Siempre había escuchado de boca de su abuela cuentos de animales fantásticos y por muchos años creyó que en realidad existían. Cuando supo la triste verdad, se sintió decepcionado: sólo existían en la imaginación, y fuera de ella carecían de alma. Por eso, cuando vio aquel cuerpo extraño tirado en la playa, primero pensó que era un animal marino que había llegado a morir en la arena.
Allí mismo había escuchado relatos de pescadores que aseguraban haber visto animales fantásticos, pero nunca nadie había traído ninguno de muestra, de modo que, ¿cómo saber si aquellos animales sólo eran producto de la imaginación de seres confusos o adormilados? Esta era la oportunidad de su vida para comprobar la veracidad de aquellas fabulosas historias.
Se deslizó lentamente por la arena y con un zigzaguear silencioso se aproximó al cuerpo dormido. Cuando lo vio de cerca, contuvo la respiración, sus ojos se abrieron como dos lunas y su piel se erizó al contemplar aquel ser, para su asombro, casi calcado de uno de sus cuentos infantiles.
Olió su piel lisa de color canela y carente de escamas y supo de inmediato que no era un animal marino. Contó uno por uno sus veinte miembros diminutos provistos de afiladas agujas y observó los siete orificios de su cara. Con asombro contempló un órgano rojo y húmedo que se asomó brevemente por uno de aquellos orificios.
Armándose de valor, decidió tocar suavemente la piel de aquel animal extraño para tratar de despertarlo. Estiró una de sus aletas y rozó una extremidad del ser dormido. Al sentir que alguien le tocaba una mano, la niña que reposaba en la playa, se despertó y vio ante sí un animal con cuerpo de culebra, aletas de pescado, cabeza de iguana y con un gran par de ojos que la miraban fijamente.
En ese momento la niña y el ser extraordinario tuvieron la certeza de que los animales fantásticos de los cuentos de sus abuelas en verdad existían. |