Adiós no, hasta luego a la conciencia histórica de América Latina

 

 

 

Mario Lamo Jiménez

 

 

Muchos diarios titularon la muerte de Eduardo Galeano diciendo simplemente que “murió el escritor”. Ya fuera escritor, o gran escritor o ingenioso escritor,  Eduardo Galeano era algo más que un escritor, era la conciencia histórica de América Latina. Aún no había sido enterrado cuando los diarios comenzaban a desfigurar su legado y a despedirlo con anécdotas de personas que lo conocieron. En vez de centrarse en su gran obra histórica que abarcaba la literatura, la poesía y la crítica social, se dedican a contar pequeñas historias de que fulanito o fulanita lo conoció en determinada época y pasan a relatar la “historia de su amistad”, donde el vivo que compartió con él se tiñe de gloria por haberlo conocido, sin centrarse en verdad en quién era Eduardo Galeano. Lo mismo sucede con incontables publicaciones que lo reducen a “12 frases célebres”, ¡la trivialización total de su vida, obra y pensamiento!

 

Sin embargo, la obra de Eduardo Galeano sigue hablando por él mismo. Desde la publicación de “Las venas abiertas de América Latina” en 1971, decenas de miles de personas empezaron a tomar conciencia de que la historia de América Latina había sido falsificada, de que nos habían invertido la realidad y de que todo el proceso de colonización y conquista había sido en verdad una invasión de despojo y genocidio que continuaba hasta nuestros días. El comienzo mismo de “Las venas abiertas” contiene unas ideas que retumbaron en la conciencia de los latinoamericanos, derribando ídolos de barro construidos por el adoctrinamiento cultural, ideológico y religioso de cientos de años:

 

“La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta.”

 

Aunque Galeano renegara casi al final de sus días de esta obra, ya que su pensamiento y escritura obviamente habían evolucionado y la consideraba un poco panfletaria, todo lo que él allí decía sigue vigente, 44 años más tarde.

 

 

La magia de Galeano

Obviamente, Galeano era un escritor muy comprometido con la realidad y con la historia, pero, usaba su arte de escritura para relatar una historia alternativa, y dando una alternativa histórica, de una manera poética, punzante y filosófica. Al contrario de los historiadores tradicionales, para quienes la historia es simplemente una colección de fechas y de eventos acumulativos narrados en una prosa aburridora, para Galeano la historia era un ser vivo, contada por personajes reales que de una manera u otra habían participado como hacedores de su propio destino o como contradictores de quienes los querían sojuzgar.  

 

Su obra poético-histórica

Eduardo Galeano logró lo que ningún historiador o novelista había logrado antes en América Latina: Que sus libros fueran inmensamente populares y que su mensaje cruzara fronteras, culturas, cultos, dialectos, condición social y naciones. Pero, no se trataba de un mensaje superfluo o meramente novelístico. Entre el mito, la leyenda, la historia y la poesía, Galeano recontó historias, personas y lugares que no tenían cabida en la historia tradicional. En “La memorias del fuego” recorrió nuestra geografía, esa misma de “Las venas abiertas”, recordando el pasado que había sido cercenado por la invasión española y después por sus herederos, la iglesia y los terratenientes.  Galeano recrea la memoria histórica perdida y nos muestra cómo el pasado y el presente se encuentran en los lugares más inesperados, y, metafóricamente, cuál puede ser el papel de un libro para devolvernos las memorias o identificarnos con los nuestros.

 

Del Volumen III de “Las memorias del fuego”, este relato que él leyera una noche en una pequeña librería de San Francisco, California, hace ya casi un par de décadas, ilustra este punto:

 

“En la sierra mexicana de Nayarit había una comunidad que no tenía nombre. Desde hacía siglos andaba buscando nombre esa comunidad de indios huicholes. Carlos González lo encontró, por pura casualidad.

Este indio huichol había venido a la ciudad de Tepic para comprar semillas y visitar parientes.

Al atravesar un basural, recogió un libro tirado entre los desperdicios. Hacía años que Carlos había aprendido a leer la lengua de Castilla, y mal que bien podía. Sentado a la sombra de un alero, empezó a descifrar páginas. El libro hablaba de un país de nombre raro, que Carlos no sabía ubicar pero que debía estar bien lejos de México, y contaba una historia de hace pocos años.

En el camino de regreso, caminando sierra arriba, Carlos siguió leyendo. No podía desprenderse de esta historia de horror y de bravura. El personaje central del libro era un hombre que había sabido cumplir su palabra. Al llegar a la aldea, Carlos anunció, eufórico:

—¡Por fin tenemos nombre!

Y leyó el libro, en voz alta, para todos. La tropezada lectura le ocupó casi una semana. Después, las ciento cincuenta familias votaron. Todas por sí. Con bailares y cantares se selló el bautizo.

Ahora tienen cómo llamarse. Esta comunidad lleva el nombre de un hombre digno, que no dudó a la hora de elegir entre la traición y la muerte.

—Voy para Salvador Allende—dicen, ahora, los caminantes.”

 

Con “Las palabras andantes”, él mismo anduvo el mundo sembrando sus palabras de país en país, de primavera en primavera. Cuenta Galeano que le trató de explicar al grabador de las ilustraciones en qué consistía ese libro para que pudiera hacer su trabajo, pero el ilustre grabador se le quedaba mudo. Entonces, nos narra Galeano en la introducción de su libro: “Le cuento las historias de espantos y de encantos que yo quiero escribir, voces que he recogido en los caminos y sueños míos de andar despierto, realidades deliradas, delirios realizados, palabras andantes que encontré —o fui por ellas encontrado.

