“TODA CARNE ES HIERBA”
Ernesto E. Ezquer
Dedico estos relatos a mi más profundo amor de tranquilos ojos verdes, a su fina sensibilidad que hace que la vida a su lado sea una hermosa filigrana, a su enorme y abnegado amor, a Hebe, mi esposa.
Y, a aquel sin cuyo estímulo, incentivo y verdadera amistad no estaría hoy sentado frente a las letras volviendo a recorrer el camino de la creación literaria. A Don Mario Lamo Jiménez a quien tanto debo agradecer.
------------ Editorial Hugo El Loro -------------
Corrientes, provincia que estuvo como suspendida en una fractura del tiempo por muchos años. Los grandes ríos Paraná y Uruguay la defendían de un contacto masivo con el resto del país. Su idioma propio, el guaraní, su música alegre y belicosa y el grito indio desafiante de sus paisanos, el “sapucai”, la hicieron como de otra época. Si, Corrientes era de otro tiempo. Tenía su forma política distinta del resto de la Argentina. Los grandes partidos políticos, el Liberal y el Autonomista marcaban a los correntinos desde su nacimiento. Porque se nacía liberal o se nacía autonomista, a tal punto que – yo mismo lo escuché muchas veces – al hablar de fulano o de mengano, se agregaba el comentario “si, es de familia liberal”. Esos correntinos apasionados, feroces y de otra época, mostraban a qué partido pertenecían con su pañuelo, azul los liberales, colorado los autonomistas. Cada una de las facciones tenía su polca - “El 18” y “El Colorado”- ¡Hasta había un tuse para cada color de partido!
La política era violenta, basada en las armas y en la fuerza, el Comisario de Policía era el amo y señor de la jurisdicción y todos debían bailar según la música que él tocaba. Es decir, no todos. He aquí una historia de alguien que no aceptó lo que querían imponerle.
A SANGRE Y FUEGO EN EL IBERÁ
8 de agosto de 1893. La noche se presentaba tormentosa y soplaba un fuerte ventarrón. En la estancia Rincón del Rosario, un grupo rodeaba al hombre delgado que hablaba con maneras de jefe. Era don Eliseo Ezquer Leal, patrón de la estancia y fuerte caudillo del partido Liberal en la zona de Ituzaingó. Los nombres de quienes lo rodeaban pueden no significar nada para quién los lea hoy. Yo, Ernesto Ezquer, sobrino nieto de don Eliseo, los nombro como homenaje a ese grupo de correntinos bravos que supieron jugarse por su caudillo. Tal vez ellos me escuchan y saben que sus memorias irán pasando de generación en generación en nuestra familia. Se trataba pues, de Saturnino Blanco, Tomás Ojeda, Enrique Maidana, Presentado Verón, Lucas Ibáñez y Agustín Arzamendia.
Ezquer les decía “Hay que estar listos, muchachos, posiblemente esta noche lleguen los enemigos. Hoy he recibido un chasque de Guillermo Aguirre, me dice que se está preparando una comisión de veintidós hombres para venir a atacarme. Quieren cortarme la cabeza, ¡vamos a ver si lo consiguen! Parece que entre ellos hay algunos que se han ofrecido para este trabajo: el cuatrero Silvano Altamirano y sus dos compinches. También está un tal Pablo Robledo que se ofreció a degollarme dos veces”. Y con una alegre carcajada se dirigió hacia un armero de donde tomó una carabina Marling y mostrándola a su gente les dijo, “por cierto a ésta no la cuentan” y tocándose el pecho agregó “ni tampoco lo que hay aquí”. Y de verdad, era conocido su legendario coraje que corría parejo con su extraordinaria destreza en el manejo de las armas.
¡Brava época en Corrientes! Revoluciones sangrientas a cada momento, saqueos, desórdenes a la orden del día. En Ituzaingó, los caudillos autonomistas le habían puesto los puntos a don Eliseo por rencores políticos. No obstante éste tenía amigos fieles que le informaban de todos los movimientos que en su contra se tramaban. Uno de ellos, Guillermo Aguirre, era quién le informara de esa partida de veintidós “colorados”.
