Introducción a un análisis de la Historia de Colombia de Armando Suescún

 


 

Eduardo Gómez

 

 

 

Características del legado de España, en comparación con la cultura chibcha

 

Antes de entrar concretamente en el análisis y la comprensión de la concepción histórica de Armando Suescún en su magna obra, Derecho y sociedad en la historia de Colombia, considero que es necesario describir y comentar someramente algunos aspectos de la pesada herencia española en la difícil y anacrónica conformación de nuestra nacionalidad, que son también válidos (con variaciones) para los demás países de América Latina, y que nos ayudarán a una comprensión profunda de los valiosos aportes de Suescún a la historiografía colombiana. Para el efecto, el libro de Rubén Jaramillo, Colombia: la modernidad postergada, es de una valiosa ayuda. En la primera conferencia (¿Qué universidad para qué sociedad?) Jaramillo plantea lo esencial para comprender el retraso histórico de España respecto a los países europeos más avanzados, debido a que en España no se logró conformar una burguesía fuerte y avanzada que realizara las conquistas logradas en Inglaterra a partir del levantamiento de Cromwell y en Francia, de su gran Revolución. Jaramillo parte de la comprobación elemental de que “el concepto mismo de ‘sociedad’ aparece vinculado desde sus orígenes al desarrollo de la burguesía; el que fue formulado en el periodo de su ascenso, en oposición al (feudal) de ‘corte’”1. A ese concepto, podríamos agregar, como grandes aportes del poder burgués, los de la unidad nacional y la conquista mundial de mercados, que dio lugar a una cierta apertura a la universalización de las relaciones y de la cultura, como lo plantean Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, al referirse a las ambiciones extraterritoriales de dominio de la burguesía europea que dieron por resultado una considerable superación del aislamiento y la incomunicación que había dejado como herencia la estructura feudal, “en el interior de la cual – como dice Jaramillo – los individuos vivían vinculados a través de los lazos tradicionales y una explicación teocrática finisecular y consuetudinaria les fijaba, sancionada por la providencia divina, su lugar en el conjunto social” 2. En España, su incipiente burguesía trató de rebelarse en el llamado Levantamiento Comunero de Villalar, en 1524, bajo el imperio de Carlos V, con la presentación de 88 peticiones, las cuales, a más de no ser atendidas, ocasionaron el destierro y la confiscación de sus bienes a los 293 cabecillas del movimiento que no fueron ahorcados. Esta victoria de la aristocracia española fue tan fácil porque la burguesía española era demasiado débil y no estaba en condiciones de dar esa batalla, empezando porque, como dice Rodolfo Puigros, era un sector que no había alcanzado “un pensamiento filosófico-político que rompiera el cascarón teológico y pusiese siquiera, en forma embrionaria, los cimientos de las tesis materialistas, empiristas e individualistas del capitalismo, como sucedió en Inglaterra y Francia”3.

 

Agreguemos a ese diagnóstico, el hecho de que en la base de ese subdesarrollo de España y de esa falta de conciencia burguesa, estaba  una economía parasitaria que, a pesar de recibir las inmensas riquezas de las recién conquistadas tierras de América, no tenía la formación político-cultural necesaria para invertirlas en la creación de una estructura productiva propia y las malgastaba en los países europeos más desarrollados, comprando bienes de consumo o artículos de lujo y construyendo preferentemente en su territorio, palacios, catedrales, iglesias y conventos, y manteniendo ejércitos numerosos en lugar de factorías industriales y de crear una agricultura eficiente. Aquí es necesario detenerse brevemente en los factores más decisivos que desembocaron en esta situación: España había permanecido casi ocho siglos bajo el poder árabe, lo cual dio lugar a una larguísima resistencia y una guerra de independencia que se apoyó en dos pilares para dar sus batallas: el factor racial y el religioso, es decir el catolicismo. Ambos de-formaron a las sucesivas generaciones de españoles, hasta tornarse parte de la “naturaleza” y el comportamiento de ese pueblo (después de casi ocho siglos de dominación) debido a que quienes aspiraban  a liberarse de los árabes esgrimían como consignas muy significativas de esa lucha las creencias católicas así como el racismo, los cuales terminaron  fanatizando  en forma de “patriotismo” heroico a los españoles, y quedaron como herencia nefasta después de la liberación, institucionalizándose en la fundación, por los Reyes Católicos, de la Inquisición y en la expulsión sistemática de judíos y árabes. Ambas medidas fueron fatales para el progreso de la historia española. Rodolfo Puigros dice en su libro, La España que conquistó el Nuevo Mundo (citado por Jaramillo) que “una vez aniquiladas las últimas germanías a principios de 1524 y aplastada la postrer insurrección de los moros valencianos en 1525, España se congeló en el empobrecimiento y la decadencia social. Las ciudades perdieron una a una sus fueros y los cargos antes electivos de los concejos municipales se vendieron públicamente o se otorgaron por gracia del monarca. Los elementos que daban vida al comercio y la manufactura fueron cruelmente perseguidos. Un millón de moros, en su mayoría dedicados a la tejeduría y a la agricultura, abandonaron la península en menos de una centuria. Para ingresar a los medios se exigió certificado de pureza de sangre, lo que cerraba sus puertas a moros, judíos y marranos. Los campesinos endeudados abandonaban las tierras o se los arrojaba de ellas por la fuerza pública. La pequeña nobleza se empobreció rápidamente y emigró a América. El latifundio se extendió por doquier. Secas las fuentes de producción nacional, el mercado interno pasó a depender de la industria extranjera”4.

