MILITANCIA, SACRIFICIO Y HEROÍSMO
EN TRES FIGURAS
Eduardo Gómez
Como últimamente he leído textos, que quieren ser político-pedagógicos, sobre la vida y obra de tres grandes figuras de la revolución latinoamericana (Camilo Torres Restrepo, Otto René Castillo y Ernesto, “Che” Guevara) quiero contribuir con estas breves reflexiones a la búsqueda que se nos impone, dadas las exigencias urgentes que plantea esta grave crisis a la juventud estudiosa, para que se informe al respecto y tome posición ante esas vidas señeras y heroicas, pero también para que tome conciencia crítica individual de las diferencias de coyuntura histórica y de la situación personal, respecto a las exigencias de contribuir a un cambio estructural en Colombia y en Latinoamérica.
Esas tres grandes figuras (y en especial las dos primeras: Camilo y Otto) tienen en común su disposición generosa e idealista (con connotaciones de estirpe cristiana en el excelso sentido primitivo del término) de dar la vida en la lucha armada, como mártires de la causa. El caso del Che Guevara es mucho más complejo, puesto que fue un triunfador y cocreador de la Revolución Cubana, que se realizó plenamente como líder y como hombre y conoció en vida la gloria; y sólo en su última etapa, de un idealismo utópico que lo lleva al sacrificio supremo, prematura e innecesariamente, se parece en algunos aspectos a las anteriores figuras. De todos modos, los tres han quedado como heroicos luchadores de la liberación en Latinoamérica y su legado debe ser cuidadosamente estudiado y analizado en profundidad.
Conocí a Camilo Torres en 1965 cuando yo acababa de regresar de terminar mis estudios de Literatura y Dramaturgia en la Alemania socialista (RDA), y entré a colaborar como redactor del semanario Frente Unido, en compañía de Pedro Acosta, su jefe de redacción. Pude, por tanto, observar de cerca en los últimos meses de su lucha en la ciudad, a Camilo Torres, antes de que éste tomara la determinación de unirse a la guerrilla. La tarea que me correspondió de escribir para Frente Unido breves notas, era sin embargo difícil porque debíamos, Pedro y yo, consultar a veces la Biblia para lograr un lenguaje apropiado que, siendo actual, armonizara con ciertos principios cristianos y religiosos que Camilo todavía refrendaba. Esa experiencia política tan próxima a los entretelones de la actuación de ese líder político-espiritual colombiano, unida a las ideas que expresa en sus textos y discursos, me han permitido situarme concretamente frente a Camilo Torres y a lo que significa para un cambio estructural en Colombia y en Latinoamérica. Ante todo, Camilo Torres parte de una extremada idealización del “pueblo”, sin entrar en un análisis de ese término tan vago y ambiguo, puesto que no distingue las enormes diferencias, económicas, culturales y éticas, y las agudas contradicciones que hay dentro de lo que se llama “pueblo”. Él se refiere incluso a “la clase popular” (generalidad ingenua que hubiera hecho sonreír a Marx). Para empezar a comprender más concretamente lo complejo que es un pueblo, recordemos lo que casi nunca un líder de izquierda típico, se atreve a pensar o decir sobre los aspectos más oscuros en la comprensión del pueblo: que de él también salen la mayor parte de servidores de la represión de los regímenes capitalistas salvajes que padecemos, de modo que la base de los soldados, policías, detectives, delatores, torturadores, fanáticos religiosos, paramilitares, son en su mayoría de extracción popular, así como una masa considerable de juventud prostituida, lumpenizada, sobrepasada por la droga, por la necesidad de robar o seducida por la fantástica posibilidad de llegar a ser millonarios o políticos poderosos. Por supuesto que no quiero decir con esto que esos sectores sean “culpables” de esa manera de comportarse, puesto que la mayoría apenas alcanza a sobrevivir trabajosamente, y no ha tenido oportunidad de una formación elemental, aunque sí es responsable, relativamente y de diversas maneras, de su comportamiento. Digamos también, aunque lo sabemos de sobra, que es del pueblo de donde salen los sectores más aguerridos y radicales en el campesinado y la clase obrera especialmente, base indispensable para una superación social. El pueblo es, pues, una realidad inmensa e inabarcable, llena de grandezas y de miserias. En todo caso, su idealización impide asumir las dificultades reales de una organización que busque efectivamente un cambio estructural. Camilo consideraba, con una humildad muy cristiana, que es más lo que podemos aprender del pueblo que lo que podemos enseñarle, y ese plural, ese “nosotros” tácito, no puede referirse sino a los estudiantes y jóvenes intelectuales que lo seguían y acompañaban, casi todos de las clases medias. Esa humildad cristiana fue uno de los impedimentos mayores para organizar un verdadero partido revolucionario, en donde los dirigentes son los que orientan a las “masas”, puesto que deben tener, para justificar su posición de vanguardia, mayor experiencia y cultura y una ética más profunda, precisamente para que la base del movimiento se des-masifique y se transforme