Solamente se hallaban siete hombres en Rincón de Rosario. Se preparaban a comer, cuando de pronto el galope de un caballo que llegaba los interrumpió. Un muchacho desmontó y se acercó muy agitado. Era de la vecindad, hijo de un partidario de don Eliseo que venía a avisarle que un grupo de gente armada había tomado el camino real y se dirigía hacia el campo de don Antonio Decoud, desviándose así del camino a Rincón de Rosario. Al oír esto, dijo don Eliseo “entonces es probable que sólo lleguen al amanecer”.
Después de cenar distribuyó las armas, cinco carabinas Remington, tiro a tiro, y un fusil Mauser que le tocó a Saturnino Blanco. A eso de las nueve de la noche, cuando se hallaban conversando sobre el posible ataque, percibieron algo que se aproximaba entre las sombras. Rápido y silencioso, el patrón apuntó con el fusil y gritó, “¿quiénes andan por ahí?” Ojeda lo tomó del brazo diciéndole, “no tire cherubichá , es una mujer”. Y así era. Se trataba de Vicenta Salina, valiente mujer que esa noche probó su temple. Llegó despavorida con un hijo suyo en brazos y sus ropas desgarradas. “¡Patrón! ¡Viene gente a matarlo! Llegaron a mi rancho muchos hombres armados y el que parecía ser el jefe, me tomó del brazo y me dijo –Sos una perra del campo de Ezquer, me vas a decir cuánta gente tiene tu patrón o te pondremos pañuelo rojo ”. Continuó su relato diciendo “Le contesté –señor, yo hace mucho que no ando por la estancia, no sé, pero según me dijeron, esta noche, el patrón está solo con su mayordomo, los peones han salido. El hombre me pegó varios rebencazos, pero cuando vio que era inútil, me largó. Salimos todos afuera, y en eso, Olegario Medina, el único al que conocí, dijo –Mostranos el camino para lo de Ezquer, no somos baqueanos. Yo entonces les indiqué el camino para lo de Decoud. Menos mal que me creyeron y se fueron para allá, así me dieron tiempo para venir a avisarle”.
Don Eliseo hervía de ira por la cobardía de sus asaltantes. De pronto, apareció Lucas Ibáñez que se había adelantado unos doscientos metros de la tranquera donde estaba el grupo y le gritó a don Eliseo en guaraní. “¡Chaque ou co cherubichá, ha hetá i cuai!” (¡Cuidado que ya vienen, mi jefe, y son muchos!).
Un ancho y salvaje estero, parte del sistema del Iberá, rodeaba al norte, este y oeste, a las casas de Rincón del Rosario. Tenía pues una sola entrada el frente a la estancia. Los asaltantes habían desmontado y venían vadeando con el agua a la cintura y era dado preguntarse ¿Cómo podían haber llegado tan rápido después de errar el camino? La respuesta es fácil, donde siempre hay un alma leal, también brilla con su mala luz un traidor. Quiterio Britez, que tenía su vivienda por donde pasó el grupo armado, les hizo ver que venían perdidos y se ofreció como baqueano hasta lo de Ezquer.
Al oír lo dicho por Lucas Ibañez, don Eliseo avanzó unos pasos y gritó: “Alto, ¿quién vive?” Una voz respondió desde la oscuridad. “Patria”. Don Eliseo no vaciló y dio la voz de mando. “¡Fuego a discreción muchachos¡”
En el recio tiroteo cayó muerto uno de los enemigos y uno del grupo defensor. Un disparo inutilizó el Mauser de Saturnino Blanco, privándolos de una importante arma. Ezquer haciendo gala de su coraje siguió avanzando furioso y disparando con su Marling hacia donde veía los fogonazos. Lo seguía el bravo Lucas Ibáñez hasta que una bala inutilizó su fusil. Un poco más atrás, Saturnino Blanco, ya con otra arma, continúa tirando firme y sereno. Otro más de los defensores cayó muerto. Los asaltantes se reorganizaron. Lucas Ibáñez, cuchillo en mano, retrocede. Sólo Blanco y Ezquer quedan con armas de fuego. Don Eliseo grita,”¡al corral!” y cruza el patio seguido por el fiel Blanco. Los dos valientes llegan al corral y se vuelven para iniciar un nuevo y feroz tiroteo contra la partida. Los asaltantes se detienen y ya no avanzan más, atemorizados por la dura resistencia. En ese momento, don Eliseo Ezquer cae desvanecido por la pérdida de sangre de un disparo que ni él mismo en su furor había advertido. Blanco lo levanta en sus brazos y huye con él a campo traviesa, jugándose la vida en un sencillo y total gesto de lealtad a su jefe.
