“RESPIRANDO EL VERANO”:
LA NOVELA DEL CALOR
A la memoria de María Josefa
Juan Carlos García
Profesor de la Universidad Nacional de Colombia
“Celia llegó al pueblo la mañana del veintiséis de diciembre de mil ochocientos setenta y uno. Los más viejos la recordaban por que fue la primera mujer que, en principio, confundieron con un hombre. Nadie hubiera sospechado que ese jinete sólidamente asentado sobre la silla, con las dos piernas abiertas en herradura y prensadas a los lomos del caballo como cualquier chalán, pudiera ser la sobrina del doctor Milcíades Domínguez Ahumada que éste había escogido por esposa. Entró por la calle real -rubia y sólida bajo el sombrero de cabuya, mirando más allá de los árboles, temblándole los senos bajo la camisa de liencillo- y se dirigió sin preguntar, como guiada por un olor, a la casa de paja que quedaba bajo los dos almendros en un ángulo de la plaza. Desmontó y penetró allí y allí se quedó por espacio de setenta y siete años, en el transcurso de los cuales parió once hijos y sufrió siete velorios, entre ellos el de su esposo. Nunca más montó a caballo y, durante esos setenta y siete años, no salió sino doce veces al pueblo (ella llevaba, al respecto, una cuenta rigurosa) y sus otras salidas, esta vez por los lados de la playa, fueron con sus nietos para tomar los baños de mar. Su ausencia en un hospital de Panamá, cuarenta y seis años después, duraría dos meses. El resto fue la casa y el patio. Penetró a la casa como un alma que penetra en un cuerpo. De ahí su trabazón casi sagrada con los horcones, las vigas, las techumbres y las paredes de estiércol de vaca apretado contra las cañabravas. Cuando ella traspuso por primera vez el umbral, la casa tenía su misma edad y duró exactamente lo que duró ella. A los tres días de muerta la casa se derrumbó de golpe como si alguien le hubiese dado un brusco manotazo. Ella lo presentía y algunas veces, muchas veces, habló de eso con sus hijos. Sinembargo parecía no darle importancia a este aspecto, el más inquietante y misterioso de su existencia”.
La novela del pintor y poeta Héctor Rojas Herazo que da vida a este personaje conmovedor pero no conmovido, con voz de mando siendo como es mujer de hogar, anciana achacosa aunque vigorosa cual jinete, se llama, y no podría llamarse de otra manera, “Respirando el verano”. En ese calor que acompaña cada página de la novela en cuestión se advierte no solo la presencia tutelar de Celia, tal es su nombre, sino la realidad del trópico, exactamente del caribe colombiano, cosido por la intensidad del calor y signado por la decadencia y el abandono, no porque huyan los pobladores de la realidad que los envuelve, sino porque esta se agota, más que se acaba.
Porque a la novela de Rojas Herazo la acompaña la decadencia, tal es su fuerte. El lector se reconoce en la decadencia, la herrumbre del tiempo y en la vida de la costa caribeña, página tras página: se respira el verano, y no es una metáfora. Pero no de modo furtivo, azaroso, sin sentido. En absoluto. Todo se entreteje en y desde una familia decadente engarzado con un bello personaje salido de las entrañas, Celia; decadente en tanto es la representación de un hogar tradicional que no tiene lugar en el presente, católico sin ser evidente, jerárquico sin ser matrilineal; tan tradicional que sobreviene del premoderno siglo XIX y se destruye cuando la casa, lugar de unidad y vínculos afectivos con la madre, con la esposa, con la abuela, también se cae con la muerte de ella, que es con la que abrimos esta reflexión literaria.
El largo párrafo que inaugura esta interpretación es revelador. Nótese, si no se reparó en él, la síntesis de la vida y la muerte, la llegada y la partida, la dialéctica del calor. En principio nos confunde, tiene que hacerlo. La protagonista de la novela no es, como se cree, la mujer que no sale de la casa campesina y de su patio también informal aunque bello, bellísimo; ella la mujer que es ese rancho viejo donde murió, no es quien protagoniza esta historia de duelo, sino algo más problemático, estéticamente hablando, geográficamente más invisible. El protagonista es el calor, el cual se respira en cada párrafo, hemos dicho, con respeto visible por el lector no acostumbrado a tales aventuras.
El calor, intenso, sofocante, brutal, se lee en la realidad que Celia va sin querer describiendo a su paso con su caminar de lisiada, bastón incluido. Es a través del calor que la novela se nos presenta con el signo de la decadencia, la ausencia y la enfermedad. No hay conservación, se advierte. Menos tranquilidad para con los seres de carne y hueso: no podría lograrse. El caribe es y solo puede ser intensidad. Lo que hay es el acabose: el calor como personaje va reduciendo el espacio mínimo de dicha y felicidad que en algún momento la familia de Celia ha gozado, con lo poco que le ha correspondido siendo como son hacendados, valga decirlo con pesar. El calor, ese sofoco con desespero, ese sudor permanente, el desgano de no hallarse, también nos anuncia desde la primera página, incluso desde el mismo título, el fin de la novela: la muerte.