 

El factor religioso no es casi mencionado directamente por Rubén Jaramillo pero es fácil avizorarlo tras de los catastróficos síntomas económico-sociales, como la causa ideológica más eficiente en ese retraso de España, a pesar de que, paradójicamente, ésta fungió como potencia mundial gracias al momentáneo poder que le proporcionaban sus inmensas y ricas colonias suramericanas y sus ejércitos. No obstante, la religión católica fanatizada, fomentaba (como tendencia dominante) una actitud en función del Más Allá o de la Vida Eterna que, en última instancia, resultaba siendo una exaltación de la muerte y una grave depreciación de la vida, puesto que exigía el sacrificio de la satisfacción de los “deseos terrenales”, la resignación en la derrota y una exaltación mística de la pobreza como aportadora de méritos para ganar la “Vida Eterna”. La pasividad contemplativa, consecuencia de una dependencia absoluta del poder de un dios todopoderoso y terrible que castigaba con el purgatorio y el infierno eterno; la autodegradación en la fe ciega, en dogmas y revelaciones supuestamente divinas, que llevaban a renunciar a las posibilidades del conocimiento por medio de los sentidos y la inteligencia, obstaculizaron el surgimiento de una cultura científica y filosófica o lo convirtieron en heroica conquista (como se percibe en la vida y obra de los grandes clásicos españoles) calificada con frecuencia como subversiva y castigada con la tortura, la pena de muerte o la exclusión, impuestas por la Inquisición. Se estableció así una especie de teocracia y el pueblo español quedó fijado a un subdesarrollo y un bajo nivel cultural, masivos, que lo marginaron de las influencias del Renacimiento, de las extraordinarias conquistas de la Revolución Francesa y de la Revolución Industrial. Todas esas características (en muchos casos agravadas por su situación de colonias) las heredaron los pueblos de Hispanoamérica. Lo más paradójico es que España, con su apoyo a los descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo, así como con sus cuantiosas compras a los países avanzados de Europa, había hecho un aporte invaluable al progreso, a la ampliación del mundo conocido y en última instancia (aunque no tuviera conciencia de ello) al afianzamiento de las ideas y el poder burgueses y del avance capitalista mundial. Pero su papel fue de intermediaria inconsciente de las riquezas del Nuevo Mundo, sin que ellas crearan una economía verdaderamente productiva y sustentaran una cultura moderna, en la propia España. En consecuencia, la oliganobleza pudo entonces, sin el contrapeso progresista de la burguesía, formar con el clero fanatizado una llave tiránica y castradora que impidió durante siglos innovaciones y avances importantes en ese feudalismo decimonónico, a lo cual se agregan las estrategias retardatarias de la contrarreforma para combatir el protestantismo, que había surgido en Alemania a raíz de la rebelión de Lutero.

 

En consecuencia, los conquistadores que vinieron a América junto con los clérigos católicos, proyectaron esa mentalidad predominante, degradada además, en muchos casos, debido a la extracción social baja, ignorante y ávida de riqueza fácil, de todos esos aventureros venidos al Nuevo Mundo porque en España no tenían un futuro. En ese contexto, fueron un fracaso los esfuerzos esporádicos de la corona para establecer una legislación menos injusta en tierras de América. Las culturas indígenas fueron violentamente reprimidas y los indígenas esclavizados, bajo la firme creencia de que esos nobles pueblos originarios no eran seres humanos cabales y su cultura no tenía ningún valor y era por el contrario de carácter demoniaco. Ahora, después de los estudios indigenistas y antropológicos que se han realizado durante dos siglos, sabemos con certeza que estaban equivocados. Precisamente en ese sentido, la obra, Derecho y sociedad en la historia de Colombia, es un aporte decisivo al esclarecimiento de los hechos porque empieza por abrir una vasta y más compleja perspectiva a los futuros historiadores, al establecer en el primer tomo, subtitulado, El derecho chibcha, cómo la historia no comienza con la conquista de los españoles (según lo afirman los historiadores tradicionales) sino muchos siglos antes con las culturas indígenas, entre las que sobresale la más importante para Colombia, la de los chibchas, y cómo esa cultura indígena es un legado de inmenso valor que sigue teniendo mucha actualidad. No vamos a repetir el largo y documentado estudio que hace Suescún, no sólo de la legislación sino de la concepción del mundo y la naturaleza que tenían los chibchas. Nos limitaremos a destacar algunos aspectos generales de esa cultura, los que consideramos que más cuestionan la concepción esclavista y fanático-católica que predominó en los conquistadores españoles. Para empezar, al Dios inalcanzable, misterioso y terrible de ese catolicismo, se oponía una concepción panteísta de los chibchas, que consideraba que “Dios era el Universo y toda la naturaleza era manifestación de esa divinidad”. Dios no era un individuo todopoderoso “sino una fuerza, una energía”. El Hombre no estaba por encima de la Naturaleza, sino que formaba parte de ella, por lo cual no trataban de dominarla o explotarla, sino que lo más importante era conservar una armonía y un equilibrio respecto a la Tierra y el Cosmos. Esa concepción panteísta hacía que los rituales fueran al aire libre y que la vida en todas sus manifestaciones tuviera un carácter sagrado. Suescún lo dice bellamente: “el país en que vivían era una especie de mapa espiritual”. El principio creador del mundo y de todo lo existente era llamado Chiminiguagua y no era un dios personificado, sino que, según el cronista Fray Pedro Simón, “antes que hubiera nada en este mundo, estaba la luz metida allá en una cosa grande, y para significarla la llamaban Chiminiguagua”5. Todo lo existente fue saliendo gradualmente de esa primera luz. Entonces, había en esa mitología una mayor afinidad intuitiva y germinal, con las teorías científicas modernas sobre el origen del universo conocido, empezando porque todo surgía y evolucionaba dentro y como parte de la naturaleza y por tanto habría una posibilidad futura tácita de conocer y profundizar progresivamente y con una cierta objetividad pre-científica, en ese misterio de la vida y sus orígenes.

