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                        LITERATURA

         

    EL POETA MEXICANO CARLOS PELLICER:

              UN VISITANTE DESCONOCIDO

          

Eduardo Arcila Rivera

Quienes asistimos a finales del año pasado a la exposición del Museo Nacional de Colombia: “Diego, Frida y otros revolucionarios”, que presentaba simultáneamente en el tercer piso, una excelente labor de recuperación de la memoria histórica de nuestra Escuela de Bellas Artes en la figura del pintor mexicano Felipe Santiago Gutiérrez, así como muy buenos cuadros de Ignacio Gómez Jaramillo, Pedro Nel Gómez, Luis Alberto Acuña y otros varios pintores colombianos, y la obra escultórica de rostros populares e indígenas del grupo Bachué, nos encontramos un poco sorprendidos al ver a la entrada, de buenas a primeras, un retrato viejo, al óleo, fechado en la ciudad de Santa Fe en 1919, de un joven mexicano de 22 años, de sombrero, y cuyos ojos y labios revelaban ya la sensibilidad e inteligencia del genio poético.

Llegado a la fría y lluviosa ciudad de Bogotá el 25 de diciembre de 1918, difícil le debió resultar a Carlos Pellicer Cámara explicarles a los “lanudos” bogotanos la razón de su visita. Venía de México, en el fragor de la Revolución Mexicana, enviado por la Federación de Estudiantes con el apoyo y respaldo de don Venustiano Carranza, Presidente constitucional del adolorido país, que llevaba ya varios años en una muy dura y cruenta guerra civil.

Todo en estos hechos resulta crudamente romántico. Ser nombrado para impulsar entre los jóvenes colombianos la Federación Latinoamericana de Estudiantes y enviado a un país a miles de kilómetros de distancia, lejos de todo, y a donde para llegar tuvo que realizar primero un viaje a Nueva York y luego en barco descolgarse por el mapamundi: Key West, La Habana, Colón, Santa Marta, Barranquilla, el río grande de la Magdalena, Honda, y finalmente en ferrocarril hasta su destino final: la pequeña ciudad de Bogotá con menos de 100.000 habitantes, muchos campanarios y algunas universidades de renombre.

Instalado inicialmente en un pequeño hotel, propiedad de un coterráneo suyo, sobrino de José Martí, el joven Pellicer pronto se integró a la ciudad; se matriculó en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario e inició su labor proselitista. Era un joven de amplia cultura, especialmente en el campo de la literatura, la música y el arte. Además de sus estudios básicos y de su alta cultura familiar, había aprovechado todos los días de su estancia en Nueva York para visitar, junto con el poeta José Juan Tablada, el Museo Metropolitano y conocer directamente la obra de muchos artistas, entre ellos la del valenciano Joaquín Sorolla, que le impactó mucho.

Hablar de esos temas en la fría Bogotá, prolongación persistente del siglo XIX, utilizar corbatas escandalosas de colores chillones, cuando todo era gris y negro, como lo hace notar en sus cartas, lo divertía mucho y toda esta experiencia la dejó plasmada en su “Correo familiar”, editado por Serge I. Zaïtzeff (1998), en Factoría Ediciones de México y ampliada con profusión de detalles en la compilación del mismo investigador en su “Correspondencia entre Carlos Pellicer y Germán Arciniegas”. Memorias Mexicanas, Conaculta, México, 2002.

Como era de esperarse, el joven poeta fue conociendo a sus contertulios de café y convirtió su habitación de hotel y su posterior buhardilla del edificio “Liévano” al frente de la Catedral en la Plaza de Bolívar, en un nuevo “Consulado” de México a donde terminaron asistiendo con mucha frecuencia los jóvenes intelectuales de la época. Germán Arciniegas, León de Greiff, Juan y Carlos Lozano, Eduardo y Gustavo Santos, Luis Vidales, Roberto Andrade, Germán Pardo García, Augusto Ramírez Moreno, algunos de los casi 60 contertulios frecuentes que, ya radicado en México, el poeta recuerda con nostalgia, en una lista detallada de nombres y apodos, donde inserta adicionalmente los nombres de la portera y el celador del edificio.

En su poema Preludio No. 7 de Piedra de sacrificios, editado en México en 1924, con prólogo de José Vasconcelos, el poeta recordará las campanas de la catedral de Bogotá:

…………………….

