La Hojarasca

Número 76, octubre de 2016, año XII

Carta de perdón de una madre a su hijo

La reconciliación empieza por casa

Querido hijo:

Días y tiempos de perdón. Me dijiste que te gustaría mucho poder estar en tu país en esta época tan importante, cuando se celebra la llegada de tan anhelada paz. Sin embargo, la polarización, la razón y la comunicación siguen marcando el conflicto al interior de cada región, donde detrás de cada puerta se vive y se lucha por encontrar la armonía en cada hogar, mientras las familias tratan de construir un mejor futuro para ver a crecer a sus hijos en total plenitud.

Por eso, hijo, te escribo esta carta. Porque también quiero pedirte perdón ya que tu anhelo actual no es valorado allá, pues somos los olvidados del país. Los "migrados" nos llaman. Los que seguimos siendo señalados por haber partido un día. Que nos quedemos aquí nos gritan. Que perdimos todo el derecho a opinar y el deseo de poder regresar.

De nuestra tierra partimos luego de vivir tragedias absurdas, completamente alejadas de todo posible entendimiento para aquellos que nunca han vivido algo así. Secuestros, pescas milagrosas, boletas de extorsión, amenazas de muerte, robos de carros en cada esquina y tener que manejar con la ventanilla cerrada para "no dar papaya". Recoger escombros y cerrar nuestra empresa luego de ser víctimas de una explosión por otro carro bomba, de tantos que explotaron los carteles de la mafia, en medio de tanta sangre derramada y que a tantas familias destruyeron, aumentando el número de seres desamparados.

Empacamos maletas y vendimos todo motivados por razones válidas en su momento, porque la prioridad era la necesidad de encontrar apoyo y garantías para nuestras vidas, y salir huyendo de en un país donde la supervivencia era tan frágil como abrazar con pasión una hostia dominical.

Imagínate lo que es crecer en una familia sin abuelos varones y con una sola abuela, cabeza de familia, madre de trece hijos, cuya viudez la vistió inesperadamente una noche en el campo donde caminaba mi abuelo bajo la luz de la luna, orgulloso de ser un arriero hacendado con pies descalzos. Por un camino de herradura en silencio murió al caer del caballo, dejando para siempre entre sombras otro crimen en el anonimato. Imagínate que hasta hace poco me enteré que mi otra abuela, en sus treinta años de vida, tuvo nueve abortos espontáneos y murió al dar a luz al último de sus cinco hijos. Su esposo, mi abuelo, murió a los seis meses por una infección incurable, pues la penicilina todavía no existía en aquella época. Mi madre con tres años de existencia fue enviada a un orfanato y allí vivió la peor pesadilla de su vida. Por eso nunca aprendió a ser feliz ni logró construir una familia "normal" hasta el final de sus días.

Creo que hoy en día podrás entender la diferencia de la época que a mi generación le tocó vivir. Nacer mujer en mi país significaba ser poseída por un hombre y si de dar a luz se trataba la nueva criatura sería menospreciada porque su apellido no prolongaría el linaje del abuelo.Nos moldeaba una sociedad con sus misas dominicales, donde se colgaba en cada pared el Corazón de Jesús y un calendario inmaculado, preciso, e impecable a la espera de la Semana Santa, cuyas procesiones con sus estaciones nos permitían desarrugar los vestidos nuevos y sacudir el polvo de los zapatos. Estaciones de dolor, de pasión y de gozo. Como preparación se exigía vigilia y esta no permitía comer carne los viernes en cambio el chismorreo que vivíamos devoraba al prójimo. Hoy en día nos moldean, pero con un bisturí, un bolso fino de marca y un cabello brillante.

Las expectativas familiares eran aceptar y obedecer las reglas sociales como norma. Ser madre joven y soltera era algo inconcebible. Casarte y bautizar al hijo con el apellido del padre era salvar la honra de la familia. Éramos como una caja fuerte cuyo contenido solo podía ser guardado en secreto y cuya clave para ser abierta solamente estaba en manos de los hombres. Crecí en un país donde aspirar a un empleo al final de tu carrera era exclusivo para aquel que conocía -o le daba la pruebita- a quien luego lo contrataría; donde caminar hacia tus metas requería de un vestido con molde sensual, o forrado por un cuerpo musculoso emanando aromas de perfumes costosos que dejaban huellas olfativas en cada contrato firmado; donde te admiraban por los límites trazados de un labial bien aplicado cuyas babas ajenas insinuaban constantemente si podían probar la miel que tus labios escondían.

