delira, dice que no está vestido, ¡como está vestido!”, dijo el Inspector, sacando un espejito de mano, y plantándomelo frente a la cara…
Lo que vi me causó espanto, ¡ahí estaba yo, metido en la ropa de otro hombre! En ese momento supe que necesitaría un buen abogado… porque si mi memoria no me fallaba, Galarza había sido condenado a una larga pena.
“A ver”, continuó el Inspector, “¿acaso tampoco estuvo usted bebiendo la semana pasada en la chichería Alhambra, con su cómplice Carvajal hasta la una de la mañana, donde planearon el nefasto, horrible y execrable crimen?”, hizo una pausa mientras aspiraba un grueso tabaco que acababa de encender, y prosiguió, asfixiándome casi con el humo. “Anote señor secretario, el acusado pretende estar demente y no saber nada de lo que múltiples testigos ya han declarado, y se atreve a decir, creyéndonos caídos del zarzo que él no es él y que no viste como está vestido, ¡solo falta que diga que tampoco está aquí!”
“Continúo refrescándole la memoria a este infeliz, desalmado, analfabeta y cruel asesino, con lo que reportara su cómplice en crimen, Jesús Carvajal, entonces, anote, señor Secretario:
“Siguieron emborrachándose con la nefasta, insalubre y embrutecedora bebida fermentada en cuencos malolientes y antihigiénicos, hasta que se separaron como a la una y pico de madrugada, y tomó cada uno para su casa: después de haberse separado de otros amigos, con los que estuvieron bailando, hombre con hombre, ya que no había damas presentes.
“Escriba esto, que sigue al pie de la letra, sin saltarse ni una coma:
Jesús Carvajal y Leovigildo Galarza trataron de lo difícil que era para conseguir trabajo, porque en el Ministerio de Obras Públicas no ocupaban sino a los denominados “bloquistas”, y rechazaban a los liberales que antes habían votado como republicanos y dijeron que el de la culpa de eso era del General Uribe Uribe, porque el se había inventado el Bloque; y dijeron también que en vez de morirse de hambre en esta tierra, en donde no se conseguía trabajo, ni el trabajo valía nada, era necesario castigar al General Uribe Uribe; que al efecto convinieron en que se encontrarían al día siguiente (el 15), a las ocho de la mañana, en la carpintería que tenía Galarza en la calle 9ª, para acordar la manera de llevar a cabo el propósito”.
“¿Tiene el acusado, este demente, miserable y peligroso antisocial algo que añadir a lo ya recontado, probado y requeteprobado?”
“Inspector, Parra”, me atreví a terciar, “¿no se supone que usted debería permanecer neutral, atenerse solo a los hechos y no insultar descaradamente al señor Galarza, como usted lo ha venido haciendo?”
El Inspector me lanzó otra bocanada de humo en la cara, me miró como si no existiera, su cara se enrojeció como un tomate, y dirigiéndose al secretario, más que exclamar, aulló:
“Anote, secretario, el acusado ahora se refiere a sí mismo en tercera persona, fingiendo demencia como consecuencia del delirius trémens debido a la abstención de la chicha por más de 24 horas. Pero, continuemos con el recuento de los hechos: Siendo más o menos las once y media de la mañana, salieron los antes descritos, Carvajal y Galarza, llevando cada uno su hachuela debajo de la ruana, y se dirigieron hacia la casa del General Uribe a buscarlo para matarlo, como habían convenido; que en una tienda de la esquina de arriba de la casa del General Uribe se estuvieron tomando cerveza y esperando a que éste saliera, pues que suponían que ya había llegado a almorzar; se bajaron luego hasta el portón de El Noviciado, como a la una, y se pusieron a esperar a que el General saliera de la casa; y a poco rato pasó el General, y ellos salieron detrás de él, yendo Carvajal a su espalda como a cuatro o cinco metros de distancia, y Galarza al lado por la mitad de la calle…
El Inspector hizo una pausa, mientras rebuscaba entre sus papeles alguna cita perdida… en ese instante me recordé las palabras del anticuario, justo antes de que yo le echara mano a la hachuela, acerca del complot para asesinar a Uribe Uribe, y del alto personaje que había golpeado al general… ¿podría ese detalle salvarme? Entonces aproveché para preguntar con osadía:
“Usted ya ha hablado de la participación de Galarza y de Carvajal en el crimen y de las hachuelas homicidas, ¿pero qué de aquel alto personaje que atacó primero al general con una manopla, acaso no hubo testigos de ello?”
