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                        CULTURA

         

                 Colombia brilló con luz propia

                          en el Smithsonian

         

Mario Lamo Jiménez

"Sean respetuosos de su cultura y conózcanla, sientan orgullo de lo que son, de su familia, de su tierra, de su trabajo, ¡y háganlo con verraquera!"

 

Después de recorrer por días enteros el Festival de Culturas y Tradiciones Populares del Instituto Smithsonian, de tomar cientos de fotografías y de grabar varias horas de video, incluidas entrevistas y presentaciones, la única conclusión a la que se puede llegar es que Colombia brilló con luz propia en este festival. La cultura colombiana se tomó el centro de exhibición y conservación cultural más grande del mundo, pero nada de lo que se dio allí se dio por accidente. Fue una colaboración de muchas instituciones, años de investigación y el trabajo de cientos de personas, para que una representación colombiana de 100 artistas, artesanos y cultivadores de la esencia del ser nacional, expusieran ante el público estadounidense y latinoamericano presente, lo más auténtico, lo más tradicional, lo más sentido de nuestro ancestro cultural.

 

 

 

 

Cada cual expuso con orgullo su trabajo y sintió la admiración de parte de un público respetuoso y ansioso de aprender las maravillas de un país llamado Colombia. En los días que estuve en el festival hablé con docenas de participantes, procedentes de las más diversas regiones de Colombia: un shamán y maloquero matapí, venido del Amazonas, Rodrigo Yucuna; un auténtico arriero antioqueño, Leonel de Jesús Loaiza, de Concordia, Antioquia; un llanero experto en tocar el cuatro y preparar ternera a la llanera, Joel Pérez Chávez; los miembros de un conjunto de cuerdas de Girardota, Antioquia, Aires del Campo: Manuel José Cadavid Cataño, Óscar de Jesús Cadavid Cataño, Jorge Enrique Cadavid García, Elkin de Jesús Meneses Rojo y Fernán de Jesús Rojo Meneses; el director de un grupo folclórico de Mompox, Samuel Mármol Villa; y mujeres dedicadas al arte de la cestería o a las artes culinarias, tejedoras de ruanas y de ilusiones, entre ellas, Raquel Andoque Andoque, alfarera, cocinera, cantante, tejedora y mil cosas más, procedente de Araracuara; y de cada cual escuché el mismo mensaje: El orgullo tan grande que sentían de poder representar al país en el extranjero y el amor y el respeto con el que habían sido tratados por un público receptivo y ansioso de conocer sus historias, y además, ¡cuánto habían aprendido de sus demás hermanos colombianos con quienes habían estado separados por la geografía, las costumbres y hasta por el idioma!

Sin embargo, había un subtexto que también estaba presente en las charlas con todos estos compatriotas: la sensación de recibir el aprecio en el exterior que los colombianos no les están brindando en su propia patria. No se trata de una queja, se trata de una aguda observación sobre la realidad que heredamos tras siglos de esclavitud, colonialismo y servidumbre: Los verdaderos creadores de cultura y de riqueza, riqueza material y espiritual, han sido pordebajeados, discriminados, humillados y exterminados físicamente por una cultura y un modo de vida impuesto desde el extranjero. Los colombianos no apreciamos la belleza de nuestros ancestros, el colonialismo nos enseñó a odiarnos a nosotros mismos: cada vez que en tono despectivo alguien dice que otra persona es un "negro" o un "indio", se está insultando a sí mismo. Todos los colombianos somos mestizos. El DNA de todas nuestras madres se puede trazar directamente a las mujeres indígenas de los diferentes grupos étnicos de Colombia. El color de la piel, la diferencia de costumbres o de idiomas no nos convierte en seres superiores o inferiores, existe una sola raza, la raza humana, debajo de la piel, todos somos iguales.