 

A más de esa Naturaleza-dios en su conjunto, había divinidades menores y muy próximas a los humanos, como Bachué, Huitana y otros. Los sacrificios humanos que se les ofrecían de vez en cuando, no contradecían (desde el punto de vista ingenuo y mítico de los chibchas) esa concepción sagrada de la naturaleza, ni el respeto en general por la vida, porque los sacrificios humanos eran concebidos como las más puras ofrendas y el alimento necesario a la conservación de los dioses, a más de que creían que el ser sacrificado a los dioses (en calidad de moxas, que eran varones púberes y vírgenes) constituía un honor y un privilegio supremo, puesto que los sacrificados conquistaban “un lugar en el cortejo resplandeciente de luz y alegría que acompaña al dios sol”. Creían que la muerte iniciaba una etapa muy diferente de vida, siempre dentro de la naturaleza, y que comenzaba un largo viaje, de modo que sepultaban a los muertos aprovisionándolos de lo necesario (de manera análoga a como lo concebían los egipcios) y con la compañía de algunas de sus mujeres y de algunos de sus servidores. Las almas bajaban al centro de la tierra por caminos y barrancas y pasaban un gran río en barcas o balsas de tela de araña, lo cual recuerda a Caronte, el barquero que trasportaba los muertos por la laguna Estigia, en la mitología griega. Coincidían con el catolicismo en que vendría un juicio universal, para el cual los muertos resucitarían para siempre en su nuevo mundo pero no hay referencias a castigos infernales y eternos.

 

Para resumir aspectos esenciales que diferenciaban sus creencias de los conquistadores y clérigos españoles, los chibchas tenían una religión que exaltaba al hombre natural pero socializado, al hombre-cuerpo que no pretendía anular las potencias vitales del instinto y el deseo, sino reglamentarlas para una realización social y en concordancia con los intereses de la comunidad. Con algunos ejemplos de su vida sexual y amorosa podemos empezar a comprenderlo. El “amaño” consistía en que un joven de 18 años convivía con una joven de 15 años durante varios meses, previa autorización de los padres, y si le gustaba o quedaba embarazada, se casaba con ella; de lo contrario se la devolvía a los padres. Era permitida la poligamia, en la medida en que el varón tenía capacidad de sostener más mujeres, a más de la preferida. En la práctica, el hombre común casi nunca tenía más de dos o tres esposas y sólo los zaques y zipas las tenían numerosas. “Por lo general, los matrimonios poligámicos vivían en casas separadas pero cercanas, se ayudaban mutuamente y convivían en paz; el marido estaba obligado a convivir con cada una de sus esposas por lo menos un día a la semana y a realizar durante el los trabajos necesario para el sostenimiento de ese hogar”6. En caso de conflictos o incumplimientos del contrato matrimonial, existía el divorcio. Con frecuencia, los matrimonios se realizaban cuando el varón cumplía los 16 años y tenía capacidad económica suficiente, y la mujer los 13 años cumplidos. Entonces, es evidente que la virginidad de la mujer no era fetichizada y la unión libre precedía al matrimonio porque sabiamente se consideraba necesario el conocimiento integral de la pareja y sus posibilidades concretas de convivencia permanente, antes de comprometerse formalmente en el matrimonio. Como no había represión sexual antes del matrimonio porque la vida sexual aceptada y estimulada por la comunidad empezaba con la pubertad, la mayoría de edad coincidía con la madurez sexual y las mujeres gozaban de seguridad económica y de solidaridad comunitaria. La prostitución, la doble moral y las neurosis (suscitadas por el catolicismo ortodoxo y los prejuicios racistas y de clase social) eran inexistentes. En este campo de las relaciones sexuales, los chibchas se anticiparon siglos a los españoles y resultan de una modernidad sorprendente.

 

Al considerarse de estirpe divina como descendientes de la diosa Bachué, los chibchas exaltaban la dignidad humana: “muiscas” significa persona. Como no había propiedad privada (sino particular y familiar pero en función de la comunidad) ni competencia individualista, ni explotación del trabajo de los otros o de otros pueblos, todos contribuían al bienestar común y no había ni marginados ni desocupados. Era notorio un desinterés por la posesión avara de bienes materiales, “no querían acaparar, ni hacer ostentación de la posesión de cosas… la austeridad y la frugalidad los caracterizaron”. La honestidad era lo corriente en su comportamiento, puesto que no había ni lucha de clases, ni fetichización de la propiedad privada. Estaban jerarquizados entre gobernantes y gobernados pero no había una relación tiránica entre esos dos sectores, sino diferencias y tensiones inevitables y resultantes de la función social que cada cual desempeñaba. Hombres y mujeres, después de los 60 años, no estaban obligados a trabajar y eran mantenidos por la comunidad. La división del trabajo incluía el sacerdocio, los güechas (guerreros), los artesanos, los mineros, los orfebres, los tejedores, los alfareros, los agricultores, plateros y comerciantes, pero “en realidad la división del trabajo era solo parcial; el chibcha no dejaba nunca de ser, fundamentalmente, un agricultor”.