Recién al amanecer, al ver la casa sola y silenciosa se atreven los atacantes. El saqueo epilogado por el incendio termina con la vieja heredad. Sólo quedan un aljibe, un horno y un corral chamuscado, testigos mudos del terrible ataque.
Saturnino Blanco, llevando a don Eliseo, camina más de una legua, y desde allí divisa la humareda del incendio.
Mucho tiempo después, ya repuesto, Don Eliseo Ezquer arma su campamento en el estero, en zona inexpugnable. Pronto junta veinte partidarios fuertemente armados y con ellos sale para atacar Ituzaingó. Esa noche en el camino hacia el pueblo, un rancho arde y el cadáver de Quiterio Britez, el baqueano traidor del camino a Rincón de Rosario, yace junto al fuego, sus ojos abiertos reflejan las llamas, muerto por la infalible puntería del jefe liberal. Mas tarde parte del pueblo es también devorado por el fuego que se instala junto al espanto que siembra Don Eliseo. Es una página de tragedia para agregar a aquél siniestro año 1893.
El tiempo sopla llevándose a los actores, pero no a los escenarios, tampoco a las pasiones que movieron a comediantes y comparsas a quienes hace tan poco vimos batirse, luchar y morir. Corrientes sigue allí, indómita, anacrónica, casi irreal. Siguen agitándose los pañuelos azules y colorados, siguen terciando las armas para imponer la razón final que siempre doblegó al ser humano.
Nuestra visión nos transporta casi veinticinco años después al mismo lugar que desapareciera por el saqueo y el fuego, “Rincón del Rosario” y más atrás de esas casas al mismo inmenso, inmutable y misterioso estero del Iberá.
Rincón del Rosario está reconstruida, todo parece estar más sosegado, más calmo, pero no nos engañemos, allí donde estamos mirando, es donde late con fuerza más de un corazón arisco. Allí cerca de las aguas, de los juncos y de las extrañas “islas” flotantes; allí están, ellos, los más bravos, los que jamás claudicarán ante la así llamada “civilización”, los más valientes, los indómitos, allí están ...
LOS ZAGUA’A EZQUER
Parte del ganado criollo de la estancia se fue transformando de manso en indómito y bravío. El estero al fondo del campo se volvió el asilo ideal para aquellos animales que eligieron la vida de bandoleros. Allí vivieron éstos, listos siempre a burlar al hombre, “la autoridá”, representada por el peón que venía lazo en mano para arrastrarlos a una muerte segura. El Iberá, silencioso e inmóvil en apariencia tenía una intensa vida oculta. Se entremezclaban los mariscadores , los yaguareté, las enormes boas curiyú y sus rivales los yacarés, y los duendes que iban en retirada hacia su mundo fantástico sólo comprendido por los viejos hechiceros indios que poco a poco iban desapareciendo. Como un padre acogedor, este insondable estero recibió a los toros que vivían ya “fuera de la ley”; les brindó la seguridad de sus islas y el silencio de sus juncales.
De pronto, tal vez por enamorado de una vaquillona a la que seguía, o quizás por simple capricho de guapo para probar su bravura, se presentaba en algún rodeo, uno de estos toros matreros con el cuero surcado de cicatrices, rúbricas de su temple. Por cierto sin marca, mostrencos, sin exhibir la señal de la esclavitud. Sus guampas afiladas como agujas y su cabeza orgullosa y levantada. ¡Que nadie se atreviera a intentar echarle lazo! Cuando advertía algo sospechoso, el bravo enderezaba el trote hacia la salida y con ese valor formidable del que lucha por su libertad, se abría paso a punta de coraje a veces despanzurrando algún caballo y revolcando a su jinete. A menudo lo seguían dos o tres paisanos revoleando lazos, y allí según su suerte, en esta última escaramuza se decidía su destino, volver al estero y a la emancipación o caer bajo el dominio del hombre.