El Smithsonian dio una oportunidad única de reunir representantes de la diversidad cultural y ecológica colombiana en un mismo espacio. ¿Dónde más encontrar juntos a un auténtico arriero paisa y a un shamán de la Amazonía?

En estos días pude compartir las experiencias de un centenar de colombianos que llevan la cultura en la sangre, la alegría en la sonrisa y las huellas de su trabajo en sus manos de artistas y trabajadores. Charlaba yo, por ejemplo, con Rodrigo Yucuna, el shamán del Amazonas y me explicaba él cómo era el último shamán de su comunidad. No hay quien lo reemplace. El oficio de shamán, de médico, de vidente, es un oficio que toma toda una vida para aprender.

Él no sabía que yo soy antropólogo, pero me explicó con una claridad única por qué los antropólogos no son las personas indicadas para estudiar y tratar de recuperar una cultura: "El antropólogo interpreta lo que le dicen, y lo que escribe puede que no tenga nada que ver con la realidad cultural de un pueblo, de una comunidad. La gente misma de la comunidad debe ser la encargada de recuperar su cultura". No podía estar más de acuerdo, los antropólogos somos objetos de museo, para ser exhibidos como algo que existió pero que ya no cumple ningún oficio. Cuando le dije que era antropólogo se disculpó, le dije que no había nada de qué disculparse porque estaba diciendo la verdad. Los indígenas con quienes conviví fueron mis maestros, yo aprendí de ellos, ellos no aprendieron nada de mí. El shamán lleva en su cerebro una biblioteca ancestral irremplazable, con más volúmenes de sabiduría que cualquier biblioteca de papel con miles de libros.

Ahora bien, ¿cómo ve el pueblo colombiano raso al indígena? Como un ser inferior. Absolutamente paradójico: El que en verdad tiene el conocimiento ancestral de nuestra fauna, flora y de cómo no destruir lo que tenemos, es mirado como inferior y los destructores de los ecosistemas son los seres superiores. El mundo patas arriba.

Y, el que ve al arriero como un ser inculto que sólo sabe de mulas, está completamente equivocado. Un arriero como Leonel de Jesús Loaiza, carga en su carriel toda una biblioteca histórica de lo que fue la construcción de este país, toda una serie de recuerdos de cómo este país llegó a ser lo que fue. ¿Cuántos de ustedes, hermanos de ciudad, cargan en una pequeña bolsa toda su historia, su historia familiar, ancestral y cultural? En el arriero vi a un ser orgulloso de su trabajo, de su origen, de su identidad cultural. Su trabajo es duro y lo debe complementar con oficios del campo, pero vive con dignidad y es más rico en cultura y valores que el millonario más grande de Colombia. Respetuoso de su familia, de sus hijos, hasta de su mula, sabe que su trabajo es un modo de vida heredado de sus ancestros. Su padre heredó el carriel de su abuelo, y él heredó el carriel de su padre. El carriel es un museo ambulante donde se guardan recuerdos e instrumentos de trabajo, donde se perpetúa un oficio que también, a mucho orgullo, ayudó a construir este país.

Hablé con una mujer del Amazonas que estaba tejiendo una cesta, Raquel Andoque Andoque. Le pregunté cómo era un día de su vida. Levantarse a las cinco de la mañana, ir a la chagra, cosechar la yuca brava o desyerbar, traer los frutos de la tierra de vuelta a la comunidad. Si tienen hijos pequeños, cargar con ellos a la chagra. Ya de vuelta dedicarse a la preparación del casabe y después a tejer más implementos para poder seguir adelante con su trabajo. ¿La maloca? El sitio de reunión colectiva, una especie de templo donde la sabiduría se transmite y se comparten los productos del día. Este rostro pintado, estas manos trabajadoras, cada arruga de su cara narran una historia. Y ella tenía una historia para mí. No podía volver a su comunidad con las manos vacías. Se necesitaban lápices y cuadernos, para que los niños pudieran estudiar. Inmediatamente hablé con las directivas del festival y les comuniqué el mensaje de Raquel. Ahora, en un sitio lejano de las selvas colombianas, un grupo de niños recibirá lápices y cuadernos traídos por aquella compañera que un día viajara a Washington para contarle al mundo en qué consiste su cultura.