El Inspector Parra me miró con ojos de fuego. “¿Para qué sigue repitiendo eso? Oiga y entienda que la historia ya está escrita, los únicos asesinos fueron usted y Carvajal? ¿Por qué quiere inmiscuir a nadie más en este crimen?”
Definitivamente no tenía respuesta para esa pregunta. No sabía nada del crimen que pudiera ayudarme en esos momentos, fuera de lo que me había dicho el anticuario segundos antes de que yo…
El Inspector le hizo un gesto al agente que estaba presente, el cual me agarró de un brazo y me arrojó de nuevo en el oscuro calabozo… Sentí un sudor frío por todo el cuerpo, cerré los ojos, esperando que todo aquello solo fuera una cruel pesadilla… entonces me sentí desvanecer. Cuando volví en mí, ahí estaba, de nuevo donde mi amigo el anticuario, quien había alcanzado un libro antiguo del estante polvoriento y se alistaba a mostrármelo.
III
Del anaquel de antigüedades
“De no ser por este libro”, dijo don Fermín, “la historia del complot hubiera quedado sepultada para la historia”. Levantó la vista y me debió ver una palidez de fantasma, ya que prosiguió: “pero, hombre Eusebio, ¿se siente mal? ¡Siéntese! ¿Le provoca un cafecito? ¡Rosario!, ¿puede traernos dos tintos? Como le venía diciendo, sin este libro nunca hubiéramos sabido que Galarza y Carvajal solo fueron peones de ese crimen y que el fiscal del caso solo sirvió como encubridor de los autores intelectuales de este magnicidio, que por ningún motivo fueron un par de humildes artesanos…”
En ese preciso instante entró Rosario con un tinto caliente en aguapanela, y con el primer sorbo sentí que me volvía el alma al cuerpo… el cerebro me daba vueltas en diez mil direcciones, ¿estaba yo viajando al pasado para esclarecer un crimen?, ¿qué propiedades mágicas podría tener esa hachuela?, ¿me estaba imaginando todo aquello?, ¿me estaría acaso enloqueciendo?
“Lo que es más”, continuó don Fermín, “si usted lee este testimonio, caerá en cuenta de que la Plaza de Bolívar fue un gigantesco escenario, un escenario teatral y un escenario de un crimen, donde criminales y testigos compartían el mismo guión, el cual quedó registrado exactamente al revés en los libros de historia… y que de no haber sido por los testigos que no formaban parte del rodaje, nunca habríamos sabido en verdad lo que de veras sucedió…”
Tras estas palabras, metí una mano en el bolsillo de mi chaqueta para sacar mi libreta, ¡tenía que escribir todo esto! En vez de libreta, sentí el filo agudo de la hachuela del crimen… y escuché una voz:
“Leovigildo”, me dijo el hombre que tenía al frente, “no se me vaya a correr en el último momento, porque ya estamos comprometidos en esto. Tómese otra chicha para que pierda el miedo”.
Miré al hombre que me tendía el totumado de chicha efervescente. No lo conocía, pero de inmediato supe quién era: ¡“Mi cómplice”, Jesús Carvajal! Podría haber sido más o menos de mi edad, de bigote, moreno, un poco más bajo que yo, vestido de ruana y sombrero blanco de ala ancha, parecía ya bastante tomado en lo que a mí me parecía ser la mañana del crimen.
Le recibí la totuma y tomé lentamente un sorbo. Carvajal miraba obsesivamente la hachuela que tenía sobre la mesa y empezó a darle vueltas acostada, como quien hace girar un trompo. Decidí seguirle la corriente…
“Siempre podríamos decir que nos descubrieron y que no queremos seguir con este enredo…”
Carvajal soltó una risa nerviosa y apuró de una vez media totumada de chicha.
“¿Está usted loco?”, me preguntó blandiendo la hachuela. “¿Cómo nos pueden haber descubierto si ellos mismos lo planearon?”