Allá por el año 1918, apareció en el rodeo Bihraray, uno de estos increíbles bandidos con la osamenta de un gran yaguareté encastrada en sus astas. ¡Qué terrible lucha debió desarrollarse entre estos dos animales en las soledades del Iberá! Por indicaciones del patrón, se hizo lo imposible hasta conseguir enlazarlo. Se le quitó el cuerpo muerto de su adversario, pero las heridas que había recibido en la lucha, determinaron que muriera pese a los solícitos cuidados que se le proporcionaron como ofrenda de respeto a su bizarría.
En otra oportunidad, se hallaron los cuerpos de dos toros con sus guampas entrelazadas. Habían sucumbido de sed y de calor y por sus heridas, sin aflojar ninguno de los dos en su encarnizada batalla.
Varios de estos matreros se distinguieron por su fiereza o por su astucia. El paisanaje los admiraba porque se veían reflejados en ellos y les dieron nombres. Nombres que llegaron a ser célebres. Uno de ellos, fue Añá Pihtá . En el año 1920, éste asumió la jefatura de una importante pandilla de bandidos. Lo consiguió después de dar muerte en duelo singular al entonces jefe, un toro negro. Bajo el comando de este diablo rojo, los animales se hicieron más temerarios, originando el mote con que hemos titulado este relato, “los Zagua’a Ezquer”. En el idioma guaraní, el término “zagua’a” significa salvaje, indomable, tosco pero también silvestre y puro. La banda comandada por Añá Pihtá llegaba en incursiones hasta las afueras del pueblo de Ituzaingó. Veinte o treinta toros armaban un San Fermín inesperado, no deseado y mucho más peligroso. La gente se encerraba y pasaba la voz de alarma “¡chaque o’u co los zagua’a Ezquer!” (¡Cuidado que vienen los salvajes Ezquer!) con lo que mi familia quedaba comprometida con estos bárbaros. Aún dudo si no es un honor ser parte de su fama.
Allá por 1923, la pandilla de Añá Pihtá se vio privada de su jefe. Luego de una batalla infernal, lo metieron en un corral junto a un grupo de animales para ser vendido. Al día siguiente debían marcarlo y entregarlo a sus compradores. Pero esa noche Añá Pihtá con sus artes de gaucho astuto y montaraz, huyó junto con tres viejos compañeros y dos novatos rumbo al Iberá. Allá lo recibieron los demás, con mugidos de júbilo y orgullo mientras los toritos lo contemplaban con envidia y admiración soñando con ser alguna vez como él.
Dos años más tarde, unos peones que andaban recorriendo el campo se toparon con este matrero y consiguieron enlazarlo; lo dejaron para volver a buscarlo, maneadas sus cuatro patas, reventando de ira y de calor. Una hora más tarde cuando regresaron se había hecho humo con grillos y todo. Con esto su fama rebasó los límites del pago. Y en casi todo los rodeos los toros hablaban de él y más de una vaquillona soñó con ser su preferida.
Pero los dichos y la matemática a veces tienen razón. Y la tercera fue la vencida. En 1931, viejo pero feroz y peleador siempre, fue vencido junto con parte de su cuadrilla y así marcharon todos capturados pero indómitos al destino que el hombre les imponía.
Otro tan famoso como el anterior fue “El Gaucho”. Toro oscuro que habitaba en otra zona. No fue como Añá Pihtá, jefe de pandilla, este fue un solitario y aunque no un jefe, se trató de alguien tan terrible como el anterior. Cuando torito, se llegaba a los rodeos tal vez por un poco de vanidad, a mostrarse. En uno de ellos, consiguieron enlazarlo, reducirlo y marcarlo. A raíz de la marca del hierro ardiente, este Aníbal bovino juró “odio eterno a los hombres”. Ganó el monte y desde allí siempre acechaba. Cuando advertía a algún jinete desprevenido, aparecía bufando y aterrador. ¡Más vale que el caballo fuera rápido y el jinete hábil, porque de lo contrario sería uno más para agregar a su interminable serie de víctimas! ¡Bien caro que se cobró aquella vez que fue marcado!
