Extracto de la premiada novela de Jorge Guaneme Pinilla
¡La novela EL ESCRIBANO CAUTIVO, del escritor Jorge Guaneme Pinilla, fue finalista en el concurso internacional de novela JOSE EUSTASIO RIVERA 2020.
Breve reseña
Condenado a la hoguera por hereje luterano, un judío sefardita cuenta su historia desde las mazmorras de la Inquisición, en Cartagena de Indias.
Es a finales del Siglo XVI. La rapiña de la Conquista española da paso al gobierno civil, al arzobispado y a la cristianización, junto con la destrucción de las culturas aborígenes.
Mientras espera el día de la quema, el narrador va contando de sus diversos oficios, aventurados trances y lances picarescos a que se ve forzado para pasar desapercibido para
los esbirros del Santo Oficio. Ocasión que le permite ir mostrando reveladoras estampas
del Nuevo Reino de Granada. De tal manera que su rememorar se erige en testimonio de
que cuanto hoy cosechamos los colombianos (corrupción, crímenes políticos, falsos
positivos, apropiación de tierras, complicidad de la Iglesia, etc.) fue sembrado ya en esa
época.
En cuanto al contenido:
La novela está tejida a partir de hechos y personajes históricos. Fuentes para ello han sido
el Archivo de Indias en Sevilla (España), el Archivo Histórico de Bogotá, el Archivo Histórico
de Tunja, el archivo histórico de Cartagena, además de los cronistas de la Colonia Española, los textos de funcionarios reales, eclesiásticos, escribanos de la época, y estudios contemporáneos de variados autores.
En cuanto al estilo:
La novela se inscribe en la corriente de la narrativa picaresca de esa época. Y el lenguaje
evoca el castellano arcaico del siglo XVI.
A continuación, las primeras páginas de EL ESCRIBANO CAUTIVO.
"El escribano cautivo"
¡Que amarrado a la estaca de la hoguera, un día de éstos, me van a quemar!
Tal parece ser la sentencia con que me amenazó el fraile comisario, la última noche de interrogatorios, harto sazonados de dolor, mientras me desataban del horrendo garfio del tormento. Y que mis cenizas las van a arrojar a la borrasca del mar. De lo cual se encargará él mismo, dijo, no sea que mis cenizas resulten abonando la herejía luterana en estas nuevas tierras. Porfían los del Santo Oficio, una vez más, en tirarme al mar, aquí mismo en Cartagena Yndiana, en donde años ha, joven e iluso, desembarqué buscando una tierra de promisión que parece no existir. Sólo que ahora, al mar no podrán arrojar sino mis cenizas. Y así, por las mismas manos de mis verdugos, los átomos que la amorosa pasión de mis padres juntó, se dispersarán en el frenesí de la danza de la vida sin fin. Sin pasión y sin horror alguno fue mi nacimiento. El odio insensato de mis enemigos, los frailes del Santo Oficio, me amenaza con horrenda muerte. Y todo ello por haber intentado mi propio camino en medio del sinsentido del mundo.
Una vez más, noches atrás a la hora más intempestiva, me arrancaron inmisericordes de un sueño plagado de sobresaltos, y a empellones y golpes me arrastraron hasta la cámara de tortura. Por no saber qué quieren oír, por ignorar de qué me acusan, he juzgado prudente, desde hace años, abstenerme de confesar lo que ellos esperan. Pasto de las llamas, reducido a cenizas. Doloroso destino me han decretado mis verdugos. Y como si fuera poco, a todo ello le suman el tormento de una incertidumbre de nunca acabar. Que primero he de denunciar a otros y sus correspondientes pecados. Pero, ¿a quiénes? ¿Culpables de qué?
-Movidos con celo de caridad cristiana para que tu ánima no se pierda, -me amonestó el fraile comisario, ya al final del interrogatorio, -te damos cuatro teólogos de letras y recta conciencia que, valiéndose de la autoridad y razones de la sagrada escritura, te den a entender y te desengañen de las herejías y errores en que por toda una vida te has extraviado.
