Reportaje a Solomin el actor heredero de Chejov y personaje de Kurosowa
Rubén Darío Florez
Moscú, 2015
Es un hombre enjuto. La edad indefinible. No gesticula. Mueve las manos sin exagerar y me toca el brazo en gesto amistoso si quiere enfatizar algo. En el dedo anular lleva un anillo, un rectángulo de piedra malva oscura, con un signo. Asoma un pañuelo de seda del bolsillo de la impecable chaqueta. Tiene pocos cabellos y todos en su puesto.- No tengo nada que ver con la tecnología. Me resistía a adquirí este celular. A mi esposa cuando suena el celular le digo- pásame el auricular-. La televisión, el cine destruyen la profesión del actor. Que todo sea rápido, que cambie. Nuestra profesión se acaba porque las tecnologías veloces secan el corazón. La única tecnología que usamos en el Malyi Teatr es la rueda giratoria.- Pero no solamente también tenemos luces, sonido-, lo corrige una mujer que lo acompaña.
Aunque Solomin el gran actor Director del Maly Teatr no cede- Gracias al dispositivo del círculo en el escenario podemos mostrar los cambios en la escena, comunicar el ritmo de la actuación y de las réplicas. En Japón donde nos quieren, los espectadores seguían las réplicas de los actores, leyendo en sus textos cada frase de los actores. En Japón aman al teatro ruso. Admiran el arte del ritmo que produce el movimiento de la rueda. La instalamos en 1947.
Alrededor del actor adquieren vida libros, folletos, objetos curiosos, manuscritos, la Orden del País del Sol naciente (Solomin fue actor de Akiro Kurosawa). Y como de una fantástica utilería teatral la presencia de una deslumbrante vitrina con copas de cristal de roca. Hay grandes retratos al óleo en las paredes del enorme despacho como vistas al inicio del siglo XX. Los ojos le brillan al hablar de los retratos. - Ella es mi maestra- señala a una mujer que nos sonríe desde otra época. – Cuando Anton Chejov no había escrito sus grandes obras de teatro, un día cualquiera llegó al teatro con los manuscritos de una pieza a la que había puesto el nombre de Lieshii, un ser sobrenatural de la mitología eslava. El director de entonces, (Solomin mira al otro retrato)- la leyó, era gran amigo de Chejov y le dijo-¡ Con ese nombre no puedes escribir una pieza teatral!.
Un par de años después Chejov llegó con su primera obra maestra para Teatro, el Tío Vania. –Ahora quieren ponerlo todo patas arriba, que haya fuegos artificiales, brincos. No, hay que conservar. Lo genial es imborrable. Las novelerías nadie las recuerda -. Los ojos de Solomin tienen un destello de desvelador de trucos visuales y descubridor del genuino arte teatral. Me mira. Se levanta de la silla. Señala por la ventana- Ese edificio es el Bolshoi Teatr. Ese teatro nos ha amargado la vida, con sus infinitas reconstrucciones. Nuestro edificio que tiene doscientos años y fue el primer teatro dramático imperial de Rusia, es el único que sobrevive, pero las reparaciones del Bolshoi tienen a nuestro teatro en cuidados intensivos. Parece que de tanta brincadera de los bailarines del Bolshoi se hubieran agrietado los pisos y los cimientos del Malyi Teatr.
-Tenemos una escuela teatral. En Rusia, en Moscú, se presentan cuatro mil aspirantes al teatro para ingresar a las escuelas. Cada puesto es pretendido por cuatrocientos aspirantes. Nosotros tenemos derecho de pernada. De los que terminan escogemos a los mejores. El resto se va para los setecientos teatros de Rusia-. El director habla de Chejov como si éste acabara de salir del despacho después de leer sus manuscritos.
Solomin se queda mirando un segundo al otro lado de la calle. Está flotando en el aire el gesto de un personaje que ha entregado su vida al teatro.
Las grietas, los apuntalamientos, las vigas que sostienen las paredes dan la impresión de una puesta en escena decisiva para enfrentar el embate del tiempo. El director con sus setenta y ocho años, ágil como almirante del barco indicando como capotear las aguas procelosas de las modas. Sin ocultar la gravedad de la situación. Mostrando todas las grietas por donde se pueden colar los huracanes. Transmitiendo serenidad, narra las historias donde los hombres de teatro salen adelante con sus tramas. El director es la tradición que permite que un caudal de palabras, de grandes acciones y de actores representen cada noche las claves del destino. Solomin protege un enigma abierto para que los espectadores lo descifren. Salimos de la sala.
Voy con Salomin al escenario y atravesamos escaleras, pasillos, puertas, y corredores. Las puertas de los camerinos están abiertas y veo rostros y manos que repasan páginas de libretos.
Llegamos. El escenario es enorme, alto como una catedral. Sumergido en la penumbra. Hay telones pesados negros y apenas una isla de luz en la que cabe una diminuta bailarina de flamenco en trance, zapatea y ensaya perseguida por los gritos árabes de los cantaores flamencos. El director nos muestra una línea circular en el suelo. Es un escenario empotrado en el piso. Una rueda de madera gigantesca que permite que se sucedan con el ritmo adecuado las escenas de las obras teatrales. Nos muestra el lugar donde un comerciante ruso fundó el primer teatro anterior al Malyi Teatr. Estaba en la calle y a un lado quedaban las tiendas de textiles, té, pieles de martas cebellinas, maderas siberianas y miel.
El director nos lleva a un salón principesco, con paredes revestidas de telas rojas, arañas del siglo XIX. Hay sofás como los que usaban los teatreros sofisticados y los lectores anarquistas de Dostoievski que iban a ver las puestas en escena de Anton Chejov o de Ostrovsky, el otro dramaturgo de Rusia. Las sillas tapizadas de brocado, bramante y con bordes de oro. Aquí traemos a nuestros invitados especiales. Yo me siento en frente de una de las sillas en las que nadie se puede sentar. Ya he perdido el sentido del tiempo y no sé si el Director se refiere a Anton Chejov, al Duque Romanov o a los primeros bolcheviques que visitaban el teatro o a los actores que dieron la primera representación en 1824.
El hecho es que el Maly Teatr posee la magia proveniente de la ilusión teatral de hacerte sentir en el presente y en el pasado. Las vigas que sostienen los techos y las paredes de los pasillos dan la sensación de algo muy viejo con una poderosa voluntad de mantenerse. El Director me pregunta que cuántos años llevo viviendo en Rusia. Respondo que hace nueve meses llegué. Se queda mirándome sin entender y me pregunta por qué puedo conversar casi sin acento en idioma ruso.
Me acababa de contar la historia de un teatro que tiene doscientos sesenta y cinco años. En los camerinos una voz repetía con distintas modulaciones algún monólogo del Jardín de los Cerezos. Subimos al despacho del Solomin en un ascensor que con ruido y cansancio se detiene en a cada piso. Rechinan las correas, las cadenas que levantan la caja del artefacto, la puerta no se ajusta automáticamente. – Quiero que este ascensor de los años cuarenta lo conservemos- Llegamos a la gran oficina desde una de cuyas paredes nos mira con sus ojos que no dejan escapar ningún detalle, el Director de escena del siglo XIX, el gran amigo de Chejov. Por una de las ventanas Solomin nos muestra un patio,- después de la reconstrucción que financia el Estado, habrá allí un edificio grande y nuevo para el Malyi Teatr.