Crecí caminando y esquivando las manos -y la boca- de algunos hombres que por las calles impulsivamente buscaban besar tu rostro o tocar tus partes más íntimas, bajo la indiferencia de todos los transeúntes. No es imaginación querido hijo. Colombia es un país que a la fuerza vio generaciones crecer logrando sobrevivir rodeados de ironía, donde, para poder caminar era obligatorio ignorar el nombre del dueño del terreno, o del líder del clan, o del jefe y amo de la región. De aquel terrateniente que con fama de sepulturero no se untaba de tierra pero que con gusto permitía ocultar en su propiedad miles de cadáveres enterrados en fosas comunes. Señalar a los culpables de una región solo se podía por medio de símbolos como "los de la montaña" o "los del valle". Decir una verdad por medio de indirectas era el mandato y mucho mejor sí era en forma de chiste para poder salvarse de las balas de la intolerancia.

Los concursos para ejecutar al mayor número de personas por medio de masacres eran el pan de cada día cuya imaginación daba como ganador al que mejor desvirtuara la historia evitando denunciar al enemigo.Esta costumbre sigue vigente querido hijo, por medio de mensajes ocultos que continúan alimentando de terror - humillación y desigualdad- nuestro país. Lo vimos en el último homenaje en Cartagena hace dos días, donde se celebraba el final de 50 años de guerra por medio del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC y el gobierno, el cual a propósito excluyó a los periodistas nacionales no sin antes derrumbar las murallas y fortalezas para incluir y dar la bienvenida a los medios de prensa internacionales. Bajo ese hermoso atardecer Timochenko leía su discurso inspirado por las mariposas amarillas de Gabriel García Márquez y pedía perdón al país por los crímenes cometidos por el grupo guerrillero todos estos años. De repente la cercanía y el estruendo de un avión de guerra alcanzó a iluminar el escenario y asustar -y silenciar- no solamente al protagonista del discurso sino también a todos los presentes durante 39 eternos segundos. Inmediatamente los titulares de prensa con chistes e imágenes de memes no se hicieron esperar.

Cada medio informaba sobre la reacción de susto -y calma- de quien en ese momento recibía toda la atención de un país. El protagonista del discurso y el piloto -imaginario- fueron el hazmerreír. Hoy el gobierno simplifica este incidente manifestando que fue cuestión de un mal cálculo en el tiempo. Así es Colombia querido hijo. A nosotros también “el mal cálculo del tiempo" afectó nuestras vidas.Han sido más de 50 años donde los grandes estruendos han opacado importantes mensajes reforzando en el inconsciente los estragos y la guerra. No la paz. El mensaje es claro: es importante y necesario humillar a tu enemigo justo cuando el perdón es el centro de atención.

Así opera el Poder. Así se alimenta el trauma y esto es lo que queda grabado en la memoria de todo un país. Hoy todo seguirá igual, pero con diferentes protagonistas, nombres ficticios y grupos que sobreviven al margen de la ley. ¿Qué puede ofrecer un país donde los hospitales y las cárceles compiten para batir el récord de hacinamiento por la falta de recursos? Y sin embargo y a pesar de todo esto que conoces aún deseas con ansiedad regresar a tus raíces. Yo también. No sabes cómo lograr cerrar las grietas ni tampoco cómo unir los mares que te separan para despertarte un día -y para siempre- rodeado de los tuyos.

Me culpas a mí y tienes toda la razón. Quieres regresar, pero no encuentras la forma de hacerlo pues hasta ahora no hemos logrado cosechar los millones de dólares que prometía "el sueño americano". Un sueño que resultó ser una burbuja y que ahora culpan a los de tu generación, llamados “Los milenarios” por no querer trabajar duro y vivir para sacrificar su felicidad.Hace poco, después de tantos intercambios dolorosos durante veinte años en el exilio, intercambiamos lo último que nos faltaba decir cuando el sol terminaba su ciclo diario.

Detuviste tus pasos en esa esquina rodeada de gansos australianos para dejar de mostrarme tu espalda y poder mirarme a los ojos mientras gritabas entre lágrimas escondidas: ¡Solamente tenía nueve años! ¡Solamente tenía nueve años! ¿Qué esperabas que le dijera un niño a esa edad cuando pensaba que irse para los EE. UU sería como vivir en Disneylandia?

No tengo más respuestas que justifiquen tanto dolor. Yo también te pido perdón querido hijo.Una madre en el extranjero…

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