 

Con estas breves muestras de la organización social de los chibchas y de su pensamiento mítico-poético, basta por ahora para comprender fácilmente que se trataba, en conjunto, de una concepción del mundo, la naturaleza y las relaciones sociales, más avanzada (y de innegable actualidad) que la que predominaba entre los conquistadores españoles, aunque éstos  los superaban en una serie de aspectos que desarrollaremos más adelante y que cumplieron (casi sin proponérselo) la función de intermediarios con el resto de las culturas del mundo. Es necesario resaltar un aspecto fundamental y muy actual en esas diferencias, en este caso ya respecto a todos los europeos y al  capitalismo en general: los chibchas, como todas las comunidades indoamericanas, tenían una profunda intuición de lo que en términos científicos llamamos ecología, puesto que su organización social estaba en función de mantener el equilibrio de los poderes cósmicos y en concreto, la Tierra era considerada como una especie de organismo, como la Gran Madre. Espontánea  y cotidianamente, entre ellos era más fácil vivir en poesía.

 

No obstante,  esas comprobaciones de la importancia (más bien subterránea, durante largo tiempo) que las culturas indígenas han tenido en Suramérica y que actualmente resucitan triunfantes, no nos deben hacer olvidar, ni desconocer, la importancia decisiva del descubrimiento y la conquista españolas, no solo porque ellas conectaron a todo un continente de grandes riquezas naturales y culturales con Europa y el resto del mundo, sino por una serie de aportes a las sociedades que se formaron en  América después de la Conquista como el valiosísimo de un idioma en plena madurez (que implicó la influencia del latín clásico, la escritura, la impresión de libros y las bibliotecas, así como la traducción de otros idiomas europeos y su cultura) por la fundación de colegios y universidades y la difusión de algunos de los más notables autores y artistas de la historia occidental que, a pesar de la censura católica, se fueron infiltrando inevitablemente en ese flujo de hombres, mercancías y libros, proveniente de España o que en la construcción y ornamentación de iglesias y monumentos o en la liturgia de las ceremonias religiosas, revelaban el esplendor del gran arte europeo como la música clásica  y las artes plásticas de inspiración religiosa. Además, y aunque de manera excepcional y más bien esporádica, algunos españoles como el sabio José Celestino Mutis y su expedición botánica, los jesuitas y su valiosísima labor pedagógica en los primeros colegios y universidades, así como la gestión de unos pocos virreyes, contribuyeron  a sembrar la semilla de una cultura superior y universal, que posteriormente ayudaría a formar las élites de la Independencia y la República y también, en forma más relativa, los sectores populares que las radicalizaron y las apoyaron. De todos modos, no sobra reiterar que esa intermediación de algunos españoles privilegiados con la más avanzada cultura europea, fue muy difícil y  más bien esporádica, debido a la predominancia, en la legislación y las costumbres, de la censura inquisitorial, de modo que la tendencia que más se afianzó fue la represión de los valores más avanzados de la cultura europea y la casi aniquilación de las culturas indígenas.

 

Es necesario entonces, aplicar criterios dialécticos de especial sutileza para analizar tan contradictorios factores como los que presenta la conquista española en Suramérica y, concretamente, en Colombia. Se trata de comprender, por ejemplo, que al mismo tiempo que los conquistadores esgrimían una espada sanguinaria y una cruz inquisitorial, éstas estaban hechas con técnicas y metales desconocidos por los indígenas, y de que el idioma de los anatemas y sentencias inquisitoriales posibilitaba simultáneamente el conocimiento de la obra de un Cervantes, de los poetas místicos y de libros fundamentales como la Biblia. Un idioma que, además, permitía potencialmente el acceso a las demás culturas europeas e incluso orientales, y estaba por tanto, grávido de un futuro universal.

 