“Campanas que son la Catedral
Derrumbándose en bronce y en cristal.
Ya no anunciáis Virreyes ni Bolívares,
No victorias ni espléndidas llegadas
Sólo anunciáis acíbares
Y horas mutiladas.”

………………………….

Vivir en Santa Fe de Bogotá durante todo el año de 1919, convertirse en el centro de curiosidad intelectual de la capital del país hermano, conversar sobre todo lo divino y lo humano y preparar sus estudios, exámenes y las conferencias que dictó en diferentes escenarios, conocer la tierra caliente en La Esperanza como contertulio de José Juan Tablada, y la muy fría en Iza, llevaron a nuestro poeta a enamorarse perdidamente de Colombia y de sus gentes. De ello da fe su nutrida correspondencia con varios personajes de la cultura y la política colombianas, que perduraron toda su vida como grandes amigos. Sus referencias a Colombia siempre fueron generosas y magníficas, sus amigos permanentes en el tiempo y la distancia.

Con el paso de los años, convertido en uno de los más importantes poetas e intelectuales de México y gestor cultural de grandes obras, regresó a Colombia en 1946 para representar a su país, portando las cenizas de Porfirio Barba Jacob. Sin lugar a equivocarme, creo que el poeta Carlos Pellicer fue uno de los mexicanos que más ha amado a nuestro país.

Entre todas sus relaciones de amistad sobresale la que mantuvo durante más de cincuenta años con Germán Arciniegas, quien fue su principal colaborador en la organización de la Asamblea de Estudiantes, entidad que daría origen más tarde a la Federación Colombiana de Estudiantes Universitarios. Paralela a esta actividad y como soporte de la misma, al año posterior a la partida de Pellicer, Arciniegas, de escasos veintiún años, inició la labor editorial de la revista “Universidad” como órgano de comunicación entre las juventudes de todos los países americanos.

En la exposición del Museo Nacional pudimos también ver al lado del cuadro de Pellicer los originales de esta revista Universidad, abierta en la página que muestra a José Vasconcelos, rector de la UNAM, quien al regreso de Pellicer a México en 1920 tuvo la oportunidad de conocer al joven poeta, y a los pocos meses nombrarlo como su Secretario particular en la recién fundada Secretaria de Educación. Esta entidad, en nuestro lenguaje colombiano: Ministerio de Educación, tuvo bajo su responsabilidad la iniciación y contratación de los murales de Diego Rivera, artista invitado por ellos a regresar de Paris a México para colaborar como eje fundamental de la revolución cultural que se iniciaba.

Será Pellicer también quien, años más tarde, dedicó sus esfuerzos a promover y auspiciar los museos de Diego Rivera y la casa de Frida Kahlo en Coyoacán, así como otros varios museos artísticos y arqueológicos en diversas ciudades de México.

Por todos estos hechos de tanta significación cultural e histórica, cuando se programaba realizar esta exposición en el Museo Nacional de Colombia para mostrar los lazos culturales de nuestros dos países, ofrecí todo mi apoyo para ayudar al Departamento de Curaduría en la ubicación del retrato al óleo que le pintó al joven amigo Pellicer, mi padre, el escultor Gustavo Arcila Uribe (Rionegro, Antioquia 1895 – Bogotá, 1963), en su buhardilla de la Plaza de Bolívar, como él mismo lo relata en su correspondencia.

Gracias a la decidida colaboración del también artista plástico y sobrino del poeta, don Carlos Pellicer López, el Departamento de Curaduría del Museo Nacional de Colombia adelantó todos los engorrosos trámites para que los bogotanos pudiéramos disfrutar nuevamente la imagen del poeta, interesarnos en su desgarradora poesía y recrear su estancia en nuestra ciudad.

Como de costumbre, matamos el tigre y nos asustamos con el cuero. Salvo el catálogo estupendo de la exposición, editado por el Museo Nacional, que recoge estos hechos e incorpora el cuadro a color, ningún otro medio le dio la bienvenida al mexicano amigo por antonomasia de Colombia. Esta nota la envié a diferentes medios periodísticos y a nadie le importó un rábano. Solo en “La Hojarasca” se mantendrá esta anécdota como testimonio mudo del poeta en Bogotá.

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Eduardo Arcila Rivera
Siglo del Hombre Editores