Volví a sentir la hachuela en el bolsillo de mi chaqueta, definitivamente no iba a ser cómplice de este crimen…
“Ellos… quiénes son ‘ellos’”, le pregunté a Carvajal apurando un trago largo de chicha que se me quedó enredado en la garganta.
En ese instante noté que cerca de la puerta de la chichería había un policía, en actitud vigilante.
“De eso no se puede hablar aquí”, me contestó Carvajal. “Ya nos prometieron que la condena sería corta y que nuestras familias dejarían de pasar hambre. Además, ese hombre está sentenciado, si no lo matamos nosotros, ¡otros lo matarán de todas maneras!”
Vi que los ojos de Carvajal estaban inyectados de sangre… y supe que nunca podría disuadirlo de que cometiera el crimen. Entonces me armé de valor. “¿A qué horas lo vamos a matar?”, le pregunté.
“¿Usted es pendejo, o es que se está haciendo?”, me dijo con un gesto de disgusto. “Todavía falta una semana, pero todo ya está arreglado, ellos llevan planeando esto hace meses: los testigos que nos protegerán, los policías que no impedirán el asesinato, los escoltas de mi General Correa que estarán presentes en la plaza para que todo salga como fue planeado… como será que hasta escuché que algún imprudente le mandó una cara avisándole al General de su propia muerte, ¡por suerte no lo creyó!”…
En ese instante, Carvajal se levantó de la mesa y fue a lo que parecía un orinal, que quedaba en medio del establecimiento, el cual solo estaba tapado de por medio con un pedazo de tabla. Mientras escuchaba el agua correr, me metí la mano al bolsillo, y al lado de la hachuela, encontré mi libreta… Entonces, se me vino una idea a la mente, ¿y si le pudiera enviar una nota al general Uribe advirtiéndole de lo que iba a pasar en una semana? Saqué la libreta apresuradamente y me dispuse a escribir la nota…
Alcancé a escribir, “general Uribe, el quince de octubre habrá un atentado contra su vida”…
No acaba de garabatear esas palabras en la hoja, cuando los efectos de la chicha me hicieron sentir mareado, y la vista se me puso borrosa, por un segundo no supe dónde estaba, hasta que escuché una voz que me decía: “¿Te encuentras bien?”… levanté la vista, y para mi sorpresa, vi a don Fermín que me miraba con cara de preocupación. “Por un momento pensé que te había dado un soponcio, porque te quedaste como pasmado, ¿será que te tomas otro Brandy?”, dijo sirviéndome en una copa que estaba mi lado.
Todavía sentía el sabor a chicha que me quemaba la boca… Y, ¿si le contara a don Fermín lo que había acabado de pasar? ¿Me creería, o creería que yo estaba loco? Decidí no decirle nada, ya que ni yo mismo sabía lo que me estaba pasando. Decidí tomarme el Brandy para bajar la chicha.
“Ya me siento mejor, gracias, don Fermín, ¿por dónde íbamos?”
IV
La escena del crimen
“Como te iba diciendo”, dijo don Fermín, sosteniendo en una mano el grueso volumen, “si no fuera por este libro, la historia del complot hubiera quedado enterrada para siempre. Escucha esto que te voy a leer, hubiera sido una conspiración maestra, hasta donde los testigos del asesinato habían sido plantados en la escena del crimen por los autores intelectuales, de no haber sido por ciertos testigos que no pudieron controlar, pero que sus testimonios se encargaron de eliminar”… Diciendo esto, se caló sus gafas de gruesos vidrios y marcos de carey, y abrió el libro en una página que tenía cuidadosamente marcada…
“Situémonos en el momento mismo del crimen… Jesús Carvajal está parado en la esquina que forma el edificio de San Bartolomé, y por esa calle avanza un hombre de botines de charol que le dice a Carvajal:…”
"Allá viene el General Uribe".
“¿Podría repetir eso, don Fermín?”
“¿Don Fermín, cuál don Fermín? ¿No escuchaste lo que nos dijo el jefe? Ese tipo de sombrero que viene calle debajo es el General Uribe.“
Allí estaba yo, con una hachuela debajo de la ruana que llevaba puesta y a pocos minutos de ser cómplice de un espantoso crimen… en ese preciso momento,
un sujeto vestido de cachaco, con saco negro y sombrero de media calabaza, atacó al General con lo que parecía ser una manopla; y distinguí perfectamente que tenía bigote negro; este individuo volvió al Sur por la misma Calle de la Carrera...