No obstante, no podemos perder de vista el panorama conflictivo de la realidad imperante y heredada de los españoles, para reiterar con claridad que la herencia que se afianzó y ha predominado desde entonces con altibajos y variaciones, en largos periodos  retardatarios de nuestra historia, hasta llegar incluso al siglo Veinte, ha sido la de un catolicismo medioeval que proscribió la ciencia y la filosofía, y la casi destrucción de las culturas indígenas (apoyado y sustentado en estructuras socio-económicas semifeudales) todo lo cual ha deformado y obstaculizado el desarrollo general de nuestra historia y nuestra entrada en la modernidad. En lo que se refiere a la pérdida o postergación durante siglos, de las culturas indígenas, es hasta ahora cuando realmente estamos en condiciones de apreciarlas en todo su valor, después de comprobar cómo la simbiosis de la cultura indígena con lo más avanzado de la cultura occidental, como es el socialismo marxista, ha dado por resultado, por ejemplo en Bolivia, una extraordinaria y singular síntesis antes desconocida. En efecto; la antigua tradición que se consolidó en el Ayllu (organización comunitaria análoga a la de los chibchas, que no permitía la propiedad privada, sino una pequeña e indispensable propiedad particular, de tipo familiar pero en función de los intereses sociales comunes a todos) inculcó una manera de ser, una especie de segunda naturaleza más humana y solidaria, en el pueblo de los aymaras, la cual facilitó el encuentro con las teorías modernas del socialismo de estirpe marxista y les permitió una rápida síntesis enriquecedora y actualizadora, que es para nosotros (los otrora eurocentristas que subestimábamos o despreciábamos a los pueblos indígenas y concretamente a los bolivianos) motivo de asombro, porque la historia del gran líder Evo Morales se parece en algunos aspectos a los cuentos fantásticos infantiles. Evo era pastor de llamas y debía caminar cinco horas diarias para ir a la escuela en donde le enseñaban a leer en español y unas cuántas nociones elementales en otras materias. Aunque cerca de un 80 % de la población boliviana era (y es) de indígenas puros o asimilados a esa raza mediante el mestizaje, el 90 % de ellos debió declararse católico, aunque continuaban manteniendo soterradamente sus ritos religiosos. Los indígenas no tuvieron derecho a voto hasta el año de 1952, y como lo dicen las escritoras chilenas, Malú Sierra y Elizabeth Subercaseaux, en su libro de crónicas sobre Evo Morales, “la historia de la Conquista, de crueldad extraordinaria, permite entrever el resentimiento del indio… considerado gente sin alma por los soldados castellano-vascos. Tampoco el mestizaje forzado pudo insertarse en la República. El resultado fue el caos permanente”7 y la imposibilidad de afianzar una unidad nacional, hasta que el joven pastor aymara se vuelve líder sindical y su movimiento lo lanza como candidato a la presidencia, logrando un abrumador triunfo electoral. Pero Evo no abandona, ni traiciona a su pueblo, sino que se asesora del intelectual Álvaro García Linera (en calidad de vicepresidente) el cual había  estudiado matemáticas y sociología en la Universidad Nacional Autónoma de México y a su regreso a Bolivia participó, junto con los Ayllus Rojos (una serie de comunidades nativas de orientación marxista-katarista) en luchas frontales contra el régimen opresor. Luego actuó como ideólogo y maestro en el Ejército Guerrillero Túpac Katari de inspiración indigenista; fue arrestado, no pudo ser condenado pero permaneció 5 años preso y, finalmente fue liberado y se alió con Evo en su campaña política. Así se inició un gobierno sin precedentes en el que se amalgaman criterios y tradiciones indígenas con complejas teorías y técnicas de la cultura occidental de vanguardia. Estos hechos nos llevan a  destacar cómo la tradición de siglos de una especie de socialismo primitivo y comunitario, la profunda intuición poético-ecológica y el alto grado de humanismo ingenuo y de ética social de esos pueblos originarios, permitió y fomentó una asimilación propia y fácil del “socialismo del siglo XXI”, es decir del chavismo, en la medida en que sus aportes se consideraron idóneos para Bolivia, dando por resultado avances sorprendentes que en solo 8 años del nuevo gobierno colocaron a Bolivia a la cabeza de Latinoamérica en cuanto a crecimiento relativo de la economía, la liberaron completamente del analfabetismo, instituyeron la salud y la educación gratuitas y redujeron en forma rápida la pobreza. En algunos aspectos, el gobierno de Rafael Correa en el Ecuador ha sabido aprovechar también la preciosa herencia indígena y en formas análogas, aunque en un equilibrio mucho mayor con la herencia occidental, los demás países bolivariano-castristas como Venezuela, Nicaragua y Cuba han sabido asimilar las culturas autóctonas del mestizaje para elaborar una progresiva transformación radical de esos países.

 

En lo que se refiere a Colombia, el componente indígena y cultural que hay en el mestizaje y en el pequeño porcentaje de comunidades indígenas puras que se conservan en los paradisiacos territorio del sur, son factores étnico-culturales que nos hermanan con países como México, Perú, Ecuador, Bolivia y Paraguay, entre otros, y que se mantienen como reserva o a veces como influencia inmediata, en las luchas por un cambio de carácter eco-socialista.

 

La independencia: singularidades de un nuevo planteamiento

En esta sección de su obra, Suescún plantea, de entrada, una concepción general sobre la importancia (subestimada o ignorada por los historiadores anteriores) que tuvieron los indígenas (yo diría que ante todo, como precursores) en el proceso de la Independencia, a propósito del levantamiento de los comuneros, cuando escribe: “el punto más alto de la resistencia indígena o campesina en la Nueva Granada, durante los siglos XVI, XVII y XVIII fue la insurrección de los comuneros de 1781”8. ¿Por qué “el punto más alto de la resistencia indígena” a la dominación española? Porque en el fragmento anterior, titulado “Raíces”, nos había informado con cierta minuciosidad sobre cómo “la lucha de los pueblos americanos por su independencia comenzó antes de lo que generalmente se cree: poco después del desembarco de los españoles en las Antillas en 1492, cuando los indios se percataron que los recién llegados no eran pacíficos viajeros sino invasores, que venían a dominarlos y a apoderarse de sus tierras”9.

 