Le cuento los cuentos; y este libro nace.“

 

Todas los escritos de este libro nos abren ventanas a un mundo que fue, que pudo ser o que no debería ser. Galeano nos convierte en testigos históricos que entran en esos lugares del pensamiento o de la vida que nos son cotidianamente negados, para que veamos lo que hay detrás de la manipulación, la desinformación, los falsos valores con los que nos consumen los medios.

 

Galeano también penetra en los pequeños actos cotidianos, aquellos que parecen insignificantes pero que son los que más oprimen. Vivimos en una dictadura de las cosas, los sentidos, las instituciones, las personas, los amigos, ¡muchas veces sin siquiera notarlo!

 

De “Las palabras andantes”, Ventana sobre las dictaduras invisibles.

 

“La madre abnegada ejerce la dictadura de la servidumbre.

El amigo solícito ejerce la dictadura del favor. La caridad ejerce la dictadura de la deuda.

La libertad de mercado te permite aceptar los precios que te imponen.

La libertad de opinión te permite escuchar a los que opinan en tu nombre. La libertad de elección te permite elegir la salsa con que serás comido.”

 

Así como Galeano estudió comunidades indígenas, exilados, perseguidos, luchas de clases, dictadores y oprimidos, navegó los vericuetos de todos nuestros países, con sus idiosincrasias de poder corrupto, de Norte a Sur, pasando por barriadas y centros de control que algunos llaman de poder. Fue así como llegó también un día a Colombia, este país mágico, donde por arte de magia los políticos hacen desaparecer todos los dineros públicos entre sus bolsillos, y entendió que como muñecos de ventriloquía, los políticos pagan hasta para que les digan qué decir, ya que sus cerebros son buenos a la hora de amañar contratos, cometer actos de abuso de poder y en muchos casos, de mandar a matar a sus oponentes. De “El libro de los abrazos”, este relato que es un pequeño retrato de un país tan artificial que la realidad tiene que ser inventada.

 

Elogio del arte de la oratoria

 

“En el poder, hay división de trabajo, el ejército, las bandas armadas y los asesinos sueltos se ocupan de las contradicciones sociales y la lucha de clases. Los civiles tienen a su cargo los discursos.

En Bogotá hay varias fábricas de discursos, aunque sólo una de las empresas, la Fábrica Nacional de Discursos, tiene teléfono registrado en la guía. Estas plan-tas industriales han discurseado las campañas de numerosos candidatos a la presidencia, en Colombia y enlos paÌses vecinos, y habitualmente producen discursos a medida para interpelar ministros, inaugurar escuelas o cárceles, celebrar bodas o cumpleaños o bautismos,

conmemorar próceres de la historia patria y elogiar difuntos que dejan vacíos imposibles de llenar:

- Yo, el menos indicado quizá…”

 

Y, dentro de los países artificiales, expuso Galeano, existen también mitos colectivos implantados desde arriba, identidades prestadas de cosas que nunca existieron, diseminadores de falsas conciencias que operan por la radio, la televisión, las ceremonias, los atrios de las iglesias y hasta los himnos patrios. Del libro “Espejos, una historia casi universal”: Himnos

 

“El primer himno nacional del que se tenga noticia nació en Inglaterra, de padres desconocidos, en 1745. Sus versos anunciaban que el reino iba a aplastar a los rebeldes escoceses, para desbaratar los trucos de esos bribones.

Medio siglo después, la Marsellesa advertía que la revolución iba a regar los campos de Francia con la sangre impura de los invasores.

A principios del siglo diecinueve, el himno de los Estados Unidos profetizaba su vocación imperial, por Dios bendita: Conquistar debemos, cuando nuestra causa es justa. Y a fines de ese siglo, los alemanes consolidaban su tardía unidad nacional erigiendo trescientas veintisiete estatuas al emperador Guillermo y cuatrocientas setenta al príncipe Bismarck, mientras cantaban el himno que ponía a Alemania über alles, por encima de todos.

Por regla general, los himnos confirman la identidad de cada nación por medio de las amenazas, los insultos, el autoelogio, la alabanza de la guerra y el honroso deber de matar y morir.

En América Latina, estas liturgias, consagradas a los laureles de los próceres, parecen obra de los empresarios de pompas fúnebres:

el himno uruguayo nos invita a elegir entre la patria y la tumba y el paraguayo entre la república y la muerte,
el argentino nos exhorta a que juremos con gloria morir,
el chileno anuncia que su tierra será tumba de los libres,

el guatemalteco llama a vencer o morir,
el cubano asegura que morir por la patria es vivir,
el ecuatoriano comprueba que el holocausto de los héroes es germen

fecundo,
el peruano exalta el terror de sus cañones,

el mexicano aconseja empapar los patrios pendones en olas de sangre

y en sangre de héroes se baña el himno colombiano, que con geográfico entusiasmo combate en las Termópilas.”

 

La obra de Eduardo Galeano, universal, poética, reveladora y desmistificadora no tiene par en América Latina. Galeano era la conciencia de un continente, una conciencia poética, profunda, a la vez sencilla y compleja. Galeano supo escuchar a los que no tenían voz y escudriñar donde no había luz, recordar donde había solo olvido y dar significado a una existencia carente de sentido, donde los dioses salidos de cielos imaginarios o los dioses de barro salidos de nuestros infiernos económicos y políticos, eran quienes manejaban nuestro destino. Galeano mostró que existía otro camino para escribir, pensar, soñar y construir un mundo más humano, oscurecido por las sombras de imperios, ejércitos y religiones. Sí, ha muerto un gran escritor, pero se llevó consigo la conciencia más grande de América Latina, a la vez que nos dejó en sus escritos las semillas para que esta siga creciendo.