Entonces escuché a una mujer que gritaba:
"¡Auxilio que lo desnucaron...!“
Lo que siguió fue como un remolino… Carvajal, que poco antes le había cedido al paso al general, se le vino encima y le descargó la hachuela en la cara de manera violenta e inusitada… de nuevo, el chorro de sangre por el pavimento; los gritos que parecían salir de repente de todas las esquinas; el carrerón de aquel misterioso hombre que le propinó el primer golpe… Vi cómo el general se trataba de tapar la herida con las manos, como para contener la vida que se le escapaba entre los dedos… Carvajal me hizo señas de que era mi turno, mientras se alejaba calle abajo y se encontraba de nuevo con el hombre que le anunció que el General venía calle arriba… avancé como un zombi, sintiendo el mango de la hachuela húmedo y pegajoso por mi propio sudor… pero, yo no era Carvajal, no permitiría que él levantara el hacha para completar el horrendo crimen, y aún así sentía en mi mente sus pensamientos, “hay que acabar el trabajo, el Padre Berenstein y el Director de la Policía ya nos dijeron que no nos pasaría nada, que nuestras familias vivirían mejor… que teníamos que decir que lo matábamos por traidor, por haberse vuelto godo…” Como en una película en blanco y negro, vi al General luchando por su vida, tratando de taparse las heridas con las manos, escuche los gritos de "¡Señor Agente!, ¡Señor Agente!,", gritos que nadie parecía escuchar, una voz de mujer que exclamaba: "Allá va el otro, cójanlo", más allá se escuchaba: "¡Un policía! ¡Un policía!, matan al General Uribe", “¡Asesinos! “Prendan a ese hombre que ha asesinado al General Uribe”… después vino un repentino silencio y la pantalla se puso completamente negra. Me soñé que estaba en un bosque de árboles pintados en paredes que lanzaban carcajadas, picoteados por pájaros con picos de fierro... Cuando me desperté supe que Galarza y Carvajal habían cumplido con su misión.… estaba de nuevo en aquella celda oscura, y alguien leía en otro recinto con voz monótona… ¡la autopsia del General!
“Hombre de talla de un metro con setenta y ocho centímetros, muy conformado y desarrollado, en aparente la lividez de los tegumentos por la hemorragia que sufrió. En la cara, al nivel del surco orbitario inferior izquierdo, hay una herida de dirección transversal, de cuatro centímetros de longitud que interesa la piel y parte de los tejidos blandos, y tiene los caracteres de la herida practicada con instrumento cortante. Sobre la región frontal izquierda, hay una herida de dirección transversal, de cuatro centímetros de longitud que interesa la piel y parte de los tejidos blandos, y tiene los caracteres de herida practicada con instrumento cortante. Sobre la región frontal izquierda se encuentra una erosión de la piel con equimosis, de forma circular y de un diámetro de tres centímetros, esta lesión es causada con cuerpo contundente. En la región malar derecha hay una herida de piel de centímetro y medio de diámetro, causada con cuerpo contundente, y una lesión semejante en la mejilla derecha. En el dorso de la nariz se encuentra una erosión de la piel, de un centímetro de longitud, causada con cuerpo contundente. En la cabeza, la región parietal anterior derecha, se encuentra una herida del cuero cabelludo, de dirección transversal, que mide doce centímetros de longitud, es ligeramente curva y se extiende desde tres centímetros del parietal izquierdo, sobre la región parietal derecha, tiene dos puntos de sutura sobre la extremidad derecha y según se nos informó por los señores cirujanos que practicaron la primera curación, esta herida fue ensanchada por ellos, por indicación quirúrgica. En la parte abierta de la herida se encuentra un tapón de gasa, quitada la cual se observa la herida, se encontró que la lesión, causada con instrumento cortante y contundente, interesó el cuello cabelludo, fracturó el parietal derecho, produciendo el desprendimiento de un segmento del hueso, abrió las meningias en una extensión de cuatro centímetros y penetró en la masa cerebral”.
