En Vos confío...

por Mario Lamo J.

 

Sólo se ve un cielo recubierto por las nubes negras de la incertidumbre; devorado por sus mandíbulas grises que ya empiezan a digerir los escasos rayos de sol que por milagro logran burlar el ataque certero de sus vendavales huracanados. Y al amparo de un guayacán marcado por el paso inexpugnable del tiempo, se esconde un hombre, que más que hombre semeja una dura corteza azotada por el viento. Hombre y árbol se camuflan el uno con el otro y no se puede distinguir al verlos si hay un hombre prendido de un árbol o si hay un árbol escondido a la sombra de un hombre. Sólo el hombre y el cielo saben por qué está él ahí.  Viene huyendo,  al igual que se escapan las sombras por la quebrada cuando las nubes les dan tajos a la Luna y parece que el agua se escurriera cargando trozos de plata entre sus entrañas.

 

Cuando llegaron los paramilitares a Salerno, se dijo que no les temía  porque él era tan solo un hombre de yuntas y de arado,  de chachafrutos  y de chontaduros. Y como el que nada debe, nada teme, siguió tratando de hacer parir a aquella tierra preñada con los frutos de su diaria subsistencia. Siguió...hasta que un anochecer  golpearon a su puerta. No tenían por qué golpear porque siempre estaba abierta. Su rancho pasaba desapercibido entre los ranchos de la región: el piso de tierra, las paredes de guadua, el techo de paja. En medio de la solitaria habitación, un fogón de leña cocinaba una pava de monte, dura como las manos de aquel hombre que en cada callo llevaba un relato y que en cada relato le seguía sacando callos a la vida. En la única pared blanqueada colgaba una imagen del Sagrado Corazón, que lo miraba desangrado.

 

—Dentren no más —dijo el hombre atizando el fuego, y sin siquiera mirar quiénes eran, continuó — si traen gurbia Eladio González con gusto les puede ofrecer un poco de caldo.

 

—No venimos por comida —le contestó uno de los hombres. Eladio levantó la vista y al verlos sintió un escalofrío subiéndole por la espalda.

 

Sus rostros eran casi infantiles, pero sus rasgos tenían la dureza de la tierra seca y árida. Por más que quiso, no pudo esquivar sus miradas. Había visto ya esos ojos en la cara del tigre al acecho y en las víboras cascabel cuando oteaban el aire.

 

—Queremos información —dijo el más alto, clavando la vista por un instante en el Sagrado Corazón de la pared —y luego añadió apuntándole a la cabeza con el fusil que cargaba— venimos  a desalojar a la guerrilla y a sus colaboradores y necesitamos informantes.

 

El más bajo, que no había  abierto la boca, se acercó a oler la sopa que preparaba Eladio.

 

— Lo que tenemos es hambre de subversivo —dijo destapando la olla—.  Así los queremos ver, cocinados vivos en su propia salsa.

 

—Ustedes no son de por aquí —atinó a decir Eladio.

 

—Pero de hoy en adelante ya lo somos —dijo el más bajo dándole un culatazo a la olla, lanzándola contra la única pared blanca y salpicando en caldo al Sagrado Corazón.

 

—¡Perdone usted! — exclamó con una sonrisa cínica y añadió:— Empiece a cantar, viejo de mierda, antes de que lo despresemos y lo metamos a esa olla.

 

Eladio contempló la pava de monte cubierta de cebolla y tierra.  Sintió que le temblaban las piernas y que se le formaba un nudo en la garganta. Él, de guerrilleros y subversivos no sabía nada, ni había querido saber. Se encomendó al Sagrado Corazón bañado en sopa, mientras que las venas de sus manos palpitantes parecían a punto de reventarse. Trató de ganar tiempo.

 

—Por aquí con tanta pobreza nadie arrima. Ya ni para un caldo de gallina tengo; sólo estas pavas de monte, duras como la piedra —dijo tratando de recoger del suelo el ave a medio cocinar. Entonces sintió el patadón que se le incrustó en el estómago, dejándolo sin aire, y cayó al piso, al lado de  lo que minutos antes iba a ser su cena.

 

Había  sido el alto el que le había  clavado la bota, como si él fuera un animal más a la vera del camino. Desde el piso, encogido por el dolor, lo único que podía ver  ahora era aquella bota. Estaba bastante nueva y era de cuero, con suela de caucho y tacón grueso. Nada parecida a las sencillas botas de caucho que usaban los guerrilleros. Parecía más como las botas que portaba el ejército. Pensó en incorporarse y decirles algo,  ¿pero qué les podría informar? ¿Que los había visto pasar? ¿Que les había ofrecido sopa de pava de monte? ¿Que estaban peor uniformados que ellos?

 

—Aquí tenemos dos opciones —dijo el hombre que lo acababa de patear —o usted se convierte en informante o lo matamos por guerrillero. 

 

—En verdad son tres opciones —dijo el otro uniformado riéndose— o canta, o lo matamos  de un balazo, o lo quemamos vivo con rancho y todo...

 

Se quedó petrificado, como el animal que ve su vuelo interrumpido por el plomo certero de un cazador. Los hombres se le acercaron  aún más y le apuntaron sus fusiles. Pensó que le iban a disparar ahí mismo. Se encomendó mentalmente al Sagrado Corazón y aprovechó para recordarle que no había sido él el que lo había bañado en sopa.

 

—De pie, verraco, que lo vamos a amarrar a esa silla —dijo el bajito, señalando la única silla que había en aquella habitación pelada de muebles. Eladio intentaba incorporarse adolorido cuando empezaron a sonar las explosiones. Los hombres se tiraron de una al piso y comenzaron a vomitar fuego por sus fusiles, sin saber a qué le disparaban. Un par de minutos más tarde hicieron una pausa. Voltearon la vista buscando al prisionero, pero ante su asombro, aquél había desparecido.

 

Cuando sonaron las explosiones, Eladio se había tirado también al piso, cayendo encima de su pava de monte. Había visto a los hombres ocupados disparando, así que había recogido su pava, y sin pensarlo dos veces, se había lanzado por la ventanita que miraba a la parte de atrás de su rancho. Cogió por una trocha escondida entre la maleza, por donde transitaban los animales del monte, y corrió como una danta dispuesta a salvar su vida en una tarde de cacería.  Y allí estaba, finalmente, a salvo por el momento, bajo el amparo de un guayacán, donde dormiría confundido con la noche. Desde su escondite vio el cielo iluminarse de nuevo por las explosiones de los voladores con que celebraban en el pueblo las fiestas patronales, y encomendándose a su Sagrado Corazón de Jesús, repitió una vez más antes de quedarse dormido: “en Vos confío...”