en un partido, es decir en un gran equipo de individuos concientes, unidos por grandes propósitos comunes de superación y renovación. Pero la necesidad de una jerarquía y una autoridad interna, no quiere decir, claro está, que los dirigentes no puedan aprender muchas cosas de esas masas, puesto que ningún hombre está por encima de los demás en forma absoluta y las situaciones son diferentes en muchos aspectos que es necesario conocer y estudiar para enriquecerse. Camilo pudo distanciarse críticamente de su clase porque fue un privilegiado que estudió en Europa, fue profesor universitario y tuvo el tiempo y los recursos necesarios para escribir libros y dar conferencias. Su condición sacerdotal le abrió muchas puertas en un medio tan católico como el nuestro y su valentía y lucidez al separarse de la Iglesia y renovar el concepto de cristianismo, lo transformaron rápidamente en un destacado líder político-espiritual. Por el contrario, los campesinos pobres y los obreros, están muy lejos de esos privilegios, y, aunque en principio, podría creerse que su condición de explotados les permite entender casi sin estudiar, la necesidad de una revolución, en la práctica no es así, como nos lo muestra la historia moderna, porque espontánea y mayoritariamente, tienden más bien a tratar de acogerse a imaginarias salidas supersticioso-religiosas o de acomodarse, en la forma más práctica posible, a los imperativos del establecimiento.
Camilo consideraba, además, en forma también muy típicamente cristiana, que había que “sacrificarse” por el pueblo. Esta concepción indica el voluntarismo de su manera de luchar, todavía muy influido por la disciplina impositiva y la represión de sus verdaderos deseos y pasiones, aprendido penosamente en el seminario y, probablemente también en la universidad de Lovaina. Pero un sujeto verdaderamente vocacional es el que se realiza en su lucha, y por tanto, no la vive como un “sacrificio”. En la primera etapa, Camilo se realizó en la rebeldía radical de transición hacia una posición revolucionaria, puesto que las manifestaciones multitudinarias, las reuniones, tertulias apasionadas y giras por todo el país, donde él era el caudillo y el orador, que había superado su condición de cura, lo emocionaban y embriagaban. Cuando regresaba de esas giras (que realizaba a menudo en compañía de líderes estudiantiles de la Universidad Nacional) narraba entusiasmado el fervor de las multitudes que lo habían vitoreado. Recuerdo también reuniones políticas en el estrecho local de la redacción del semanario, en donde debían discutirse cuestiones muy radicales y delicadas que era necesario mantener en secreto para no poner en peligro a los integrantes del movimiento, así como la negativa de Camilo a seleccionar rigurosamente los asistentes para evitar que se colaran detectives o delatores. Su actitud al respecto era (digámoslo simbólicamente) la de abrir los brazos, generosa y evangélicamente, a todos los que se aproximaran a él. En una de esas reuniones lanzó la consigna de quemar simbólicamente, ejemplares del periódico El Tiempo, en algunos puestos de venta del Centro de la ciudad. Pedro Acosta y yo nos opusimos rotundamente a esa iniciativa, y fue muy difícil hacerle entender que ese simbolismo también recordaba las piras inquisitoriales y que el poderoso rotativo quedaría como un “mártir de la democracia” a los ojos de la mayoría. A partir de ese momento, comprendí que ese movimiento estaba condenado al fracaso porque Camilo se negaba a entrar en las complejidades de la política contemporánea y que no estaba preparado para asumir el liderazgo de ese desafío. Desde entonces lo considero más bien como un extraordinario reformador del concepto de cristianismo en el mundo contemporáneo. Cuando la represión del establecimiento se endureció y el movimiento camilista exigía una organización colectiva a largo plazo y la necesidad de hacer alianzas y concesiones, Camilo se negó a ese aprendizaje y (en vista de su posible fracaso en la ciudad) adoptó súbitamente la decisión (secretamente desesperada) de irse a la guerrilla. Surge entonces su voluntarismo de mártir cristiano y se zambulle en la lucha armada, sin disposición física y psicológica, y sin preparación política adecuada. Ni siquiera su condición de prestigioso líder político-espiritual fue tenida en cuenta cuando entró en combate y, con seguridad que él no quiso ser exonerado por los jefes guerrilleros de los peligros de comenzar como un luchador de base. Él preveía su muerte, pues no encontraba otra manera de culminar con dignidad su obra, y es probable que en esa heroica decisión, jugaran también un papel consideraciones de carácter místico-cristiano. En uno de los últimos editoriales del semanario Frente Unido, escribió sobre lo que debían hacer sus seguidores cuando lo mataran. Fue en vano que muchos amigos y colaboradores, entre los que nos encontrábamos Pedro Acosta y yo, le rogáramos que si quería hacerse matar lo hiciera en la ciudad, en donde ese hecho terrible tendría al menos mucho más repercusión política. Quería conquistar la inmortalidad siendo un mártir de la causa.
