UN SEGUNDO LUGAR
CON TUFILLO DE GLORIA
Carlos Eduardo González
En la tarde del martes me llamó Juan Carlos, el director de la banda. ¨Hermano, el sábado salimos para Sesquilé. El concurso departamental es el domingo en la tarde; ¿va a ir?¨. Quedé atónito, de que me invitaran. Le dije claro, en dónde nos encontramos. ¨En la plaza central. Ahí a las 10 de la mañana. Puntual no Carlitos¨. Y claro, no me podía dar el lujo de llegar tarde; obviamente no me iban a esperar. Juan me pidió un favor. Era sencillo. Me dijo que si podía recoger a John, uno de los niños de la banda. Claro, yo no tenía ningún problema, sólo debía madrugar más, quizá a las ocho, ¡un esfuerzo enorme!.
En la tarde del viernes asistí al último ensayo, antes del concurso. John estaba parado afuera de la casa de la cultura, iba de jeans azules, viejos; una camiseta negra, totalmente descolorida, de hecho no sé si era gris y estaba sucia; y una chaqueta naranja, por un momento llegué a confundirlo con Goofy, el amigo de Mickey. Empezó a contarme cómo había sido su semana. Las ansias, pero al mismo tiempo los nervios; la emoción, sin hacer a un lado el temor; la felicidad de viajar, pero también la tristeza de dejar a su mamá y a sus hermanos todo el fin de semana; según mencionó, son las personas que más quiere en el mundo.
¨Yo estuve pensando toda la semana en ganar, hemos tenido que ensayar mucho todo este tiempo, para poder participar en este concurso. Usted ha podido ver lo que hemos tenido que pasar en ese salón para que cada vez nos salga mejor todo¨. Y sí, tenía que admitirlo, eran muy dedicados; además, muy técnicos y capaces, pero, todos estábamos de acuerdo con algo, eso no era suficiente para ganar. ¨Oiga John y usted practica fuera de aquí¨, le pregunté. ¨Claro, mire yo tengo una flauta, no es muy bonita, ni siquiera nueva, pero me sirve. Yo tarto de ensayar lo que más puedo. Cuando me queda tiempo, luego de hacer tareas y estar aquí, eso es lo que hago.¨
Es que John no era un niño de 12 años común, quizá es uno muy poco común. Él se levanta a las 4 de la mañana; levanta a su hermana de 9 años; hace el desayuno para ambos, pues su mamá trabaja en flores y se va a las 4:30; deja la mitad del almuerzo hecho; le plancha el uniforme a su hermana; se baña y juntos desayunan para llegar a la escuela que queda en una vereda a casi una hora caminando, pues casi nunca tienen para el colectivo. Además de que la escuela era bastante retirada del centro del pueblo, ellos vivían al otro extremo. No la tenía nada fácil, sin embargo, siempre trataba de sobreponerse a todo eso y seguir con su lucha diaria.
Empezó el ensayo, como de costumbre, a las 5 de la tarde. Todos estaban nerviosos, ansiosos, sonrientes, alegres, aunque por dentro, todos tenían las mismas mariposas que John. Empezaron a practicar, todos estaban desafinados. No coordinaban mucho, sonaban a destiempo y todos estaban distraídos. Juan tuvo que darlos un momento para que tomaran aire y volvieran concentrados.
Le dije a John que fuéramos a tomar algo, quizá era hambre. Aunque no. Más bien era ansiedad. ¨Anoche no dormí, estuve casi toda la noche despierto. Esta mañana no desayuné, salí del colegio directo a mi casa, hice el almuerzo y me vine al ensayo¨, yo lo miré fijamente, pensaba en lo difícil que le tocaba a este chico. Entramos, John tomó su flauta, al igual que el resto de sus compañeros con sus respectivos instrumentos, empezó a tocar. Sonaban mucho mejor. Juan ensayaba una y otra, y otra, y otra vez las canciones, aunque sólo podían interpretar una o dos en el concurso, eso fue lo que me dijo.
