
No sé por que, pero súbitamente me llegó esta revelación: Morirse es uno de los mejores negocios que existe. Imagínense todo el dinero que uno ahorra solo con irse de este mundo. No más cuentas de teléfono, no más pagos de tarjetas de crédito ni de hipotecas ni de intereses, no más propinas ni pagos a mendigos, bancos, restaurantes, peleterías, tintorerías… no más regalos cursis por el día de los enamorados, el día del árbol, el día del perro, el día de la vitamina C, ¡la muerte es la mejor promoción que puede encontrar uno en la vida!
Una vez iluminado por este descubrimiento, decidí que ayudaría a los mayas con sus predicciones del fin del mundo: ¡el fin de mi mundo! No me iba a sentar pasivamente a esperar a que el mundo se acabara el 21 de diciembre de bla, bla, bla, porque bla, bla, bla, ¡no señor! Cualquier profecía para que sea seria, hay que creer en ella o estamos jodidos. Fue así que lo primero que hice fue renunciar a mi trabajo. Llegué a mi oficina como todos los días, el edifico me parecía más gris y mi trabajo más odioso que nunca. Lo primero que hice fue cantarle unas cuantas verdades al jefe. Le digo: “Gordiflón del infierno, usted no solamente es mal jefe sino que lo nombraron aquí por influencias, y todo el mundo sabe que se está comiendo hasta a la de los tintos. Puede quedarse con su trabajo de mierda porque este es mi último día de trabajo. Mejor dicho, ¡mi último segundo!”
Acto segundo le lancé un avioncito de papel en la cara con mi carta de renuncia. De salida se lo pedí a una secretaria pintorrejeada que siempre me hacía caritas y apenas tuve tiempo de evadir un pesado libro de cuentas que me arrojó para tratar de sacarme más rápido de este mundo. “Solo quería ver su reacción, porque no me acostaría con usted aunque fuera la última fiera enjaulada que quedara en este planeta”, le dije y salí muy orondo y contento ascensor abajo.
Por fin era un hombre absolutamente libre, ya no tendría que marcar tarjeta ni preocuparme de que hubiera suficiente dinero en el banco a fin de mes para pagar las cuentas. Ah, sí el banco. Ya verían los del banco que por haberme robado con sus intereses más que leoninos, elefantinos, de verdad la pagarían. Fue así que me metí en la sucursal más cercana y pedí el préstamo más grande que me pudieran dar, lo cual me dejaría endeudado hasta el año 2043 pagando siete veces lo recibido. Me entregaron el préstamo en fajos de billetes de cien dólares que parecían recién hechecitos. Hasta daba gusto olerlos con su aroma a tinta fresca y con la foto de Franklin haciendo una mueca de “se jodieron por huevones”.
Me dieron una bolsa grande para transportar mi carga y a la salida me trepé por un puente peatonal que cruzaba la calle y desde allí comencé a lanzar billetes como loco. Parecían verdes mariposas bailando al ritmo de Vivaldi y aterrizando encima de carros y transeúntes o simplemente volando calle abajo. En menos de un minuto comenzó un trancón y la gente se empezó a pelear como fieras para apoderase del botín. Venerables ancianas rompían cabezas a bastonazos y un hombre en silla de ruedas eléctrica atropellaba transeúntes arrancándoles de paso los billetes que habían logrado capturar. Pronto empezaron los choques de autos y en uno de ellos se desató un incendio. Un humo negro empezó a llenar el cielo azul mientras yo seguía lanzando billetes sin que nadie se percatara de dónde provenía su regalo del cielo.
La noticia de los billetes voladores voló más rápido que los billetes mismos y de la nada aparecieron cientos de personas, que no contentas con los billetes, se metieron en tiendas y almacenes para seguir consiguiendo cosas gratis. Vi como una banda de atracadores aprovechaba la confusión para entrar al banco que me había “prestado” el dinero y en cinco minutos salía con cinco bultos más colmados de billetes de todas las denominaciones. Ingenuos ellos, porque la multitud se lanzó sobre las bolsas como aves de presa y trató de arrebatárselas. Lo único que consiguieron fue que más billetes siguieran volando por el cielo.
Cuando empezaron a lanzar los primeros gases lacrimógenos, me dije que era hora de batirse en retirada, aunque el espectáculo no dejaba de ser fascinante. En este momento varias de las joyerías más elegantes habían sido completamente desocupadas y las tiendas de ropa fina servían de combustible a los varios incendios que ardían por todo el centro de la ciudad.
Un helicóptero sobrevolaba los edificios y lanzaba agua para tratar de apagar el fuego, ya que a los carros de bomberos les era imposible acercarse por la cantidad de carros amontonados que había por todas partes. La policía antimotines comenzó a cercar a la multitud para dispersarla, pero cuando vieron tanto dinero volando por todas partes, los que se dispersaron fueron ellos para recogerlo.
Cuando los amotinados se apoderaron de las armas de la policía y con un tiro de gracia lograron tumbar uno de los helicópteros que sobrevolaba el centro de la ciudad, vi que la cosa se estaba poniendo más en serio. Consulté las noticias en mi celular y vi que los motines se habían extendido al resto de la ciudad y que se estaban transmitiendo en vivo y en directo como si fueran un partido de fútbol. Las redes sociales no tardaron en dar la noticia de que el momento de la revolución había llegado y que era hora de salir a cobrarles a todos los rateros y usureros de bancos y corporaciones cinco siglos de miseria y opresiones.
Un par de horas más tarde, el país entero ardía y el mal ejemplo había cundido por el mundo entero. La gente misma se estaba encargando de quemar todas las sucursales de opresión a lo largo y ancho del planeta. En este momento ya no sabía si salir corriendo o si seguir contemplando el fin del mundo, tal como lo habían predicho los mayas. Decidí quedarme. Al fin y al cabo el mundo solo se acaba una vez y ni por el putas iba a perderme el espectáculo. |