Nos transportamos a la depresión mompoxina, donde los magos del trabajo en oro y filigrana explican a un público ansioso de conocer su arte cómo crean su joyería. El maestro describe en detalle el proceso para crear millones de figuras de complicados diseños que un día adornarán a una dama elegante en una ciudad lejana. El aprendiz explica cómo lo admitieron para que aprendiera este arte cuando pasó la prueba de "cuajar el agua". El público norteamericano observa con grandes ojos estas maravillas venidas de tierras que sólo conocían por los libros de García Márquez.

Entre tanto, no muy lejos de allí, otro grupo de Mompox, "Don Abundio y sus traviesos" hace una representación de un baile de carnaval que el público comparte fascinado, bailando con ellos y detrás del escenario, sacándose fotos con estos artistas de lo insólito y lo maravilloso.

De pronto, una música alegre y guapachosa llena el ambiente. En un escenario absolutamente colmado, una pareja de jóvenes caleños Luz Aydé Moncayo Giraldo, Deivy Johan Zúñiga Jiménez da una fantástica exhibición de salsa. Pero la cosa no se queda allí. Se trata de una clase colectiva, donde cientos de personas de todas las edades se mueven al ritmo sensual y contagioso de la salsa y así jamás la hubieran bailado, se agitan con una alegría infinita, siguiendo a los bailarines, que paso a paso, explican desde el escenario cómo mover los pies, la cintura, las manos, ¡el cuerpo! Pronto los aprendices pasan al escenario y exhiben con los maestros los pasos de salsa recién aprendidos. Otro pedazo de Colombia que queda grabado en los corazones de cientos de mujeres y hombres que están descubriendo que la alegría tiene muchos nombres y muchos movimientos.

De otro escenario nos llega una música de cuerda en vivo. El ritmo es alegre y los músicos, con camisas rojas y sombreros blancos, están sembrando una cosecha de ritmo y movimiento. De la música de la montaña antioqueña pasan con la misma facilidad a la música de la costa. Cuando empieza a sonar La Piragua, la pista de baile se estremece y La Piragua de Guillermo Cubillos se toma las calles de Washington y hace eco desde el Capitolio hasta la Casa Blanca bandolas, guitarras, alegría... todo un ritmo vallenato, incluyendo a Escalona que llevan el ritmo de Macondo por las tierras, no de Francisco el Hombre sino por las de Barack Obama. Los integrantes de "Aires del Campo" llevan la música en la sangre y ponen a hervir la sangre del que escucha su música.

Continúo mi recorrido por el festival, llego a una parte del mismo que aún no había visitado, allí encuentro a Baudilio Guama Rentería, músico de Buenaventura y constructor de marimbas. Ya ha dado su demostración, es casi hora de almuerzo, pero no me aguanto las ganas de pedirle que toque la marimba para un solo compatriota que no lo ha escuchado aún. Inmediatamente se escucha el rimo suave de una marimba: con una gran gracia y maestría me da una demostración de los aires de su tierra, y con su sonrisa y su música llena un rincón del espacio Smithsoniano como si cientos de personas estuvieran a su alrededor: el arte verdadero se comparte, ya sea para una o miles de personas.

Pero, ¡un momento! ¿De dónde viene ése "ay ombe" que ahora estamos escuchando? En el rumbiadero, el grupo Ayombe ha puesto a bailar el vallenato, a ritmo de son, paseo, puya y merengue a todos esos gringos que antes sólo habían oído que Colombia era la tierra de Pablo Escobar y que nuestro primer producto de exportación era la cocaína y no la cultura. Reinaldo, "El Papi" Díaz, estremece al público con su versión de Matilde Lina. Todo tipo de gente está bailando la música vallenata: mujeres, hombres, ancianos, niños, blancos, negros, cobrizos, la música no nos divide ni por clases ni por edad ni por el color de la piel, como los dueños del mundo han querido dividir el mundo.