Todo había sido consumado… y sin siquiera pensarlo, supe que lo que había presenciado, más que un asesinato, era un sacrificio, un negro ritual de espíritus enfermizos que querían destruir al hombre, volviendo pedazos su cerebro para tratar de destruir sus ideas, como diciéndole: “Lo que usted piensa no es aceptable en este país, derramaremos sus ideales por el piso junto a su cerebro, justo al Frente del Capitolio Nacional”…
V
Los conspiradores
Era un hombre menudo, de gafas redondas, impecablemente vestido. Desde que lo vi me pareció diferente al resto de mis interrogadores, que parecían más interesados en poner en mis labios lo que ellos querían que yo dijera… con los otros hombres me sentía exactamente como la marioneta que debió haber sido Galarza, en manos de gentes poderosas que lo habían utilizado para sus nefastos fines.
“Señor Galarza, mi nombre es Marco T. Anzola, estoy asesorando a la familia del General asesinado en el juicio que se lleva en su contra y tengo algunas preguntas para hacerle”.
Él se sentaba en un escritorio, a mí me arrimaron una incómoda silla. Me miraba con curiosidad y consultaba un pliego de notas, tan grande como un directorio. Tal vez fuera mi oportunidad de decir algo substancial que cambiara el curso de la historia… pero, ¿cómo podría yo hacerlo si la historia ya había sido escrita?
Mi mudez le debió parecer cercana a la estupidez.
“Señor Galarza” comenzó el abogado. “¿Puede escribir lo que le voy a dictar a continuación?”
“Sí, sé escribir, ¿qué me quiere dictar”, dije vacilante.
Me extendió una hoja de papel en blanco y un lápiz. “Es una nota corta, queremos saber cómo escribe usted. ¿Esta listo?” Y empezó a dictar lentamente
“Mi pensado Jesús. Ésta es con el fin de saludarte en unión de Eduardo Rosa, que al recibo de ésta te encuentres en perfecta salud. Ahora te manifestaré lo siguiente, recibí tu cartica de fecha 22 de julio por no haber ido al correo, motivo a que anteriormente fui, y me habían dicho que no había carta.”
Copié palabra por palabra lo que el abogado me dictaba. Puse el punto final y le entregué lo escrito, sin volverlo a revisar. Él miró la nota por unos segundos, hizo un gesto para mí indescifrable y me la devolvió. “¿Puede escribir su nombre al final?
Fui a firmar, y para mi sorpresa, esa letra, no se parecía en nada a mi letra, y, ¡así era como leía la carta!:
“Mi pensado Jesús Esta es con el fin de saludarte en unión de Eduardo Rosa que al recibo de esta te encuentres en perfecta salud aora te manifíestare lo sigiente rrecibi tu cartica de fecha 22 de julio por no aber ido al correo,, motibo aque anterior mente fui ime abian dicho que no abia carta.”
Puesta la firma, el abogado le dio una última mirada a la nota, la dobló con cuidado y la incluyó con los papeles que guardaba. Del cartapacio, sacó un documento más y me preguntó si se lo podía leer en voz alta.
Procedí a leerlo vacilantemente, con una voz que no era mi voz…
"Señor General Uribe:
No dudamos que en estos momentos ya habrá tenido conocimiento de la justa indignación que ha producido en la parte trabajadora de esta ciudad, la manera como se ha constituido el Ministerio que se inicia hoy. El interés, la buena fe, la confianza con que fue acogida por los. liberales la candidatura Concha, lanzada por usted General, no puede dar resultados tan sangrientos como los que vemos hoy, y creemos prudente poner en conocimiento de usted que sobre alguien cargaremos la mano para desahogar el corazón!"
"Rafael Uribe Uribe:
Le prevenimos que si usted no explica de manera satisfactoria la participación que ha tomado en el nombramiento del Gabinete Concha; es decir, sin dejar lugar a creer que usted ha sacrificado miserablemente el partido liberal, sus días serán cortísimos.
ARTESANOS"
Era una amenaza de muerte para el General, escrita, obviamente por una persona culta, no por un par de artesanos que no manejaban el idioma escrito, como yo mismo lo acaba de demostrar… y además, se tomaba la vocería de la “clase trabajadora”, indudablemente para justificar el crimen. Entendí plenamente lo que estaba haciendo el abogado, recopilando pruebas para mostrar que los artesanos habían sido el instrumento, pero que los cerebros del crimen habían sido otros.