Y durante los días y noches últimos, me han asediado los dichos teólogos para que me desdiga y retracte de lo que tengo dicho, me convierta a la fe católica, me reduzca a la obediencia de su iglesia y me sujete a sus enseñanzas, pidiendo penitencia de mis culpas. Vano intento y huera pretensión tratar de persuadirme de ello: más fácil sería volver a nacer que acceder a sus deseos. ¿Y a qué vendría milagro tal, si lo que más anhelo es el descanso que me daría el abrazo de la muerte? ¡Oh muerte! Justo cuando hayáis llegado, yo ya me habré ido, y en cuerpo y alma. Fiel al cuerpo, mi alma se evaporará con él; de tal manera que habré burlado a los que atormentan mis carnes y amenazan mi ánima con castigos eternos. Bienvenida seáis, oh muerte, bálsamo sempiterno, sueño sin despertar. La esperanza de caer en merecido y eterno sueño alivia mi congoja y sosiega mis heridas.
Si al fin de cuentas la muerte, ya pronta, parece dispuesta a acogerme en su seno de descanso ¿a qué viene quejarme de la oscuridad y la mordaza con que mis enemigos me castigan desde hace años? Lamentos sin fin e indignación sin tregua nunca serán suficientes por la ya demasiado larga noche de tinieblas que ciega el entendimiento del sufrido mundo de los humanos; siglos y siglos de mordaza que han hecho enmudecer el pensamiento de muchas generaciones, desde el fatídico momento en que la superstición de las religiones se enseñorea del mundo.
¿Acaso sería demasiado desear que con el nuevo siglo se nos diera a respirar el aire que ensanchó los anhelos y logros del pensamiento de los sabios de la Antigüedad? ¡Cuán pocos de sus valiosos manuscritos se sustrajeron a la saña destructora de los cristianos! Entre tesoros tales, aquel poema del insigne poeta latino Tito Lucrecio Caro, a donde han ido a abrevar luz y guía, los pocos y cautos pensadores que se han atrevido, la mira puesta en proseguir la intención de Lucrecio: liberar al hombre del miedo a los dioses y a la muerte, causas de la infelicidad humana.
Con mi cercana muerte hago votos por un pronto amanecer a auroras de libertad, en cuyos cielos irradie la transparencia de la verdad, el pensamiento torne a desplegar las alas y la palabra recobre el hálito de la elocuencia esclarecedora de los misterios que acicatean la curiosidad humana. Ya es hora de esperar tiempos mejores que dejen atrás la espesa noche de miedo, dolor y culpa de la era vulgar que nos agobia hoy día.
Muy bien sabe el fraile comisario cómo transformar en pánico el miedo de sus víctimas. Empecinado en arrastrarme hasta la desesperación, me somete a las humillaciones más degradantes a fin de volverme blanda cera a su capricho. Su mirada de hipócrita indulgencia... -No temas, estás en manos de una asamblea fraterna que tan sólo busca tu bien.
Su helada ironía...
-Aún ignoras cuál es tu destino pero ya pronto lo sabrás.
Su implacable severidad...
-No te hagas ilusiones; aquí, yo soy juez y me perteneces.
Palabras más, palabras menos, es lo que me han dicho y repetido durante años, esperanzados en ganarme para lo que quieren. Y aunque accediera a todo cuanto porfían, no escaparía a la sentencia que por adelantado me reservan: reducirme a cenizas.
-¿Lo veis? -les dice a sus cofrades, al constatar que sus palabras no hacen mella en mi ánimo ni doblegan mi determinación. -Todos son así, cortados con la misma tijera, a la medida de la depravación con que el Maligno los corta. Se presenta ante el tribunal como si su conciencia fuera la de un niño, tranquilo y sin remordimientos. ¿Acaso no es el signo más evidente de su culpabilidad? Porque un justo, ante un tribunal, se mostraría inquieto.
Tras enjuagarse el sudor con un pañuelo desvaído y sucio, insiste:
-¿Sabes por qué te hicimos detener? -Gran honor me haríais con decírmelo, le respondo.