También tuve el privilegio de conocer y ser amigo de Otto René Castillo, con quien me encontré en Leipzig en 1960 cuando ingresé a la facultad de Germanística de la Karl Marx Universität, en donde él también cursaba estudios. Nos hicimos cordiales amigos, aunque inmediatamente me di cuenta de que él era un hombre de certezas apasionadas y de que la situación de Guatemala era muy diferente a la nuestra, porque en Colombia ya habíamos experimentado el fracaso de insurrecciones armadas como la del 9 de abril y las “guerrillas del Llano”, y Colombia estaba dominada por la oligarquía más organizada y astuta del continente. Yo estaba lleno de dudas y preguntas sobre un cambio radical en mi país y sobre mis verdaderas posibilidades de contribuir al mismo, puesto que, además, ya tenía las experiencias de la lucha político-estudiantil contra Rojas Pinilla. Desde el primer momento, aprecié la calidad humana excepcional de Otto y su inteligencia pero no me enteré que escribía poesía, sino mucho después porque él nunca aludió a su obra y yo apenas a la mía, que estaba comenzando. Ambos éramos allí, en la RDA, poetas semiclandestinos por voluntad propia, seguramente porque el tema imperante era el político-social y parecía tenerse, de hecho, en más aprecio a un agitador político que a un escritor en ciernes. Supe de su martirio final (cuando la guerrilla guatemalteca a la que se integró, fue derrotada en un combate y él y su compañera de ese momento, fueron horriblemente torturados y “quemados vivos”) aquí en Bogotá, años después de mi regreso, y por casualidad, conseguí en una librería de viejo, un libro de sus poesías, publicado hace veintiún años por Ediciones Casa de las Américas con prólogo del poeta Roque Dalton. Un libro que merece un comentario aparte y especializado pero que, para lo que concierne a las reflexiones necesariamente breves y parciales de este prólogo, muestra continuamente la gran capacidad de amar y de sentir que tenía Otto (lo cual significa simultáneamente, capacidad y sed de realización vital) y al mismo tiempo, el dolor y la pena por el presentimiento de una muerte temprana, debido al imperioso deber de liberar cuanto antes a Guatemala de la tiranía. Se trata de una poesía juvenil, bastante desigual, que tiene un gran valor documental para comprender la trágica lucha que tuvo que afrontar el joven prócer guatemalteco. En la mayoría de esos poemas, el luchador político prima sobre el escritor y el poeta y la poesía es concebida en muchos casos, como pausa y desahogo confidenciales, en la tarea liberadora a que se había consagrado. Primaba en Otto (y éste aspecto de su concepción política lo hermana con Camilo) una voluntad de sacrificio, una impaciencia revolucionaria que terminó por considerar la lucha armada como la única vía que permitía una conquista limpia y eficaz del poder para el pueblo explotado, preservando así la “pureza” de la revolución, al mantenerla al margen de lo que, tanto Camilo como Otto, consideraban contaminaciones inevitables de la “política” (incluida la de izquierda). Esa voluntad de ser mártir de la causa, está expresada con mucha intensidad y pasión, en el siguiente fragmento de su poesía: “Vámonos patria a caminar, yo te acompaño. Yo bajaré los abismos que me digas. Yo beberé tus cálices amargos. Yo me quedaré ciego para que tengas ojos. Yo me quedaré sin voz para que tú cantes. Yo he de morir para que tu no mueras, para que emerja tu rostro flameando al horizonte de cada flor que nazca de mis huesos”. Ahí es patente también una constante de esta poesía, en su primera etapa: la tendencia a fusionar en una sola figura de mujer a “la patria”, la amada y la madre, y de considerar necesario el sacrificio de la propia vida para servir dignamente a la salvación de esa triple figura mitificada.