Tomás Ríos construyó, su rancho de poblador sin saber que lo hacía cerca del campo de hazañas de Gaucho. Una tarde sus hijos fueron a pie hasta un monte cercano. Allí se hallaba Gaucho. Al oír las voces de los niños y sus risas, salió repentinamente de la espesura. Los niños al verlo comenzaron a huir desesperados. Gaucho en vez de iniciar una acometida mortal se limitó a trotar tras de ellos unos metros para luego pegar la vuelta y regresar a su guarida sonriendo ante el susto dado a los cachorros de hombre.
Tomás tenía un carnero muy grande y muy lindo, dueño, señor y esposo de toda una majada de tímidas ovejas que lo reverenciaban. El carnero era todo un guapo y se hacía respetar. Fue así que una siesta paró la insolencia de una vaca que intentó correr a sus ovejas y de un soberbio topetazo la hizo huir maltrecha y atontada. La vaca fue con el cuento a Gaucho y éste a fuer de macho, decidió retar a duelo al bravo carnero. Una mañana se encontraron. Gaucho atacó veloz y el carnero peleó como un duro. Larga fue la batalla, hasta que el valiente carnero cayó con su corazón atravesado de un puntazo. Rindo aquí un homenaje a este valiente carnero anónimo que supo defender el honor de sus damas.
Ríos quedó furioso por la muerte de su hermoso carnero y decidió que en cuanto hubiera recogida de animales, saldría a campearlo para llevarlo prisionero. Una madrugada, se acercó hacia donde suponía que se ocultaba Gaucho, pero este viejo salteador, ya lo aguardaba, y una vez más se dio la historia del cazador cazado. Porque Gaucho mucho antes que Ríos lo viera, apareció por detrás y lo atacó. Ríos habría muerto, de no ser por un valiente, por uno de sus perros que salió en defensa de su amo. Pagó con la vida su fidelidad pues Gaucho en pocos segundos lo mató. Gracias a esta distracción, Ríos tuvo tiempo de echarse del caballo y se zambulló en las aguas del estero nadando bajo ellas por un largo trecho. Salió por entre un grupo de juncos y pudo observar al tremendo Gaucho persiguiendo a su caballo, ya que no hallaba al jinete. La fama de Gaucho desbordó el pago y tan legendario fue, que la misma leyenda se lo llevó junto con los espíritus del Iberá. Nunca más se supo de él. ¡Gaucho viejo, correntino de ley, agradezco a nuestra laguna el haberte llevado para siempre sin dejarte caer en mano de los hombres!
Dije que los duendes se retiraban al estero rumbo a su mundo. Entre los mayores de la mitología guaraní está – perdón por nombrarlo - “El Pombero”, un ser increíble, poderoso y astuto. El Pombero adoptó y dio su nombre a otro de los bandoleros de quienes estamos hablando.
Célebre fue el toro después llamado Pombero por su astucia casi humana, por su habilidad para esconderse y sorprender. Mucho tenía que cobrarse de los hombres. Siendo adolescente, en una yerra lo castraron. Y es así que decidió huir y desde entonces predicar la rebeldía a la autoridad humana. A ello dedicó su vida desde ese momento. Los hombres le quitaron el Amor; en él nació el Odio, la pasión gemela y opuesta.
Se estableció en una arboleda a orillas del Iberá. En ese monte, llamado Ca’abì Michí funcionó su cuartel general. Con su prédica constante atrajo doce o quince novillos y varios toros a quienes inculcó la idea de la rebelión.
Una tarde, un paisano recorría el campo cuando vio un grupo de cuatro o cinco vacunos junto a un monte, entre los que sobresalía un gigantesco novillo overo de cola muy corta. Por curiosidad se acercó a ellos pero aún estando a buena distancia se detuvo, pues le llamó la atención su actitud. El novillo overo llamó a su estado mayor y emprendió un tranquilo trote hacia la espesura. El jinete decidió seguirlos, entró por el mismo lugar que lo habían hecho los animales. No pasaron segundos cuando reapareció como alma que se la lleva el diablo, perseguido por el grupo de matreros que poca ventaja le daban. El novillo overo, pese a su enorme cuerpo, era el que más cerca estaba. Gracias a su rápido flete , el paisano salvó su vida pero no olvidó el susto.
