Header image  
             alianza de escritores y periodistas  
  INICIO  

                          RELATO

                    

                           EL INFORMANTE

                  

                  

Teresa Arrázola

El hombre y el niño iban para su casa, caminando por una trocha de los Andes suramericanos. Los cámbulos tapizaban el sendero con una capa de pétalos rosados que contrastaban con el verde del paisaje. Habían pasado el día en la feria del pueblo y estaban cansados.
Remigio y el niño pararon un momento para tomar un sorbo de agua en el manantial que corría al pie de la montaña, justo en límite donde empezaba una gran planada. En ese momento, escucharon el ruido del motor de un avión que volaba muy bajo.
—Mira apá, es un avión de verdá —le dijo Andrés a Remigio. Remigio se sorprendió ya que en esos parajes no había ningún aeropuerto. Pensó que el avión debía tener problemas para que el piloto decidiera volar tan bajo en ese lugar rodeado de montañas.
—¡Pues sí mijo, y es bien grande! —le contestó a Andrés, que sólo había visto un avión en las láminas que le enseñó un día la señorita Raquel en la escuela.
Una bandada de garzas blancas levantó el vuelo por encima de los árboles, espantadas por el tremendo ruido que hacía el avión al aterrizar en la planada.
Remigio y el niño, atisbando por entre la maraña de los matorrales, vieron a unos hombres con fusiles que rodeaban el avión y a una fila de pasajeros que salían con las manos en alto, delante de otros hombres enmascarados. Remigio sintió un escalofrío y el miedo le recorrió su espalda.
Unos ladridos que venían desde la cañada alertaron al perro de Andrés que también se puso a ladrar. Remigio lo hizo callar y se quedaron un buen rato, quietos, observando.
El frío de un fusil en la nuca le despertó el instinto de conservación.
—-¿Qué hacen aquí? —dijo una voz dura a sus espaldas.
—Sólo pasábamos —contestó Remigio asustado—. Venimos de "El Tamarindo".
—¿Ah, sí?... —dijo el hombre encapuchado que le apuntaba con el fusil.
—Si señor... Estábamos en la feria del pueblo.
—¿Y para dónde van? —volvió a preguntar el hombre.
—N... n... nos vamos para la casa —dijo Remigio tartamudeando.
—Pues muévanse entonces —ordenó el encapuchado—. Y no digan nada de lo que han visto o ya saben lo que les puede pasar. ¿Entendido?
El hombre bajó el arma... Remigio suspiró aliviado al dejar de sentir en la nuca el frío del fusil. Lleno de temor al pensar en el peligro que corrían él y su hijo tomó al niño de la mano, lo subió sobre sus hombros y dijo:
—Tranquilo señor, ya nos vamos.
Luego empezó a caminar por la misma trocha pero no hacia su casa sino hacia el pueblo, sintiendo la mirada del hombre armado en su nuca, esperando que en cualquier momento sonara un disparo y él o su hijito cayeran heridos. Por eso huyó desesperado. Caminó y después corrió como si lo persiguieran los demonios, pero lo único que lo perseguía era el miedo que lo sentía hecho como un nudo en el estómago. Un miedo tan grande como la ceiba del parque del pueblo; alto, muy alto, con un tronco retorcido y un ramaje espeso, que no dejaba pasar los rayos del sol.

Cuando llegaron al pueblo, después de una hora de camino, comenzó a llover. Caían unas gotas grandes que traían aroma de frutas y tamborileaban en los viejos tejados de zinc. Después arreció el aguacero. Por las calles de piedra corrían ríos de agua cuando Remigio, Andrés y su perro, se dirigieron al puesto de policía.
—¿Y usted qué es lo que quiere? —preguntó el guardia de mala gana.
-—Quiero decirle... —contestó Remigio excitado— que vi aterrizar un avión en la planada y estaba rodeado de muchos hombres armados.
—¿Cómo?... ¿Un avión?... —preguntó el policía incrédulo.
—Sí señor... Yo y mi hijo vimos ese avión y a esos hombres —dijo Remigio.
—¿Está loco?... ¿Qué va a hacer un avión aquí, si no hay aeropuerto?
—No sé… A lo mejor es un avión secuestrado porque vimos a unas personas que salían del avión con las manos en alto, delante de otros hombres encapuchados... Y le cuento esto es para que hagan algo por esas personas porque había mujeres y niños —dijo Remigio angustiado.
—¿No estará inventando todo esto?
—¡Cómo se le ocurre, señor!... Los vi con estos ojos, así como lo veo a usted horita —contestó Remigio.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde estaba usted? —preguntó el policía.
—Detrás de unos matorrales. Escondido con mi hijo, calladitos hasta que nuestro perro empezó a ladrar, y allí fue cuando uno de esos encapuchados se vino por detrás de nosotros y me puso un arma en la espalda.
—¿Y qué pasó?... —preguntó el policía intrigado.
—Al final nos dejó ir y nos vinimos corriendo para avisarles a ustedes.
—¿Ah, sí?... —dijo el policía riendo—. ¿Y por qué lo dejaron ir así no más?
—No sé... Milagrosamente nos dejaron ir, aunque yo creía que nos iban a matar.
—¡No me crea tan pendejo! —gritó el oficial.
—Es verdad, señor, lo que le digo —dijo Remigio—. Ese hombre nos amenazó, pero después creo que le dio lástima el llanto de mi niño y por eso nos dejó ir. ¡Créame!
—¿No será que usted es uno de ellos? —preguntó el oficial mirándolo fijamente.
—¿Cómo se le ocurre señor?... Yo soy un campesino de bien y a esos hombres nunca los había visto antes... ¿Usted cree que si yo fuera uno de ellos andaría con este niño?
—No me convence, creo que usted es uno de ellos —dijo el uniformado.
—Nada tengo que ver con ellos... ¡Ésta es la verdad! —gritó Remigio desesperado.
—¡No me grite! —le dijo el policía—. Y ya sé lo que tengo que hacer. Lo voy a encerrar ahora mismo mientras investigamos.
El oficial se puso en pie, se acercó a Remigio y le quitó al niño que gritó aterrado, aferrándose a las piernas de su padre. Remigio opuso resistencia pero el uniformado le dio un fuerte puñetazo en la cara y lo empujó hacia el fondo de la estación de policía, donde había un calabozo maloliente con una pequeña ventana alta con rejas y una gruesa puerta de madera que se cerró detrás de él.
El niño lloró y gritó largo rato llamando a su padre y después se calmó. Remigio se asomó al ojo de la cerradura y vio a su pequeño, sentado en una silla de madera, con su perro en las rodillas. De pronto el animal empezó a ladrarle a una cucaracha que subía por la pared. El policía se molestó por los ladridos y gritó a su asistente:
—¡Saquen a ese hijueputa perro de aquí!
El asistente abrió la puerta que daba a la calle y sacó al perro de una patada.
—¡No le hagan eso a mi perrito! —imploró el niño.
—¡Déjenme salir! —pidió Remigio al escuchar a su hijo que lloraba desesperadamente. Se acercó al ojo de la cerradura y vio a Andrés salir corriendo por la puerta de la calle y ya no regresó.
—¡Andrés!... ¡Hijito!...—gritó Remigio sin que el niño lo oyera, mientras la lluvia seguía cayendo muy fuerte y el viento parecía querer desprender los techos de la estación de policía con una furia inaudita.
Al anochecer, Remigio imaginó a su hijito caminando solo por las calles del pueblo, bajo el frío y la lluvia buscando a su perro, en la inmensa oscuridad de la noche.