LLOVÍA
Sergio Marentes
Ya llovía sobre la ciudad…
Se encontraba solo, sí, bajo la lluvia aquel inusual rostro, rostro blanco y con gesto prediseñado, gesto de sonrisa triste sobre los ocultos labios rojos del portador de aquella imagen humorística-callejera, en silencio perpetuo, inmenso, celestial e interminable humanamente hablando, observando el único punto que tenia cabida en ese momento en su razón, cualquiera pero solo uno, inmóvil, inmutable, sentado en posición añoradora de aquel tiempo pasado en el vientre de su madre alguna vez, recordada ya para jamás olvidar, olvidada ya para jamás recordar, sobre aquella tan fría como desolada acera mojada, de aquella aterrorizadora soledad vocal.
Ya llovía sobre el asfalto…
Sí, era un mimo como cualquiera, como cualquiera que quiere ser mimo, como cualquiera que dice ser mimo, de esos que con cuantiosa esbeltez se pintan el rostro de blanco puro, algunas veces solo el contorno de los labios hasta el perímetro de las mejillas, muchas veces los labios de negro, muchas veces, incluido este caso, una perfecta y delineada lágrima en la mejilla, una de esas que nos hacen creer que es una lagrima e interrogarnos sobre el porqué de su ubicación, un mimo de esos que nos hacen reír luego de ver que no estamos más en su campo visual, y nos hacen enojar cuando pueden vernos; lloraba, solo, solo lloraba mientras lloraba.
Ya llovía sobre él…
Uno de sus colegas, pintado contra lo inevitable de blanco el rostro, usaba un negro sombrero hongo que protegía a la perfección la tan esforzada y delicada pintura facial que lo convertía en lo que era en ese instante, un inmortal mimo sin gracia para dar, viéndose tal vez en lo que pudiera llegar a ser un espejo, lo vio, mojado ya, acercose a consolarlo, como es sabido que la ley del mimo dice: “nunca dejaras entrar en el portal de la tristeza a tu compañero mientras llueva”, interiorizada ya aquella sabia sentencia mima, aquellos seres que se ven en común unión con la sonrisa a diario, no tuvieron otro remedio que estar tan cerca como para aceptar voluntariamente lo obligado por el destino.
Ya llovía sobre ellos…
De inevitable manera y sin notarlo la atrevida lluvia que inconsciente golpeaba al piso sin resultados notables, una muy gladiadora lagrima valiente, atraviesa su ojo derecho, el mismo y no por casualidad en el cual se encontraba por causa del pintor la artificial, y era de esperarse ya que como por todos es sabido las lagrimas son más sabias que las risas con mucha pista recorrida de más, por su experiencia en el mundo del dolor crecen más rápido que aquellas que han crecido en el mundo de la confianza y la armonía lejos de la caída, gran reveladora del misterio de la humanidad más grande: el odio.
Así como que de un mono también vienen los mimos, la lagrima vino por su parte de aquel odio, a lo que la respuesta no se hizo esperar por parte de su solidario colega cara-pálida, que lenta y elegantemente sacó una mano, la derecha, porque nos es un secreto ni acá ni en el mundo desde que existe que somos más los diestros, con su perfecto clasista guante color cara de mimo, lo retiró de su exacta posición y única cavidad posible en sociedad, sin miedo a la lluvia acabadora de guantes indefensos, Sin miedo a nada.
Ya llovía sobre su mano…
Aquella mano tibia no temía al incesante frío mojado, nada, ni siquiera el Apocalípsis en persona mismo lo hubiera detenido para lograr su noble propósito amigable, nada. La acercó hacia la lagrima verdadera sedienta de vida, hambrienta de robarse la pintura del rostro de su dueño para tras de sí dejar huella visible, y con magistral voluntad histriónica, justo antes de que ésta, no sin menos cualidad de arte dramático, terminara de recorrer el rostro pintado del sentado mojado en la acera, y caiga cual clavado olímpico desde su barbilla, no antes de haberle dejado un apenas perceptible camino color piel del ancho de su propia delgada medida engreída luego de llevarse tras de si la pintura, con tan bien manera colocada la desnuda mano bajo la lluvia, bajo la lagrima, la toma con la punta de su índice antes de tenuemente deslizarla hacia arriba hacia su destino fatal desde donde salió, un inocente ojo triste, mas incrédulo cada vez que triste.
Ya llovía sobre los dos…
Lo único que quedó de aquel rastro fue una senda color piel mayor que la anterior, ahora engreída por la medida de su índice la mano se pavoneaba ante su semejante de lado izquierdo, y por su responsabilidad unas lágrimas en el asfalto que no hubieron hallado la suerte de la protagonista de esta historia que ya empezaban a teñir el suelo más de color mimo y a su vez la lluvia a teñir ya su rostro color lluvia para al secarse ser color piel de los no-mimos, lo que hizo entender por completo al sentado mimo que le quiso decir su amiga mano, su amigo mimo y su amiga vida.
Ya llovía sobre el asfalto…
Y así luego de la gran muda lección ancestral, mientras se retiraban abrazados y sonriendo por estar bajo la lluvia sin miedo, con la cara cada vez más pintada de color piel y el asfalto más de color mimo, llovía sobre la ciudad nuevamente…
“No siempre es mejor intentar recorrer el camino ya andado por una triste lágrima porque la senda dejada puede ser mayor”.
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