En la primer recogida de ganado, volvió al monte a buscarlo, junto con otros tres peones. Iba firmemente determinado a enlazar y a llevar a quién tan duramente lo tratara. Recién amanecía y una ligera bruma se levantaba del pasto. Ya llegando al monte, sintieron claramente el ruido de un tropel. Sin duda eran los bandoleros que andaban buscando. Rápidamente el jefe de la partida dio la orden y se abrieron en abanico para avanzar los cuatro en dirección al monte. No había forma de no encontrarlos. Por un lado los caminos estaban vigilados y por el otro lado Ca’abì Michí tenía al infranqueable Iberá. Entraron por distintas picadas y ...¡todos se encontraron en el centro de Ca’abì Michí, pero de los novillos y toros,
¡ni pelo! Salieron del monte discutiendo si en realidad habían oído o no el rumor de la estampida.
Semanas más tarde, otros peones vieron desde muy lejos al famoso novillo overo cerca de su guarida. Enderezaron hacia él sus montados, lazo en mano. El novillo, tranquilamente se metió en la espesura, entraron tras él los jinetes pero ni su sombra hallaron. Esto ya fue suficiente para que el paisanaje conociera sus artes de brujo y se lo bautizara El Pombero.
Tiempo después, los hermanos Irala, cazando en su angosta canoa, se acercaron por la vía del agua a Ca’abì Michí y para su sorpresa vieron una estrecha abertura en el espeso juncal. Por ella apareció un novillo nadando silencioso, acercándose a la entrada secreta. Los Irala permanecieron sin hacer ruido hasta que el novillo desapareció en el bosque. Entonces siguieron con su canoa en dirección contraria, hallando rastros de una senda oculta que terminaba como media legua más allí en otro monte hacia el sur de Rincón de Rosario llamado Ca’abì Guazú. Así se explicaron las misteriosas desapariciones del Pombero y su banda. El Iberá, infranqueable, según pensaban, era el bondadoso protector. Y fue así nomás, cuando los toros se veían acosados, desaparecían en un monte, se echaban a nadar, seguían su senda secreta y quedaban dos o tres días en su lugar de refugio hasta que el peligro pasaba.
Días después y creyendo tener ya todas las cartas en la mano, se inició una redada para atraparlo. El Pombero y quince matreros cayeron presos. Pero esa misma noche, desaparecieron junto con otros. También a ellos el Iberá les dio su protección. No olvidemos que el Pombero estaba amparado por el poderoso duende homónimo que se lo llevó a su campo de leyendas. Para el año 1940 quedaban todavía varios de estos bandoleros. Ya entonces todos gozaban de la libertad otorgada por el patrón. Por cierto, libertad condicional.
Los bravos Zagua’a quedaron para siempre en la memoria popular del
Alto Paraná. Hasta no hace mucho, unos payadores, verdaderas réplicas de los juglares medioevales, recorrían las grandes estancias y allí acompañados por su guitarra, cantaban viejos poemas cuyo origen se pierde en la bruma de los tiempos. A estos poemas se les llama “compuestos”. Uno de ellos rinde homenaje a los personajes que acabamos de conocer. Presento a ustedes pues,
El Compuesto del Toro y el Tigre.
En tiempo de la primavera
al rayar del horizonte
bajó de la sierra un toro
a las orillas del monte.
Con su sombra divertido
retozando estaba el toro
y quiso así sorprenderlo
el tigre con su bramido.
Al punto, el toro le dijo
-¿Qué le pasa don Overo?
Si es que se viene solo
vaya a buscar compañero.
El tigre le contestó:
-Amigo, no pase tanto,
soy inspector de los montes,
comisario de los campos.
El toro le respondió
-No sea tan orgulloso,
yo soy el rey de los campos
y en los montes, poderoso.
El tigre entonces gritó:
-¡Callate, garrones sucios!
A la primera topada,
a cualquier gaucho lo asusto.
El toro le retrucó:
- Callate cara de esponja
parece que te has tomado
frutas agrias de toronja.
El tigre así le bramó:
-No sea, pues tan tirano
te he dejar mi amigo
para pasto de gusanos.
El toro le contestó:
-Infeliz sin esperanza
muy pronto has de quedar
en la punta de mis lanzas.
El tigre con su fiereza
al toro lo atropelló
y el toro con su “diestreza”
en las guampas lo barajó.