-¡Helo ahí! -dice iracundo, volviendo su mirada hacia los demás frailes. -El muy ladino responde a las preguntas rituales con palabras rituales, como si conociese las reglas del interrogatorio y sus trampas, zorro que elude la encerrona, empecinado en engañar al Santo Oficio.
Me arroja una mirada de desprecio y dice:
-No con juramentos vas a escapar de la quemazón. ¿Acaso no sé que, por ser falsos, son una prueba más de tu culpabilidad? Lo único que te queda por hacer es confesar. Has de saber que serás condenado si confiesas y serás condenado si no confiesas. Da igual. Entonces confiesa, que con ello ayudas a abreviar tus tormentos; y a nosotros nos ahorrarás precioso tiempo sustraído a la oración. Pero también has de saber que la justicia de Dios no tiene prisa: cuenta con siglos por delante. Una de las gracias de nuestro procedimiento es conceder al impío tiempo de sobra para sopesar sus culpas, reflexionar sobre su vileza, ablandar y abrir su corazón al arrepentimiento, saborear y esperar la muerte pero sin alcanzarla antes de que la confesión haya sido plena, voluntaria y purificadora.
Y en aras de esa espera me mantienen desde hace años, sepultado en vida. Quizás ya son nueve años, tal vez ya son diez. Si por lo menos me hubieran dicho de qué me acusan. Del calabozo a la cámara de tortura donde me interrogan; y de allí, por el mismo corredor sombrío, de vuelta a mi encierro, es el dilatado panorama que mis ojos han visto desde la primera noche en la mazmorra.
Contra toda esperanza, quién lo creyera, ahora último, la suerte me ha sonreído. He de reconocerlo. Harto más llevadera se ha hecho la vida desde que Sulpicio hace de carcelero. A tal punto que, lejos de tomarlo como mi carcelero, lo apodo mi ángel guardián. A riesgo de su vida, sin su generosa ayuda ¿cómo contar con papel, pluma y el inefable desahogo de escribiros? Porque he de deciros que de los desalmados carceleros que he tenido, hubo un tal Garfio (lo tenía a cambio de la mano que le mocharon) que hallaba solaz en atormentarme por su cuenta, juntando su sevicia a la de los frailes comisarios. A gritos me despertaba a la hora más inesperada y me arrastraba hacia la cámara de tormento. Al llegar al final del corredor me devolvía al calabozo a punta de coces y estruendosas carcajadas.
-Mañana, antes del amanecer, te van a quemar, miserable.
Eso me dijo una noche, después de tirarme la lata con la comida. Desgarrado entre la esperanza y la angustia, en vano me ilusioné con el descanso de la muerte. Cierta vez, en su refinada maldad, dejó la puerta sin cerrojo. Creí yo que el inescrutable destino que siempre ha dispuesto de maneras las más inesperadas de mi extraviada vida, me brindaba la ocasión de intentar la fuga. Y salí gateando, al abrigo de las sombras. Tras sigilosos pasos que parecían durar una eternidad, di en creer que llegaba a la puerta que me franqueaba el paso. Una luna creciente me sonreía hechicera y el lejano rumor de las olas me tentaba con la libertad. Garfio, el muy maldito, saltó de entre las sombras, y a palos y carcajadas me arrastró de vuelta a la mazmorra.
Enhorabuena y parabién por la peligrosa tarea del bueno de mi carcelero, Sulpicio, que según he sabido, os hizo entrega de algunos folios que os envié. No pocos pliegos se han perdido, bien lo sé; y no por culpa de Sulpicio sino por cuidar de su pellejo, que en hacerme tal merced pone en peligro su vida. Los hados lo protejan y recompensen su generosidad. Por evitar que cayeran en manos de mis enemigos, Sulpicio se vio forzado a esconder unos y quemar otros. Por desgracia, no son los primeros que se malogran. Ya otros cartapacios, que en vano intenté hacer sacar del Reino para que fueran a dar a la Corte de Felipe II, naufragaron en alta mar. Dar a conocer quería yo con ellos la insólita república de indios que en estas hermosas tierras había, la bondad de sus almas, la ingenuidad de su inocencia, la sabia organización de sus estados y el ejemplarizante anhelo de sus espíritus.