Aunque se trataba de comunidades fundamentalmente pacíficas, de una noble ingenuidad, que disponían de espléndidos y amplios territorios, que vivían la naturaleza con desnuda sencillez y una sensibilidad eco-poética, se vieron obligados a romper sus tradiciones y tratar de guerrear contra esos “extraterrestres” poderosos, entrando, forzados y desconcertados, en el proceso siniestro y cruel de la Conquista. Suescún considera que se trató de una especie de genocidio (aunque no utiliza esa palabra) cuando afirma, refiriéndose a todo el continente suramericano: “millones de indígenas cayeron en ese gigantesco holocausto, el más brutal y cruel sufrido por la humanidad durante su historia”10. A primera vista, la afirmación puede parecer exagerada pero deja de serlo si tenemos en cuenta que, de diversas maneras, esa criminal persecución, discriminación y esclavización se prolongó durante tres siglos en los inmensos territorios de toda Suramérica. Pero la novedad en este enfoque radica en que Suescún establece una continuidad de tres siglos en esa lucha de los indígenas contra los invasores, en la que alternan los combates y la impotencia ante el domino tiránico, y a medida que los combates se hacen imposibles los indígenas optan por la resistencia pasiva en diversas formas, hasta que adviene la época de la Independencia, cuando el comando pasa a manos de los criollos y mestizos. Esto quiere decir que fueron los indígenas los primeros y más antiguos precursores de la Independencia, y tácitamente, Suescún está insinuando que se ha cometido una injusticia por parte de los historiadores y los libros de texto al no registrarlo así. Considero que es una rectificación de gran valor porque acaba con uno de los silencios impuestos por las tradiciones hispánicas que nos han enseñado, las cuales no están exentas de cierta arrogancia (cuando no de cierto racismo tácito e inconsciente) como en general sucede con las versiones “históricas”, que también en Estados Unidos y Europa se escriben sobre los pueblos subdesarrollados y primitivos de Asia, África y Suramérica; versiones especialmente falsas cuando se trata de pueblos que se rebelan contra las imposiciones neocoloniales de las potencias occidentales; aunque hay, claro está, honrosas excepciones de algunos grandes especialistas como Lévi-Strauss y Karl Kohut.

 

Según Suescún, esa lucha, con frecuencia soterrada, de los indígenas contra el dominio español, fue, además de tenaz y continua, de una magnitud y una intensidad mucho mayores de lo que se nos ha informado marginalmente, si se tiene en cuenta el conjunto del inmenso territorio, en el que la cesación de los combates en una región alternaba con la iniciación de hostilidades en otras comarcas o con ostensibles resistencias a cualquier sometimiento: “ríos de sangre, dolor y sacrificio, dejó la contienda. Fue una lucha general de los indios por su independencia, su territorio y su libertad. No tuvo éxito en ese momento porque las condiciones eran desiguales en extremo… el triunfo llegó en el siglo XIX cuando las condiciones y las relaciones de fuerza habían cambiado”11.

 

Suescún considera que los indígenas fueron derrotados pero nunca se rindieron y que su “resistencia pasiva, el aislamiento, la no participación y la desobediencia permanente… fueron también un combate, aunque no violento”. El mestizaje progresivo, además, moderó esa lucha y la ocultó en muchos casos. La enumeración de combates y focos de resistencia que hace Suescún, llena cerca de dos páginas y es un indicio de que ha investigado seriamente ese aspecto ignorado u olvidado. Fuera de unos pocos nombres de héroes indígenas famosos, como la cacica Gaitana y Agualongo y más acá Quintín Lame, la abrumadora mayoría de esos líderes ha quedado en el anonimato. Entonces y actualizando, podemos afirmar que no sólo “la lucha de los pueblos indígenas contra los invasores atravesó los tres siglos de colonización española siendo el inicio y el cimiento de la Independencia de América”, sino que aún en países como Colombia, se prolonga de una manera soterrada, en la medida en que esas comunidades originarias aún defienden y preservan (de manera pacífica pero firme) significativos mitos y creencias contra la invasión del capitalismo salvaje.

 