Tengo unas preguntas más para usted, dijo el abogado. Empecé a escuchar las preguntas como un eco en el fondo de mi cerebro… sabía que mi respuesta era “sí” a todo, pero por algún motivo parecía tener la lengua pegada al paladar y no pude pronunciar palabra…
“¿Estuvo usted con el General Pedro León Acosta en un paseo al Salto del Tequendama en la segunda semana de octubre, con otros artesanos, incluido Jesús Carvajal?”
“¿La noche del trece de octubre, a las diez de la noche, estuvo en el Colegio de San Bartolomé en compañía del mismo General?”
“¿Recibió usted dinero en efectivo de personas del gobierno para cometer el crimen?”
“¿Escuchó algunas de las pláticas del padre jesuita Rufino Bereistain, donde se expresaba en términos injuriosos contra el General Uribe, postrando el alma de éste y diciendo que debía estar en los profundos infiernos y otras frases semejantes?”
Se me vinieron imágenes a la mente, que no eran mías, de coches tirados por caballos que nos esperaban para llevarnos de paseo al Salto, las miradas zalameras de quien debía ser el general Pedro León Acosta, hablándonos a Carvajal y a mí de cómo pasaríamos a la historia, librando al país de un ateo liberal que pretendía llevar a los socialistas liberales al poder, acabando con la patria, con la iglesia y con la familia… después, la visión de una casona que miraba al Salto del Tequendama, donde nos trataron más que como a unos simples artesanos, como invitados de honor a la cena de celebración de una muerte… Me veo entrando al Colegio de San Bartolomé, en medio de la noche, acompañado por un hombre vestido de General y, siento que la muerte misma me aguarda en este claustro… De repente, veo a un cura, que por el acento sé que es español, quien habla vehemente contra el General Uribe, está en un recinto religioso, donde está también un gran número de miembros del cuerpo de policía… y el que parece ser el mismo General de la visita a San Bartolomé y al Salto… lo veo con la mano en el mentón y respondiendo afirmativamente a todos los denuestos que hace el cura contra el General Uribe… finalmente, estoy sintiendo mis bolsillos llenos de billetes y comprando un par de trajes elegantes en un almacén de lujo, mirándome de cuerpo entero en el espejo y pensando, “por fin servirá ese tal General para algo”… La escena se oscurece y no sé si estoy de nuevo en el calabozo… solo sé que tengo un espantoso dolor de cabeza…
VI
La agonía
“Hay que aplicarle una gruesa capa de algodón aséptico y comprimirlo fuertemente”.
“Parece que hemos contenido la hemorragia”.
Siento que la cabeza se me va a partir en mil pedazos, me muevo de a un lado y a otro, me llevo las manos a la frente y trato de incorporarme.
No entiendo lo que me pasa, estoy en una cama y por lo poco que alcanzo a ver, sábanas, colchas, almohadas, todo lo que rodea, se encuentra teñido de escarlata. En uno de esos momentos me enderezo sobre el lecho, como buscando algo con las manos… una de esas personas que no puedo ver ni sé qué hace ahí, me lee el pensamiento y me alarga un vaso de noche. Después de eso, me pongo en pie, las manos me tiemblan y tambaleo. Estoy a punto de caer. Como salidos de la nada, algunos de los circunstantes me agarran de los brazos y me colocan nuevamente en el lecho, con los brazos a lo largo del cuerpo.
Escucho una voz que dice: “Está en estado sincopal”.
De repente, caigo en cuenta de que ya no soy Galarza… ¡ahora soy el General Uribe Uribe, agonizando en el lecho de su propia casa! Trato de explicar a los que me rodean que este fue un crimen de estado, que el atentado fue planeado por generales, curas jesuitas y políticos conservadores, pero solo logro pronunciar monosílabos, frases inconexas, proposiciones sueltas, sin sentido completo.
Una voz dice: “Su cadena de raciocinio es normal pero ha sido rota y solo se muestran aislados eslabones”.
Formo en mi cabeza la oración más coherente que sirva de testimonio histórico del crimen. Sé que esta vez sí lograré comunicarme. Haciendo un gran esfuerzo, logro decir:
“¡Pero, hombre…!”, “¡Sí, pues….!”, “¿Qué es esto?”, “¡Déjenme!”.