Significativamente, su primer libro y el poema con que se inicia, se titulan, “Patria, mi amor”, con un epígrafe que dice: “Así concibo yo a mi patria, que otros la conciban como quieran”. Luego, encontramos otros poemas muy significativos en esa dirección, como “Madre íntima”, “Madre dolorosa”, “En verdad no conozco tu risa”, y expresiones como “morena patria mía… yo no quiero de ti / más que una sonrisa, / morena mía, / porque es amargo / para un hijo, / no saber cómo sonríe / la madre…”, y otras tantas efusiones similares. Hay también de vez en cuando alguna expresión de estirpe religioso-patriótica-amorosa, cuando se refiere a la República Democrática Alemana, en el libro titulado, “El verdadero milagro alemán”, con versos como estos: “El verdadero / milagro / de Alemania / está en la sociedad, / que ha creado el pueblo / para buscar la luz, / después de haber errado / en la tiniebla /”.
Pero este lenguaje de filiación bíblica inconsciente no prospera en este libro porque Otto encuentra su gran amor entre las alemanas y entonces surge un ansia de vida plena (y esta es una diferencia fundamental con Camilo) que exalta la vida cotidiana en Berlín Oriental, en Dresden, en Schwering y en otras ciudades, en las que, fascinado por la presencia de su amada y en diálogo con ella, se alegra ante la nueva vida de la juventud privilegiada (por vivir en un país socialista) que ve en derredor. Se siente realizado en el amor de su mujer alemana. En los periodos en que se olvida del trágico futuro que lo aguarda en Guatemala, el poeta se manifiesta con sencillez e intensidad: “Tu llegabas, / como el viento, / de lejos / y venían en ti, / como en el mar, / la suavidad de la luna / y el paso del sol. / De pie, la tarde / era una lejanía en cielos grises /”. Expresiones como “Nunca como entonces fui dichoso”, y poemas tan hermosos como “Todo Berlín está en tus ojos”, son tanto más conmovedores, en cuanto que evidencian hasta qué punto alcanzó el sacrificio de Otto al asumir la lucha armada a su regreso, y hasta qué punto tuvo que matar al artista que había en él para lograrlo.
Premiado tres veces por sus poemas, aventajado discípulo del mayor documentalista cinematográfico de entonces, el holandés Joris Ivens, embriagado por el amor correspondido de una bella alemana socialista, brillante estudiante de germanística, padre de hermosos niños, todo exigía un comportamiento más consecuente con su verdadera vocación y todo apuntaba a otro desenlace. Otto René fue otra víctima de una revolución imbuida por el Proletkult, polarizada contra muchos avances de la alta cultura creada bajo el mandato de la burguesía y por un voluntarismo y un moralismo muy acusados, que se traducían en una pedagogía política impositiva, que se atrincheraba en principios casi inamovibles. Remito al lector a mi ensayo (al parecer, próximo a ser publicado) Memorias críticas de un estudiante de humanidades en Alemania Socialista, que analiza y recuerda esa época feliz de mis estudios en la RDA, cuando fui compañero de Otto René Castillo.