Dos motivos me apremian a escribiros, amigo, confidente y benefactor. Lo primero, el papel y la tinta que, tan generoso, me hacéis llegar. Lo segundo, la premura que me dicta una reciente corazonada: en las cuentas que los frailes comisarios han hecho, mis días ya están contados. Gracias a vos, llegado es el momento de rasgar la mordaza con que durante tantos dolidos años me han negado hablar. Pliego tras pliego, he de garabatear mi testimonio para los que vendrán.
Cronistas y burócratas reales borronean, desde hace años, folios y cartapacios sin cuento a fin de poner en el papel el devenir de estos desventurados reinos. Muchos de ellos, por desgracia, para encubrir lo que pasó y dar a entender lo que en realidad no fue. De lo cual me cabe dar fe, pues no en vano he ejercido, entre otros oficios, el de escribiente y amanuense, quehacer que me permitió hacerme al hábito de observar, memorizar y deponer en el papel cuanto había de importante en un acaecer que abarca decenas de años.
Vano sería pretender dar cuenta de los muchos avatares de esta época convulsa en un mundo tan desbaratado y caduco. Si cada uno abriga su propia verdad y en sacarla a la luz espera encontrar su libertad… bien estaría si de ello dimanase la aclaración de lo sucedido. Pero ¿qué, si respecto de cierto asunto se sacan a la luz dos, tres o más versiones, tan diversas como contradictorias? O bien, se rechazan todas, pues se anulan unas a otras; o, por comparación entre ellas, se deduce alguna veta de verdad que daría pábulo para inquirir algo más; pues está visto que, antes de manifestarse a cara abierta, la verdad suele mostrarse en fragmentos. Siendo este último empeño el que le da alas a mi roma pluma. Lejos de mí ensalzar gestas, hagiografías y figurantes en que se obvian las flaquezas y las contradicciones, se disimulan las bajezas y se cubren de fino paño las traiciones y los engaños.
Me tentáis, oh generoso benefactor, me tentáis en mi vanidad al incitarme al intento de hacer sombra a connotados letrados que han cruzado el ancho mar para matar indios, acogerse al acomodo de un buen curato, hacer fortuna con mano esclava y escribir versos. Loados sean los tales, Juan de Castellanos el que más, si bien ha de decirse que por sus resabios de versificadores, sacrifican la claridad y la importancia en aras de la métrica, de lo cual se lastima la verdad. De tan halagadora sugerencia he de cuidarme, no sea que me lleve al borde del engreimiento. Lejos de mí pensar siquiera en emular la encomiable RECOPILACIÓN HISTORIAL del otrora provincial de los franciscanos, fray Pedro Aguado. Indigno soy de desatarle la correa de sus sandalias. Aunque intentaron ocultarlo, se supo que el Consejo de Indias en Sevilla mutiló su RECOPILACIÓN. Un libro entero fue quemado sin misericordia, páginas que daban cuenta del alma y espíritu de los naturales de estas tierras, y que suscitaron dudas sobre la legitimidad con que el rey de Castilla se ha enseñoreado de cuanto puede, destruyendo el resto. "No se debe escribir inconsideradamente según la verdad" declaró el monarca Felipe II por boca de sus esbirros, "porque así conviene al servicio de Dios nuestro señor y nuestro". A los indios les queman el alma, se la reducen a cenizas. Otro tanto harán con mis huesos. ¿Lo lograrán con la pobre ánima mía?
De los diversos oficios que en mi azarosa vida ejercí, el de la escribanía fue quizás el de mayor contentamiento y complacencia. Pese a ello no creo alcanzar dotes para fijar en el papel, a satisfacción vuestra, cuanto queréis saber de mí. Escribir poco y decir mucho, eso quisiera; que harto trabajo os habrá de tomar excusar lo deshilvanado de mis relatos. Ya quisiera domeñar el arte de no cansar, no digamos de producir agrado. Mucho me temo agobiar vuestro diario quehacer con historias desnudas y descalzas.
PREÁMBULO