Eran las siete, ya se había acabado el ensayo. Yo me ofrecí a llevar a John hasta su casa. Aunque sabía que era muy, muy lejos, no quería que se fuera solo hasta allá. Tomamos el camino a su casa, era largo, estaba en malas condiciones; lleno de barro, por las lluvias; poco iluminado, pues era una zona rural del municipio; y no había más que potrero por todo lado. Nos fuimos hablando sobre música, aunque yo no sabía mucho, -por mucho me refiero a nada-. Lo dejaba hablar a él únicamente. Mi cerebro no respondía, no le entendía mucho, ni siquiera sabía de lo que hablaba. En fin, llegamos a su casa. Era un lugar muy pequeño, rodeado por árboles y pasto; tenía un piso y estaba construida con ladrillos únicamente. Me invitó a pasar le dije que era muy tarde, pero él insistió y yo acepté. Él entro, saludo a su mamá y a sus dos hermanitas, y a la habitación a cambiarse. Por dentro la casa era sencilla. Tenía una sala, una cocina, una habitación grande y un baño pequeño. La mamá me ofreció un tinto, yo se lo acepté con alegría, el frío era intenso. John buscaba su pijama entre el montón de ropa que había arrumada en un cajón, votó todo al piso, pero al fin la encontró. Era un pantalón verde y una camiseta blanca, que juntos hacían una pijama maltrecha. Se sentó en una silla amarilla a ver televisión en el pequeño aparato que tenían en la sala. Estaban dando las noticias, yo no les puse cuidado, sólo lo observaba a él. Él, inconsciente, se concentraba en la televisión.
Ya era tarde, me despedí, le devolví el pocillo a doña luz, la mamá de John. Antes me habían contado cómo consiguieron lo del viaje, ya que necesitaba para sus gastos personales allá, en Sesquilé. Su mamá se los pidió prestados, los veinte mil que le dio, a una compañera de trabajo. Ella le dijo ¨sin falta se los pago el 5, en la quincena¨. John no los quería recibir, pero su mamá lo instó a tomarlos. John se sentía culpable, se sentía mal por hacerle gastar esa plata a su mamá. Ella, aunque no era mucho, se los daba con todo el cariño posible. Él los tomó, de inmediato los guardó en el pantalón que usaría para ir al concurso.
Le di la mano a John, igual a su mamá y, de un adiós, me despedí de sus hermanas. Ellos se quedaron en la puerta de la casa mientras veían cómo yo caminaba por el sendero hacia la sociedad. John se quedó hablando de las expectativas que tenía del concurso, de su rutina, del viaje y de la falta que le harían durante ese fin de semana.
Al día siguiente, muy a las 8:30 de la mañana, llegué a recoger a John. Pensé en decirle que nos fuéramos en bus, pero a Sesquilé eran, en promedio, dos horas; opté por decirle que camináramos, él no tuvo mayor inconveniente con eso, por el contrario lo relajo, pues cuando yo le encontré, parecía muy tenso, ni siquiera había querido desayunar. Casi a las diez llegamos a la plaza central. Estaban casi todos, faltaban uno o dos niños. Cada uno estaba encargado de llevar su instrumento, claro, el de la casa de la cultura, no propiamente de ellos. Nos montamos en el bus y comenzó el viaje. Yo me quise sentar al lado de John, no quería perderle de vista, pero al parecer quería descansar de mí y se hizo con Andrés, un trompetista.
Yo me quedé dormido a mitad de camino, era largo y difícil de llevar, estaba lleno de curvas y abismos. Ellos, John y Andrés, platicaban sobre fútbol, sí fútbol. A estos niños les gustaba algo aparte de la música. John era aficionado de millonarios, mientras Andrés de Nacional. Discutían por cuál era el mejor equipo. Creo que ahí no había discusión, John no tenía cómo ganar esa lucha. Hablaban y hablaban. Quién tenía más títulos; qué jugador era mejor; quién estaba en una mejor posición; cuál tenía la hinchada más grande; y una plétora de nimiedades.
John sacó de su pequeño maletín azul un paquete. Su mamá le había empacado unas arepas para que comiera en el camino. Estaban en una bolsa amarilla, forradas dentro de una bolsa de plástico transparente. Sin más las sacó, le ofreció a Andrés, a mí y los que estaban a su alrededor, casi nadie se negó al ofrecimiento, incluyéndome a mí. De repente, luego de convidar las arepas, John, Andrés y todos quedamos dormidos cómo si esas arepas tuvieran un ingrediente mágico, algo que nos allá hecho caer profundos en el sueño, del que no despertaríamos hasta estar muy cerca de nuestro destino.