Hoy, con la distancia crítica que nos da la revolución evolutiva ,que sus grandes líderes (Hugo Chavez, Evo Morales, Alvaro García Linera, Daniel Ortega y Rafael Correa) llaman Socialismo del Siglo XXI ( que la revolución cubana –con Fidel a la cabeza- orienta y apoya, y los visionarios proyectos de Simón Bolívar, inspiran) ya en pleno curso en países como Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Ecuador, y con la aproximación a esa innovadora política por parte de Uruguay, Paraguay y, parcialmente, Argentina y Brasil, así como con el surgimiento asombroso de un capitalismo peculiar en China, regulado por el Partido Comunista, y de algunos avances sorprendentes de la Unión Europea, podemos hacer una serie de preguntas y de formular algunas respuestas que en la época de Otto René, eran perseguidas severamente como “revisionismo”. ¿Por qué un poeta y realizador cinematográfico socialista en potencia como Otto, tenía que renegar de su sensibilidad específica, es decir de su verdadera vocación, para contribuir a la revolución guatemalteca? ¿Acaso no es legítimo, humana y revolucionariamente, que cada cual aporte a un cambio estructural, a través de, y mediante sus auténticas capacidades y potencias? Hay muchas maneras de contribuir al cambio estructural de una sociedad, y las que emanan del pensamiento y la palabra, de la sensibilidad y la poesía, pueden ser decisivas. El caso de Marx y Engels es un ejemplo clásico: sus libros y conferencias dividen la historia e inauguran una nueva etapa, y no los podemos imaginar empuñando las armas en una barricada, y haciéndose matar, porque eso hubiera sido traicionar su verdadera capacidad y nos hubieran dejado sin la orientación esencial que sus escritos señalaron. En el campo del arte hay también numerosos ejemplos en cualquiera de sus géneros, como es el caso (para sólo mencionar algunos de los más destacados)de Pablo Neruda, Cesar Vallejo, Diego Rivera, Picasso, Eisenstein, Brecht, etc. Obviamente, no quiero equipararlos con el caso de Camilo y Otto, sino señalar que también vocaciones más modestas y limitadas se justifican por el razonamiento anterior. Si se quiere ver esta cuestión desde el punto de vista de la eficacia concreta, es evidente que Camilo y Otto hubieran podido aportar mucho más, a largo plazo, que con sus trágicas muertes prematuras.
Sé muy bien que este tema exige un desarrollo mucho más complejo, sobre bases documentales prolijas, pero quiero con estas líneas solamente dejar la inquietud a los lectores. Finalmente, no sobra aclarar que mi distancia crítica sobre el sacrificio de Camilo y Otto, no excluye, ni mucho menos, una gran admiración por la excelsa calidad humana que ese sacrificio atestigua. Pero inevitablemente, recuerdo un episodio de la pieza teatral de Brecht, Galileo, en la que el sabio regresa abatido donde sus discípulos, después de haber abjurado de sus descubrimientos ante la Inquisición (aunque para poder seguir investigando y culminar el más importante de sus libros, Los discorsi) y Andrea, su discípulo preferido, le grita indignado: “Desgraciado un país que no tiene héroes”; y Galileo le contesta con agudeza: “Desgraciado un país que necesita de los héroes”.
nueva y anhelada ley de tierras busca inicialmente es retrotraer las cosas como estaban hacia 1990. Es decir, desconocer prácticamente todas las operaciones que se dieron en los últimos 20 años, en los que se cree que los paramilitares, principalmente, se apoderaron de por lo menos 5 millones de hectáreas que arrancaron a pequeños y medianos propietarios y prósperos empresarios agropecuarios.
El primer anuncio en ese propósito se dio al revelarse que en esos años se conformó a lo largo y ancho del país un cartel de ladrones de tierras expandido ya no sólo por los tradicionales terratenientes que no han dejado hacer reforma agraria en Colombia (recuérdese la contrarreforma de Chicoral), sino por altos funcionarios públicos en los que se entremezclan políticos de alto vuelo; militares de alta gradación; testaferros bien conectados; mandos medios inamovibles y notarios casa fortunas.
“Es conocida la feroz reacción de los violentos propietarios frente a las víctimas que se atreven a demandar la restitución” de sus tierras, dice Kalmanavitz, quizás pensando también en Hernando Pérez, el humilde campesino asesinado en Apartadó, dos horas después de que el ministro de Agricultura le entregó la nueva escritura de la finca que le habían robado años atrás.
Tras los despojos de las Farc, si ese es el nuevo escenario al final de Jojoy, hay que emprender otra guerra más dura del Establecimiento legal contra un Establecimiento paralelo; y averiguar cuanto antes, dentro de este último, quién mandó matar a Pérez, antes de que, como sospecho, detrás de Pérez rueden muchas más cabezas hacia las nuevas tumbas de NNs que se abrirán en reemplazo de las que hasta ahora apenas estamos escarbando.
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