LA DESPEDIDA DE LAURA
María Teresa Arrázola
El rostro pálido de la monja se coloreó ligeramente al verla de nuevo allí, en la sala de recibo del dispensario de esa parroquia pobre que era atendida por su comunidad. Por recomendación de la dueña de la pensión donde se alojaba, acudió al dispensario unas semanas antes, para donar algunas cosas a las personas necesitadas, pero desde el primer día pudo percibir en el rostro de la monja la curiosidad y la desconfianza con que la miraba.
Se llevó entonces una gran sorpresa al encontrar allí a su amigo Daniel, atendiendo a los enfermos de esta parroquia. Daniel y Laura fueron vecinos y amigos cuando niños. Daniel fue su primer amor y aún tenía en sus labios el recuerdo de sus besos, confundidos con el aroma de su primera rosa. Laura se fue para otro país y Daniel se quedó estudiando medicina, se casó con una de sus compañeras del colegio y poco después se quedó viudo. No volvieron a verse hasta ahora, que Laura vino para asistir a un congreso de escritores latinoamericanos. Tenían mucho que hablar, así que salieron a almorzar un día, y lo visitó varias veces después de las horas de consulta. Ahora, antes de su regreso, iba a despedirse y a regalarle su libro más reciente.
La mirada gélida de la monja parecía traspasarla. Laura se movió un poco incómoda en la banca de madera, dándole vueltas entre los dedos a las cuentas del collar de ámbar que tenía debajo de su chaqueta de lana. Obviamente, ella le reprochaba su presencia en la sala de recibo. La monja se acercó y Laura pudo percibir el sonido fuerte de los tacones de sus zapatos que se paraban frente a ella. Sus ojos se detuvieron para inspeccionarla de pies a cabeza, sin ninguna simpatía. Se arregló un poco el mechón de cabello que le caía sobre los ojos. La monja aspiró molesta su perfume de gardenias, fuera de lugar allí, mezclado con el olor a desinfectante del piso brillante del dispensario.
—¿Y usted, señora, es que tiene cita con el doctor? —le dijo la monja con aspereza, y añadió— deme su nombre para ponerla en la lista.
—No, hermana, solo vengo a traerle un libro al doctor —le respondió amable.
—¿Ah, sí? —le dijo la monja, con un retintín desagradable en la voz— pues parece que le va a tocar esperar bastante. Hay muchas personas antes que usted.
—No se preocupe, esperaré —respondió conciliadora, y la monja no la miró más.
Los paneles de madera de las paredes y los antiguos artesonados del techo de la sala de espera parecían volverse más amenazantes y obscuros cada vez que la monja pasaba frente a ella. La monja tenía los labios apretados y cara de pocos amigos, y volteaba la cabeza con cierto desdén, para que no la miraran al anunciar a alguien. Cuando la fila de los pacientes se acabó, el reloj de pared dio la hora, con unas campanadas sonoras, que parecían venir desde algún rincón olvidado del tiempo.
—Son las doce, ¡el doctor ya no atiende más! —le dijo la monja, con un inconfundible aire de triunfo, acercándose decidida mientras agitaba en el aire el rosario y el cristo que le colgaban del pecho, dándoles vueltas como si quisiera exorcizarla con ellos para espantar a los demonios.
—Bueno —le dijo Laura—, pero, ¡ya no podré volver!
Sintió entonces que algo muy hondo se rompía dentro y se dio cuenta de que se negaba a aceptar que no vería más a Daniel. La monja la miró retadora y Laura se armó de valor para decirle:
—Por favor... —las palabras salían con dificultad—, ¿podría usted, hermana, entregarle esto al... Doctor?
Era muy cruel pensar que acaso tendría que dejar el libro precisamente con ella y no podía decidirse aún a moverse del lugar. Fue entonces cuando en la puerta del dispensario apareció la cabeza iluminada de Daniel, y antes de que la monja se interpusiera, como era su costumbre, él le dijo, con esa voz que se le quedó tallada en el alma desde el día en volvieron a encontrarse:
—Sigue, Laura.
Allí mismo, al entrar, Laura supo que el tiquete de regreso al país de su exilio, que llevaba en la cartera, era un objeto sin sentido. Tuvo entonces la certeza de que sólo un huracán podría moverla de este lugar. ¡En una explosión de arco iris y de lunas, el amor había llegado a su vida en una forma irremediable! Ya estaba lista para romper en pedazos el tiquete de regreso, caer en los brazos de Daniel y decirle que seguía siendo el amor de su vida, cuando la monja apareció de nuevo en la puerta del consultorio, con una historia clínica en blanco. Con los ojos bajos se ofreció a tomarle la presión arterial y le preguntó otra vez su nombre. Laura le recordó que no estaba enferma, pero ella se quedó allí, esperando que le diera sus datos, con un insoportable aire de humildad.
Laura miró entonces a Daniel, que buscaba algo en el cajón de su escritorio.
—Quiero mostrarte algo, Laura —dijo Daniel tomando su mano. Y, mientras ella lo miraba con emoción contenida, él le enseñó la foto de una chica muy seria, de anteojos, con el cabello recogido en una cola de caballo y con un delantal de enfermera.
—Es mi prometida —le dijo—, tomé la foto esta semana —y añadió sonriente—: ¡ella trabaja aquí en el dispensario y se llama Victoria.
—Bueno hermana, tómeme la presión —le dijo Laura a la monja, ya resignada a todo. Y mientras ella, ahora con una sonrisa amable, le tomaba la presión en el brazo izquierdo, Laura tocó con la mano derecha su tiquete de regreso, para asegurase de que aún estaba en la cartera. La explosión de arco iris y de lunas se apagó lentamente. |