Es la noche de cierre en un hotel en Rosslyn, Virginia. Los grupos de diferentes partes del mundo que estuvieron en el festival harán sus presentaciones, desde Ucrania hasta las Filipinas, y por su puesto, Colombia. Allí tengo la oportunidad de ver por primera vez al grupo llanero, "Cabestrero", dando una exhibición de joropo del bueno. Su cantante, Víctor Cenón Espinel Sánchez nos muestra su semillero: un par de bailarines, adolescentes, casi niños, Arnulfo Pinto García y Magdalena Plazas Lugo, de Cumaral, quienes con una gracia y una brillantez única le dan vida a un baile que nos transporta a un millón de revoluciones por segundo por la topografía del llano con una precisión y una gracia que hace que el público aplauda con ganas, ante la sensación de haber contemplado un espectáculo único, acerca de un baile y una música que muchos hasta ahora por completo desconocían. Y, el público sale a bailar, y cada cual baila el joropo a su manera, pero lo baila sin pena y con gusto, entusiasmados todos por este baile con que saltan el cuerpo y el alma. Y, allí no habría de faltar tampoco el grupo cafetero "Aires del campo", que con "La casa en el aire", pone por el cielo el nombre de Colombia, sus compositores, su música y su baile.

Pero, ¿qué hay detrás de todo esto, ¿folclor, música, tradición? Si, todo esto está detrás, y mucho más. El saber que somos un solo pueblo, dentro de la diversidad, de que somos un solo ser colombiano, planetario, más allá de colores de piel y diferencias sociales creadas por los dueños del poder y que la verdadera cultura, nuestra cultura, es la que produce el pueblo colombiano, desde Los Andes hasta los llanos y desde las costas hasta lo profundo de la selva.

Y, reitero un mensaje de muchos de estos compatriotas para los hermanos colombianos, para que piensen, recapaciten, vuelvan a soñar, sientan orgullo de lo que son: "Nos hemos sentido aquí más apreciados de lo que nos hemos sentido en nuestro propio país".

Yo les digo: "Nadie es profeta en su tierra, pero ahora que regresen a Colombia, ese orgullo y esa grandeza con la que representaron al país, va a transformar la mentalidad de todos aquellos que no han sabido apreciar lo que tienen, la belleza de lo que son y la grandeza de su herencia cultural".

"Somos gente humilde", me dijeron muchos. Yo les contesté: "Yo también soy gente humilde, si por humildad entendemos el respeto a nuestros hermanos, a la naturaleza y al Creador de este universo que nos lo dio para vivir. La humildad es la grandeza del alma y ésa es la mayor riqueza de cualquier ser humano".

Pero, la crónica seguirá, hay entrevistas, hay cientos de fotografías y un mensaje final de uno de los participantes colombianos en este festival para el resto del pueblo colombiano:

"Sean respetuosos de su cultura y conózcanla, sientan orgullo de lo que son, de su familia, de su tierra, de su trabajo, ¡y háganlo con verraquera!"

Y, para terminar esta parte, según me contó un pajarito, este festival que se gozó en el extranjero estará de gira por Colombia, partiendo así en dos la historia cultural del país: antes de que conociéramos y admitiéramos la belleza de nuestros ancestros, de nuestro pueblo, los verdaderos creadores de cultura, y después del festival: cuando aprendimos que somos un solo pueblo y que todos somos hermanos y que el triunfar en la vida no consiste en estar por encima de los demás sino en estar a su altura, a la altura del arriero, del campesino, del indígena, del negro, de todos aquellos quienes con su trabajo, esfuerzo y cultura labraron y siguen creando este país que hoy llamamos Colombia.