PICADA YARARÁ
La línea negra de los naranjales se interrumpe por los fogonazos, los disparos rompen la noche. Miguel lucha por su vida. Dispara su revolver hacia donde ve esos destellos que buscan su muerte. Escucha un grito que lo llena de satisfacción, uno de los que fueron a emboscarlo pagará un precio, tal vez su vida. Vuelve su cabeza hacia donde sabe que está esperándolo su caballo ya ensillado “si tan solo pudiera llegar hasta allí, ¡está tan cerca! pasando ese alambrado” piensa. La quemadura de un disparo le abre un surco en el brazo izquierdo. Emprende una carrera veloz hacia su cabalgadura que lo espera oculta en las sombras. Poco antes de llegar al alambrado, el golpe brutal de un impacto casi lo deja sin aliento. Se da vuelta y dispara su último tiro. Vuelve a juntar fuerzas y comete el error que determinará su encuentro con el final, salta el alambrado. Es allí donde lo halla el proyectil que lo empuja y lo hace caer sobre el suelo húmedo de rocío. Miguel yace en el pasto y la vida se le escapa a borbotones. En una reminiscencia fantasmagórica se ve a si mismo cuando niño. En la ciudad de Corrientes, donde se criara. Se ve en la calle Junín, en el hogar de los Ezquer, que también fue su hogar. Se ve yendo al colegio junto con Don Ernesto, para él, simplemente “Ernesto”, recuerda las travesuras de ambos, siente el cariño de Doña María, y va muriendo bajo la luna. Su casi apacible agonía se ve brutalmente destrozada por la luz de una linterna, un puntapié y la voz, que él alcanza a reconocer, de Pablo Cabrera que dice “Tomá, para que no vuelvas a levantarte” y tres disparos más epilogan la tragedia atravesando el pecho de Miguel que yace cara al cielo.
Y allí habrá de quedar, con las tres grandes manchas oscuras que se llevan todo resto de vida. Miguel ya no está, Miguel es sólo un recuerdo.
Regresábamos de un rodeo en potrero “Garapé”. Mi caballo, nervioso al salir aquella mañana, venía ahora desganado y cubierto de sudor, cansado por el recio trabajo desarrollado bajo el sol aplastante.
Nos aproximábamos a un rancho dentro del terreno de la compañía que estaba construyendo la ruta, nombre vulgar que había quitado a esa vía toda la grandeza con que yo la conocí, para mi aquello seguía siendo “el camino real”. A mi derecha, a unos quinientos metros, el monte, casi virgen. En línea al rancho al que nos acercábamos estaba la única concesión que cediera al hombre, el bosque vigoroso. Una “picada”, vale decir, un angosto y tortuoso sendero que llevaba hasta el inmenso río Paraná.
RAPTARON A ELENA Y ARDIÓ TROYA
La amazona parecía fuera de lugar, rubia, de aire altanero, hasta frío, su nariz respingada daba un toque gracioso a sus bonitas facciones quitándole algo de su lejanía. Montaba con elegancia y se divertía con sus otras hermanas y algunas amigas que habían salido a dar vueltas por el pueblo de Ituzaingó. Saludaron a los dos jinetes con quienes se cruzaron. Éstos venían seguidos por dos o tres peones y un landó cargado con equipajes, maletas y viandas de los dos viajeros que acababan de desembarcar del paquebote “Iguazú” proveniente de la ciudad de Corrientes. Se dirigían a su campo, “Rincón del Rosario".
- Está linda la hija de Don Salvador – Señaló el Doctor Ezquer a su hijo Ernesto Eliseo que cabalgaba a su lado. Ernesto ya lo sabía, ¡vaya si lo sabía! sus ojos la habían buscado desde la llegada al puerto. ¡Las veces que habían hablado medio en secreto!. Se alejó la cabalgata rumbo al campo.
El tiempo movió los personajes, cambió los libretos. El Doctor Don Ernesto Enrique Ezquer Leal murió un amanecer allá en su vieja casona en calle Junín, en Corrientes. Dejó tras de sí una bien cimentada fama de jurisconsulto y de hombre cabal y honrado, amén de una fortuna sólida. Todo fue heredado por Doña María Dolores de la Encarnación Zelaya, su esposa, y por Ernesto Eliseo |