Llegamos al centro de Sesquilé, cansados, agobiados por el calor que hacía y muertos del hambre y de la sed. Nos acomodaron en un colegio del municipio; ahí debíamos comer y dormir hasta el domingo, el día del concurso. Nos instalamos. Cada uno, por aparte, ensayaba con su instrumento. Lo cuidaba como un tesoro, un tesoro invaluable, que le daría la satisfacción de devolverse a casa con el honor de haber triunfado en tierras ajenas. Aunque de alguna forma, no todos pensaban así, todos tenían la misma idea de una forma ambigua.
Pasamos todo el día pensando en el concurso, hasta yo que no tenía nada que ver con éste. Pero se había convertido en algo importante para mí; sobre todo, por las personas que hacían parte de ese equipo. Mañana, tarde y noche, luego de comer algo, se dedicaban a ensayar. Yo sólo los miraba, no podía hacer más, ya que si hablaba los iba a desconcentrar. John estaba sólo, apartado del resto, jugando con su flauta, intentando explotar todo de ella. Quería sacar todo lo que pudiera de ésta. Llegada la noche no quedó más que comer algo y dormir. Todos esperaban el gran día con ansias. John me llamo a un lado y me dijo que se sentía muy nervioso, que no sabía si podría hacerlo, que le daba miedo ¨embarrarla¨ y echar al piso todo el esfuerzo de sus compañeros. Lo único que podía decirle es que durmiera y se tranquilizara. ¨Piense en todo el tiempo que le ha dedicado a esto, fresquéese y trate de hacerlo lo mejor que pueda.¨ John se fue a dormir, dio vueltas toda la noche, no pudo pegar el ojo.
Al fin llegó la competencia, lo que habían esperado por meses, por lo que tanto se habían esforzado tanto, y lo difícil que les había quedado llegar allí, de una u otra manera. La plaza central estaba atiborrada de espectadores, todos atentos a que arrancara el espectáculo. Varias bandas de todo Cundinamarca empezaron a sonar. Unas eran buenas, mejor que otras. El día se hacía largo, el sol extenuante, la gente aglomerada y las notas refunfuñando en los oídos agotados por todas las horas de espera. Al fin, era el turno de la banda sinfónica de Cajicá. Como era de esperarse, no tenían muchos seguidores, de hecho, quizá yo era el único que los acompañaba y unos dos padres de familia. Entonaron esa canción de que hizo tan popular a Celia Cruz hace unos años, cuando hacía parte de ¨La sonora matancera¨. No recuerdo cómo se llama la canción pero es esa que dice ¨traigo hierba santa, pa la garganta. Traigo…¨en fin, esa canción. Los segundos se hacían eternos, empezaron de gran manera, aunque el jurado no parecía tan convencido. Las palmas y las sonrisas animaban a los muchachos a seguir tocando, a pesar de la inclemencia del clima. Todos estaban conectados, menos uno, John. Él estaba muy nervioso. En un momento se perdió del resto del grupo, al parecer el jurado no lo notó, por suerte. Pero ya en una consecución de errores, los jueces empezaron a hacer caras, al ver el error del muchacho. Yo estaba más nervioso que él tal vez. El niño con el que había compartido como diez ensayos; horas de charlas sobre música; tardes de caminatas; y hasta un café, era el que la estaba embarrando. Terminaron, entre aplausos y gritos de júbilo despidieron a la banda. John estaba sudando, que digo sudando, estaba empapado por la humedad del ambiente, aunque él no le prestó más atención, ya que estaba concentrado en sus errores.
El jurado se levantó. Empezó a hablar sobre todas las bandas, su buen desempeño, lo reñido de la competencia, en fin. ¨Llegó el momento de la verdad¨, dijo uno de los jurados. Sacó un sobre y empezó. ¨El tercer lugar es para… la Banda de Tocancipá¨. Los aplausos no se hicieron esperar, silbidos y aplausos se mezclaban en el aire. Luego otro juez anunció el segundo lugar. ¨Silencio por favor. El segundo lugar es para… Cajicá!!!¨ Esta vez los aplausos fueron más fuertes, pero las caras de los muchachos no eran tan alegres, la mía… tampoco. Sin embargo, pasaron por sus medallas y su trofeo, con la cabeza en alto. John pasó a recogerlo y recibió los aplausos de todos, se le olvidó por un momento que por él no ganaron. Al final ganó Chía, pero eso fue lo de menos. La sonrisa de cada uno, sobre todo la de John, hicieron que las horas, el esfuerzo y las dificultades, no tuvieran valor frente a semejante triunfo.
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