Pero la novela no es triste y menos habla de la tristeza pues puede creerse que una familia decadente lo es. Ni la tristeza se legitima ni se impugna. Y el lector no espera que el autor busque describirla o analizarla en uno u otro personaje secundario. Faltaba más. Lo que la lectura reconoce es que ellos, los hombres y las mujeres que transitan la novela, y uno que otro niño juguetón y preguntón, no se dan cuenta para dónde van: son tan libres que hasta pesar da. Solo Celia, añosa, longeva, ciega, es consciente de que al morir se caerá con ella la casa y todo, su vida, sus recuerdos, sus cosas, serán consumidas por el olvido, que es otra forma de decir, la soledad del verano, ese sol hecho un infierno. Pues el verano también es solitario y se permite tales insolencias, más por estos lugares salidos de la buena de Dios.
Una abuela que es al tiempo madre y viuda entreteje todas las páginas de la novela con la voz fuerte de su carácter y con su cabellera de matrona. Si en algún momento ella se viste de joven, en años ha, no es esto lo que busca el lector, sino el motivo que esta mujer bella, entrada en años y achaques, tiene para con la vida y la muerte. Acepta lo que viene, en verdad parece no importarle. No lucha y menos se entrega, solo entiende el juego azaroso de la vida que así como dice “ya llegué”, también puede decir “me he ido”.
Si esta es una historia de la decadencia, no lo es de una persona en particular, aunque se crea, por más presencia que ella tenga en el relato de provincia. Lo es de la situación diversa y total de la cual Celia tiene conciencia clara pues sabe a dónde la llevan los calores del medio día, y en qué lugar del patio se encuentra su tranquilidad, esa brisa que parece llegarnos al mirar su mecedor. A ella y a la casa caribeña, que es prolongación de su misma existencia, le corresponde animar las páginas mejor logradas por Rojas Herazo. Ella es la patria que se pierde, duelo y olvido de lo que algún día fue presencia. Hoy pasado, recuerdo.
Pero no se crea tampoco que esta es una novela sobre la vejez. “Respirando el verano” tiene todo menos de senectud. No puede ser la vejez la constante argumental. No estamos en realidad en una novela tradicional de familia venida a menos con casa incluida, aunque parezca. Nos encontramos con una hermosa historia donde hasta el tiempo se derrumba, incluso antes de la casa. Es claro que si no hubiera seres humanos en la historia del verano, ella, la novela del calor, existiría. Pero más claro aún es advertir que los hombres, mujeres y niños que atraviesan las páginas de la novela con sus actos ajedrezados llenos de dicha o de soledad, son excusas anodinas para mostrarnos algo más constante y casi invisible a los ojos del lector: en la trama existe la belleza del verano.
Porque en el verano hay belleza, y mucha. En ella la naturaleza se confunde hasta abrazarse con el silencio y manifiesta sin dilema argumental que no hay dramatismo alguno, solo la realidad del mito: el verano acaba con todo. Y donde se logra tal retrato es en el patio, organizado por la mano prodigiosa de Celia que a su manera asume una posición de sujeto definido, tanto o igual a la figura que adquiere la casa como lugar de encuentro y abandono. Lugar para parir y para morir.
De esta mujer que entusiasma al lector y hace que el sentimiento no sea una palabra, sino un vínculo definido de dependencia y gratitud, se puede esperar que siga hasta el final, casi sola, cuando se apaga para siempre, junto con el relato, la llama de la verdad, ese calor que pudo con todo. Se puede esperar más, no solo lecciones, no solo recuerdos de tiempos idos, sino una sabiduría en la situación que reproduce el calor cual mito: no podemos contra él, aunque lo describamos estéticamente. Y lo hace el autor a través de una serie de interpretaciones para nada sofisticadas, las más de las veces con la voz de Celia incluida, cual acento de matrona sin dueño; también todo ello es bello, tiene por qué serlo pues la vejez también es bella. Recuérdese que la viudez es obra del verano. Y Celia sí que lo sabe.
Esta abuela nos ha entretenido, con el mito del verano ha hecho que volvamos la mirada y con ella la sensibilidad, por qué no una lágrima, a los seres que hemos conocido, ancianos ya, a lo mejor ciegos, cuando ellos, hoy sombras de un ayer lejano, se acababan como las casas viejas que abandonadas y sin calor humano van al piso. Introduciéndonos en esta, otra novela nos espera, con abuela incluida, el títulos nos desvela, “Celia se pudre”. Damos gracias cual lectores furtivos, generosos en el hacer, al pintor y poeta Héctor Rojas Herazo por sus palabras cargadas de belleza, salidas del duelo incierto con el verano, en el cual todos, absolutamente todos lectores y escritores, perdemos.
Bibliografía
ROJAS HERAZO, Héctor (1962), Respirando el verano, Bogotá: Ediciones Tercer Mundo.
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