Miro, sin ver a los que me rodean, sé que hay numerosas personas atendiéndome, pero con los ojos abiertos, ahora estoy en la oscuridad total.
Me estiro en el lecho, después de un transitorio desmayo, sigo con los ojos cerrados, ya que sé que abrirlos no hace ninguna diferencia. Siento como si un percherón me cabalgara en la cabeza. Recuerdo aquella batalla de 1876, cuando una bala me penetrara la rodilla, peleando contra los conservadores antioqueños que invadían el Cauca, ¡solo tenía 17 años! El dolor de aquel entonces era como el pinchazo de una aguja, comparado con esa bala de cañón que sentía en la cabeza.
De repente, abro los ojos, y estoy de nuevo en medio de la calle, frente al Capitolio, veo a Carvajal empuñando el hacha, el hombre me lanza el hachazo con fuerza a un lado de la cabeza, en un ángulo, como quien va a derribar un árbol, siento que me ha partido el cráneo… cierro los ojos y escucho la voz de los doctores, de nuevo en mi habitación.
“Taponemos con gasas la herida”.
“Envolvámosle la cabeza en vendajes de urgencia”.
“¡El pulso le aumenta en rapidez!”.
Oigo las voces como un eco, pero yo ya no estoy allí, estoy en la Guerra de 1885, luciendo mis recién adquiridos galones de Coronel. Estoy en el combate de Ciparra, ¡Yo soy el único líder que queda, todas nuestras demás fuerzas se han rendido o retirado”. Trato de ordenar el combate y empiezo a dar órdenes.
“¡Uh…uuuh!”… “Informes del Estado Mayor…”, “Por el orden de los acontecimientos… se deduce… seguido…”, “Yo creo, señor Presidente…”.
Siento una gran sed, un soldado me pregunta que si quiero trozos de hielo o agua con Brandy, pero yo le contesto con voz fuerte y bien timbrada:
“Agua pura para calmar la sed…”.
Solo que el campo de batalla es el de mi propio lecho de muerte y el soldado es uno de los médicos que me atiende.
La escena se me confunde, porque ahora escucho la voz de don Fermín, quien sentado en su poltrona de anticuario, me lee un aparte de su empolvado libro:
“Entretanto la multitud había invadido la casa y las calles adyacentes. Guardias a la entrada, guardias en la escalera y centinelas a las puertas del cuarto del herido, impedían la afluencia de gentes que, no obstante tales medidas, colmaban las habitaciones. El patio de la casa se hallaba lleno de hombres del pueblo; en la calle se apretujaba la multitud conmovida y nerviosa y de tiempo en tiempo surgía gritos de ¡viva el general Rafael Uribe Uribe!, que contestaban las turbas a lo lejos.”
Inmediatamente, escucho la multitud que se agolpa en mi casa, lanzándome vivas, y por mi mente transcurren episodios sangrientos de batallas, como los que viera durante la Guerra de los Mil Días… solo veo campos sembrados de muerte y sangre que corre por las venas de la tierra… entiendo perfectamente por qué abandoné la guerra, pero también entiendo que los partidarios de la guerra preferían verme muerto antes que vivir en paz… son criaturas que han manejado el país de guerra en guerra, de muerte en muerte… la paz para ellos sería el fin de su existencia…
Sé que se me está yendo el alma del cuerpo y grito con las pocas fuerzas que me quedan por dentro: “¡Tulia! ¡Tulia!”.
Un doctor exclama: “¡Mejor no llamar a la pobre señora, ya que se está muriendo de dolor en una alcoba apartada!”
Pero, no le hicieron caso, y de pronto, siento como entra por un momento mi esposa, loca de pena, ahogada por las lágrimas, se arrodilla a mi lado y con voz acongojada me dice:
“¡Hijo querido, aquí estoy! ¡Yo soy! ¿Cómo te sientes? ¿Qué deseas?”
No puedo pronunciar palabra, siento que me estoy muriendo, y si los médicos no pueden salvarme, muchos menos me puedo salvar a mí mismo. Oigo una voz que me sale por dentro que responde:
“¡¡Yo que voy a saber!!”.
