Diógenes A. Arrieta

 


 


 

 

 

Carlos Villalba Bustillo

 

 

(Discurso pronunciado al conmemorarse, en San Juan Nepomuceno, los 115 años de la muerte de Diógenes A. Arrieta)

Diógenes Arrieta estaba predestinado a ser un valor del Liberalismo colombiano y un intérprete de su imperio ideológico. Nació con la Revolución del Medio Siglo y comenzó a formarse con el desove triunfal de los Estados Unidos de Colombia. Talentoso y ávido de ciencia, asimiló desde muy joven las líneas vitales del programa de Ezequiel Rojas y las novedades institucionales de la Constitución federalista de Rionegro le avigoraron la certidumbre de que, en una democracia liberal y representativa, el hombre se realiza mejor que en las teocracias que confunden el orden con la represión y la disciplina con los abusos. Para Arrieta, las reglas que regían la sociedad que justifica al Estado no podían ser restrictivas o excluyentes, sino simplemente reguladoras y respetuosas del acontecer colectivo.
Cómo no iba a celebrar Arrieta que los esclavos dejaran de ser mercancía para ser seres humanos. O que la tierra se distribuyera con justicia entre terratenientes y campesinos para evitar que la Nación se convirtiera en un campo de guerra permanente. O que las propiedades eclesiásticas no fueran de mejor categoría que la propiedad privada del fabricante o del asalariado. O que las comunidades religiosas absorbentes y fanáticas fueran extrañadas del territorio.
Arrieta se hizo pensador con su partido en el mando, pero con un denso fondo de pasiones políticas circundantes. Mosquera y Murillo, los dos grandes del Olimpo Radical, trazaban la ruta dentro de sus consabidos estilos en la política, la economía, la instrucción pública y las relaciones internacionales. Sin embargo, Arrieta no expuso nunca sus principios doctrinarios a los desafueros del caudillismo ni a las obstinaciones del sectarismo. Su sentido de la lucha era más cerebral que pasional, porque la suya fue una inteligencia intrépida pero no anárquica. Por eso fue librepensador y no sucumbió a las trampas de sus contradictores, aunque se arriesgara a pagar cara la fortaleza de sus errores. Quiso ser un rebelde sin estorbos por no venir de la colonia en deuda con la esclavitud, ni con la religión, ni con el señorío racial de los privilegiados, ya que fue, como tantos otros colombianos que partieron de cero, un vástago de la estirpe de sus propios hechos.
No por capricho su texto político más divulgado como militante fue su refutación, en la legislatura de 1882, al senador Ricardo Becerra, en la cual delimitó las tesis de la Escuela Católica de las tesis de la Escuela Liberal. Él no opuso a la liberal otra escuela conservadora, pues quería demostrar que catolicismo y conservatismo eran dos ingredientes de un producto cuya patente se alternaban curas y seglares según conviniera a los propósitos de ambos. Con envidiable síntesis, dictó una cátedra que incluyó los giros transformadores y los estancamientos que determinaban la dinámica social de un mundo agitado por los fanatismos. ¿Qué peligro representaba decir que la soberanía residía en la Nación o en el pueblo? ¿Acaso no había muerto el fetiche del derecho divino de los reyes? ¿En qué se ofendía el sentimiento católico si se proponía una Iglesia libre dentro de un Estado libre? ¿Era pecaminoso conferirles a otros credos iguales derechos a los que tenía uno solo?
Las lecciones restantes las impartía Arrieta en los editoriales, artículos, discursos y conferencias con los cuales honró las páginas de diez periódicos en los estados de Cundinamarca y Santander, y que agrupó en un libro titulado Hojas sueltas, para salvar del olvido sus enseñanzas de maestro y sus martillazos de polemista.
El tiempo impuso aquellas verdades, y las reprobaciones con que aspiraron a demolerlas son cenizas de abono de un Estado Social de Derecho que tuvo de progenitor al Liberalismo político.
¿Por qué terminó Arrieta en Venezuela?
Porque su erudición sedujo al Ilustre Americano, Antonio Guzmán Blanco, quien se propuso llevar a la Constitución venezolana el modelo federalista que le inspiraron Juan Crisóstomo Falcón y Ezequiel Zamora, y Arrieta era el hombre para volverlo títulos, capítulos y artículos. Allá fue representante al Congreso y ministro de Fomento. Antes habían exportado los venezolanos a don Andrés Bello para redactarnos el Código Civil. Después les tocó importar a Arrieta para redactarles el Código Fundamental.
Arrieta fue un ejemplo de coexistencia, en el mismo caparazón, de un poeta con un político y un filósofo, porque le sobró sensibilidad para juntar la vocación de servicio con los alcances de la razón y las punzadas de la creación poética. Víctor Hugo, Bécquer y Saint-Pierre se posaron en la pluma de este criollo soñador que escribió con la angustia de los esperanzados y la agonía de los desencantados. No obstante, alguien dijo que en Colombia tuvimos tres poetas decimonónicos que podían definirse con una sola palabra: José Joaquín Ortiz, Rafael Núñez y Diógenes Arrieta. El primero era la fe, el segundo la duda y el tercero la negación. Como ingeniosa diferenciación de tres talantes, magnífica. Pero así como Arrieta negó muchas cosas con impulsos de orgullo y lances de coraje, también exaltó muchas otras con un oleaje de sinceridad. Fernando de la Vega subrayó que en la poesía de Arrieta no influyó nunca la moda de los cenáculos, sino el temperamento individual del artista, y pareó su obra, en calidad y tersura, con las de José Manuel Marroquín, José Asunción Silva, César Conto, Diego Fallon y José Caicedo Rojas.
El utilitarismo de Bentham, el positivismo de Comte y la filosofía sintética de Spencer invadieron, a lo largo del siglo XIX, las mentes más lúcidas de Hispanoamérica. Ya las estrellas no eran tenidas por dioses, como lo apuntó Will Durant, y los fenómenos más complejos habían cedido a los aciertos del método científico. Era lo que más le importaba a Arrieta como punto de arranque contra las incertidumbres generadas por los dogmatismos. Llegar a la verdad, aunque se reconciliaran la ciencia y los dogmas, pero liberándola de los fundamentalismos y las sombras que tendía la ignorancia.
Con el Arrieta político, el Arrieta poeta y el Arrieta filósofo el país ha sido ingrato. Celebramos, por consiguiente, que la Dirección Nacional Liberal se vinculara a esta conmemoración enviando a un historiador de los quilates de Rodrigo Llano Isaza. Haber llegado al busto y a la tumba del eminente compatriota cuyo recuerdo nos congregó hoy en su tierra natal, nos fuerza a repetir la frase sabia del panfletario imbatible que lo despidió en Caracas:
“¡Salve, salve, gladiador vencido! Sobre tu duro cabezal de piedra, tu frente de coloso reverbera…”