En cuanto a que las luchas indígenas fueron en la Nueva Granada, “inicio y cimiento de la Independencia”, habría que hacer algunas observaciones de importancia que ponen en evidencia la complejidad contradictoria que se vislumbra detrás de esa afirmación, y que pueden sustentarse en la misma descripción que hace Suescún del proceso independentista; porque precisamente el levantamiento de Los Comuneros (de indudable raíz popular e indígena) muestra cómo no bastó el impulso inicial dado por el pueblo raso para lograr el afianzamiento de un proceso hacia la verdadera autonomía, debido a que no había una dirección suficientemente ilustrada sobre los fines concretos y últimos y su manera de lograrlos. En ese momento, la Nueva Granada mostraba una predominancia de los criollos y mestizos, y en sus sectores más ilustrados se daba la asimilación progresiva de la cultura de la Ilustración Europea, especialmente de la Enciclopedia y de la Revolución Francesa, con su concepción radicalmente crítica respecto al feudalismo y al colonialismo, con su negación de todo dogmatismo y su exaltación del conocimiento mediante la razón y la investigación. En formas indirectas y verbales y en parte por la difusión, por ejemplo, de la traducción de los Derechos del Hombre por Nariño, incluso algunos sectores populares tuvieron acceso elemental a esa cultura política liberadora y la asimilaron de manera radical, mediante sus vivencias y conflictos cotidianos. A todo lo cual se unen los valiosos aportes de los investigadores de la Expedición Botánica, algunos de cuyos integrantes (Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Pedro Fermín de Vargas y Francisco Antonio Zea) fundaron los primeros periódicos de vanguardia, entre 1791 y 1808, como El Papel periódico de Santa fe de Bogotá, El correo curioso y El redactor americano. Este periodismo estuvo sustentado por la fundación de las Sociedades Patrióticas de Amigos del País, y es de esa élite que surge la gran figura de Antonio Nariño. Es así como paulatinamente, el proceso de lucha por la Independencia se va aglutinando en torno a los dirigentes criollos aunque de manera contradictoria y compleja. Suescún muestra con claridad cómo, por ejemplo, en las jornadas independentistas de 1810 en la Nueva Granada, se vuelve a manifestar una contradicción entre los impulsos primarios y radicales de las multitudes (que anhelaban vagamente una autonomía verdadera pero debido a su ignorancia, no alcanzaban a pensarla concretamente y llevarla a las últimas consecuencias) y las vacilaciones y contradicciones de los criollos cultos pero no suficientemente ilustrados, cuyos intereses aspiraban a la igualdad con los peninsulares pero la entendían todavía en calidad de súbditos. Ese conflicto ya se había manifestado, como lo insinuamos, en el levantamiento de los Comuneros. Allí se puso en evidencia que no bastaba el impulso inicial de la masa indígena, mestiza y popular, para lograr el afianzamiento de un proceso hacia la independencia porque esa masa no lograba producir dirigentes propios con una formación político-cultural suficientemente lúcida y cuando se daban en forma excepcional, como es el caso de José Antonio Galán, no sabían seguirlos y estimularlos hasta las últimas consecuencias. No sobra recordar las condiciones concretas y privilegiadas de la coyuntura en la que se desarrollaron los hechos comuneros: la capital estaba desprotegida, puesto que las tropas realistas se habían desplazado a Cartagena para defenderla de los ingleses, y se trataba además de un ejército popular que contaba con 20.000 hombres (una cifra muy alta, quizás equiparable al número de habitantes de Santa fe en ese momento). Sin embargo, en lugar de seguir a José Antonio Galán y proclamarlo como dirigente máximo para una toma del poder total que hubiera sido fácil, prevalecieron los llamados engañosos a negociar que plantearon las desesperadas autoridades realistas, secundadas por los dirigentes oligarcas  (en este caso Francisco Antonio Berbeo, el arzobispo Caballero y Góngora y Jorge Plata). En consecuencia, una vez desmovilizado el ejército popular y después de que regresó el batallón Fijo de Cartagena, la Real Audiencia declaró nulas las capitulaciones e inició una sangrienta represión. Entonces, habiéndose dado todas las condiciones objetivas en una coyuntura privilegiada, faltaron las condiciones subjetivas, las que se refieren al grado de conciencia, es decir de cultura y de ilustración política, y que exigían en este caso, al menos un relativo escepticismo alerta respecto a las creencias y jerarquías maniobreras de los notables y de la Iglesia, y una elemental confianza y seguridad en sus propios impulsos transgresores y primarios, que hubieran podido asumir como verdadera liberación lo que la tradición enseña como “pecado” y como “subversión” injustificable. Faltaba, en suma, un acceso y una comprensión elementales del pensamiento de la Ilustración europea (sobre todo la francesa) los cuales no habrían de surgir sino con los próceres criollos como Miranda, Nariño, Bolívar, Santander y Sucre, entre otros. Mientras tanto, y en los siguientes acontecimientos, se percibe un problema similar que, en última instancia y en términos históricos generales, encuentra su explicación en la ausencia de una clase burguesa naciente y liberal (que sólo hubiera podido surgir a la par de una economía dinámica y audaz, como sucedió en Norteamérica, en donde las élites criollas de estirpe inglesa, se anticiparon  varios años a la Revolución Francesa, al proclamar los principios del liberalismo político y republicano) y explica básicamente las vacilaciones y torpezas de nuestro retrasado proceso de independencia, las cuales, como ya lo mostré inicialmente, tienen su origen remoto en el subdesarrollo de España y su marginamiento de los procesos de vanguardia en Europa, que la burguesía comandó. Nuestros criollos pertenecían a una oligarquía (cuyas diferencias con la burguesía eran, sobre todo en esa época, muy grandes) de estirpe típicamente hispánica, la cual estaba de-formada de alguna manera y en términos generales, por las tendencias prevalecientes de un catolicismo medioeval e inquisitorial, enemigo de la ciencia, la filosofía moderna y la economía industrial naciente, así como de la riqueza y el bienestar mundano, que han caracterizado a la verdadera burguesía y aunque en los más avanzados entre ellos esa herencia estaba en crisis o en plan de superación, inevitablemente las pulsiones y conflictos surgidos en una infancia sometida al catolicismo, obstaculizaban una lucidez en el comportamiento.

 

En consecuencia, a esas circunstancias (todavía pre-históricas en el sentido marxista) determinadas por la existencia de una clase social criolla con algunas influencias político-culturales de la vanguardia burguesa en la Francia revolucionaria pero en la que  solía predominar aún el carácter hispano-oligárquico, no pudieron escapar del todo (porque las presiones del medio eran excesivas) ni siquiera los criollos de vanguardia. En las luchas entre federalistas y centralistas, esas contradicciones y vacilaciones son visibles aún en próceres como Nariño, cuando los federalistas (que tenían como fortín a Cundinamarca y Santa fe) dan lugar con sus pujos autoritarios y anexionistas a una especie de guerra civil, sin tener en cuenta que esas rencillas facilitarían la reconquista española que ya estaba en marcha en años posteriores a 1.810, y sin una comprensión elemental de las razones en que se basaba el federalismo mayoritario, de provincias aisladas unas de otras por enormes distancias. La insuficiente asimilación de los postulados de la Revolución Francesa, por parte de esos primeros próceres de la Independencia, se manifiesta en que un número considerable de ellos no buscaba una auténtica autonomía sino una igualdad de derechos con los súbditos ibero-españoles, y aún en los casos en que se quería esa independencia, seguían proclamando al catolicismo como religión oficial , apenas pretendían modificar superficialmente las estructuras económicas heredadas y condicionaban en exceso el derecho al voto. En otras palabras, seguía prevaleciendo el carácter de “hijos” de la “Madre España”, sin que tuvieran conciencia de ello.