Los doctores retiran discretamente a mi esposa del cuarto.
Oigo unas voces que provienen de una galería, como si fueran un coro griego, recitando religiosamente la medicinas del momento:
“Tres mil gramos de suero en inyecciones subcutáneas e intravenosas: inyecciones macizas de aceite alcanforado, cafeína, estricnina, pituitrina, agua con Brandy”.
No sé si me están ya momificando o tratándome de mantener vivo con cafeína y Brandy. Oigo que alguien dice que me están aplicando más gasas sobre el cerebro, y empiezo a convulsionar, siento que me agarran entre cinco personas, no sé si es para que no me caiga de la cama o para que mis convulsiones no sean tan fuertes, pero el soplo de vida que me queda por dentro, cada vez es más leve. Hilillos de sangre se me escapan por la nariz, me empieza un sudor frío y de nuevo estoy en el campo de batalla, me duelen todas las heridas de los cien mil muertos de la Guerra de los Mil Días… yo pensaba que acabando con los conservadores se acabaría al violencia en el país, que en tres meses de guerra los derrotaría… solo al final de la guerra me di cuenta de la inutilidad de la guerra…
“Hay una multitud que colma la Plaza de Bolívar”…
“Están a la espera de que demos la noticia del fallecimiento del General”..,
“Los funerales serán en la Catedral Primada”…
Son voces como ecos lejanos que me persiguen en mi delirio. Cerca de las dos de la mañana me invade una angustia inenarrable y grito tan recio que pudieron oírme desde apartadas alcobas de la casa: “¡Lo último! ¡Lo último!…¡Lo último!”.
Escucho una vez más la voz de don Fermín, quien continúa leyendo de las últimas páginas de su grueso libro:
“El General ya estaba muerto, envuelto en sábanas, limpio de sangre, con la cabeza ceñida por blancas telas, en un su ataúd y entre blandones. En una rincón unas Hermanas de la Caridad estaban orando en voz baja; la multitud rompía en sollozos, y muchos de sus amigos, lloraban, abiertas las ventanas, y como si quisieran desahogar sus pulmones en el aire de la noche.”
VII
Epílogo
Abro los ojos, y ahí estoy de nuevo, en la sala de don Fermín, quien cierra con cuidado el libro del que me había estado leyendo y sin preguntar, nos sirve sendas copas de Brandy. Miro la mesita donde reposa la hachuela, pero ahora la veo con otros ojos… una parte importante de nuestra historia que se hallaba sin contar se encontraba depositada en su memoria, y se tuvo que desbordar en la mía, como si una extraña ley del universo tuviera que regar por el presente todo aquello que se había quedado contenido en el pasado.
No trato de darle explicación a todo aquello que acabo de vivir. Por el momento, solo saboreo el Brandy… y con la primera gota que pruebo, contemplo una vez más la agonía del General, y pienso en aquel brutal ritual de sacrificio…
Don Fermín me mira con cara de intriga…
“Veo que te conmovió esta historia”, me dice a la vez que envuelve con cuidado la hachuela en su terciopelo borgoña.
“Lo que no vas a creer”, me dice don Fermín pausadamente, “es que el mismo anticuario me vendió también, lo que según él, es el maletín que contiene los escritos y objetos personales del General Uribe Uribe”. Diciendo esto se para en un banquito, y de la parte de arriba de un mueble, baja un maletín de cuero cuarteado, donde a duras penas se alcanzan a divisar las iniciales RUU, escritas en letras doradas… entonces, don Fermín parece perder el equilibrio, y para sostenerse de una baranda, suelta el maletín, el cual, sin yo quererlo, viene a parar a mis manos…
Sostengo el maletín con firmeza y cuando miro hacia atrás, veo que me encuentro en una estación de tren, listo a abordar uno de los vagones.
“Coronel Uribe”, me dice un militar con galones de teniente, “este es el tren que nos llevará a la última batalla”.
No le contesto nada. Sé que ya peleé mi última batalla muchas veces. ¡Cuántas veces no fui derrotado en el campo de batalla! Cuando iba a pelear la batalla que sí podía ganar, la política, entonces me asesinaron… porque en Colombia la única paz que conocíamos era la guerra.
Abordo el tren, con la esperanza de que esta vez sí pueda cambiar la historia.