 

Llama por tanto la atención del investigador el que precisamente en una ciudad  de características tan hispano-coloniales en su arquitectura y en sus costumbres como lo era Tunja, surgiera la constitución más avanzada entre todas las provincias de la Nueva Granada. El haber estudiado y destacado esta constitución (promulgada el 9 de diciembre de 1811) es otro de los aportes de Suescún a la historiografía colombiana porque la concepción de esa carta fundamental pasa desapercibida en la obra de los historiadores tradicionales más importantes.  Se trata de una constitución que  proclamaba que “la soberanía reside originaria y esencialmente en el pueblo” (y no en Dios) y “es una , indivisible, imprescriptible e inajenable”, establecía   el derecho al trabajo, a la educación y a revocar el mandato de los gobernantes incapaces, prohibía la tortura . recalcaba que el gobierno debía ser para el bien común “y no para el provecho, honor o interés particular” de individuos, familias o “clase de hombres”;afirmaba que sólo el pueblo puede establecer su gobierno y reformarlo “cuando lo exija su defensa, su seguridad, propiedad y felicidad” . Exigía la separación de poderes, consagraba la “igualdad racial”, la elección popular de alcaldes y jueces, el derecho a la educación primaria gratuita y la obligación para todo poblado de establecer “por lo menos una escuela pública” para los niños “sin distinciones entre blancos, indios y otra clase de gente”. También dispuso la creación de la universidad de Tunja, prohibió la tortura y eliminó los delitos infamantes, así como los mayorazgos.

 

En fuerte contraste con esa constitución tan avanzada, las demás constituciones de las provincias proclamaban a la religión católica como la religión oficial, con lo cual la libertad de expresión ya estaba amenazada o gravemente obstruida y el caso de la constitución de Cundinamarca se prohibía la impresión de  obras “obscenas o contra la religión”, lo cual en la práctica instauraba una censura contra todos los librepensadores de la Ilustración europea. Además, esta constitución estableció  que “para ser miembro del Poder Ejecutivo” se requería “tener 35 años… competente instrucción en cuestiones de gobierno, haber vivido en Cundinamarca por más de diez años y tener una renta equivalente a 4.000 pesos (suma muy considerable para la época). Tenían derecho al voto los ciudadanos mayores  de 21 años que estuvieran casados y fueran económicamente independientes. No podían votar los que hubieran sufrido penas infamatorias, los  que tuvieran deudas con el tesoro público, los separados de sus mujeres sin justa causa, los dependientes económicamente de otro, los vagos y transeúntes. Como se ve, los esclavos negros, los indígenas, gran parte de los mestizos, las mujeres, los desocupados, los pobres (así fueran blancos) y los analfabetos (que eran la inmensa mayoría de la población) quedaban excluidos de la ciudadanía efectiva y del poder, así como los rebeldes y críticos político-sociales y, de hecho, se favorecía la consolidación  de una naciente oligarquía criolla de tendencias muy conservadoras. Más adelante, esa restricción del voto, llegará a ser (ya dentro de la república liberada) tan grande , en la constitución de 1821, que Suescún concluye que sólo el 5% de la población podía ejercer el voto, ya que se trata de una constitución racista, misógina y semifeudal.

Si se investigan las causas profundas de esas contradicciones y vacilaciones de los criollos independientistas, nos percatamos de que los cambios estructurales en el paso de la Colonia a la Independencia fueron casi inexistentes: la tenencia de la tierra permaneció casi inmodificada al dejar casi intacta la servidumbre, especialmente de los indígenas, y la improductividad de enormes latifundios; la nueva repartición de tierras no se hizo teniendo en cuenta el trabajo productivo, sino con el criterio predominante de “premiar” actuaciones político-militares e influencias clasistas y religiosas. De manera análoga a como durante la reconquista de Morillo el papa había apoyado al rey Fernando VII e invitado a los hispanoamericanos a someterse, ahora en la República cuando el poder se había desplazado en dirección contraria, la Iglesia se adaptó rápidamente a la nueva situación, de acuerdo a su cómoda y oportunista divisa: “dad a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar”. Con razón,  años después,  Bolivar calificó a la Iglesia (en conversaciones con Perú de la Croix) como una entidad oportunista que se volvía monárquica cuando los patriotas eran derrotados y se tornaba republicana cuando entraban triunfantes a una ciudad. También en este caso, las excepciones no hicieron sino confirmar la regla.

 

Termino aquí esta primera parte de mi ensayo sobre Derecho y sociedad en la historia de Colombia” de Armando Suescún, obra decisiva para la clarificación de nuestro proceso histórico. El estudio sistemático de sus cuatro tomos debiera proseguir en eventos como el de hoy y debiera crearse, como lo propuse recientemente , una cátedra Armando Suescún, en alguna de las universidades de Tunja, preferentemente en la Universidad Pedagógica, donde Suescún fue rector durante  un breve periodo pero que se volvió inolvidable para sus alumnos y profesores, dado el acierto con que desempeñó este cargo.

 

1 Jaramillo Vélez, Rubén, Colombia: la modernidad postergada, editorial Temis, Bogotá, 1994, pág., 4

2 Ibídem, pág., 4

3 Ibídem, citado pág., 5

4 Ibídem, citado pág., 7

5 Suescún Armando, Derecho y sociedad en la historia de Colombia - El derecho chibcha – Tomo I, Editorial Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, 1998, pág., 44

6 Ibídem, pág., 135

7 Sierra Malú y Subercaseaux, Elizabeth, Evo Morales – primer indígena que gobierna en América del Sur, editorial El País, Santacruz de la Sierra, 2007, págs., 8 y 9

8 Ibídem, El Derecho Republicano, siglo XIX, Tercer Tomo, pág., 17

9 Ibídem, pág., 15

10 Ibídem, pág., 15

11 Ibídem, pág., 16