LA CEREMONIA DEL REENCUENTRO,
UN LIBRO QUE MERECE PERDURAR
Eduardo Gómez
En un medio literario como el contemporáneo, el mar de mediocridades y de falsas vocaciones artísticas, estimuladas por la publicidad y la ausencia de crítica, así como por la crisis crónica de todos los valores que ha corrompido el lenguaje, dificulta y aplaza el descubrimiento de los auténticos poetas.
A estas alturas, Matilde Frías no debiera necesitar presentación pero su admirable talento literario ha sido ignorado, postergado y obligado a la dispersión por múltiples circunstancias, casi todas producto del subdesarrollo. Sin embargo, muchos de los trabajos que ella debió realizar se fueron unificando en función de una noble tarea: la educación y formación de niños y jóvenes. Sus estudios en cuatro universidades y su experiencia como docente en varios colegios y, finalmente, como profesora universitaria, han puesto a prueba y acendrado su sensibilidad poética, no sólo porque determinaron el aplazamiento de la escritura y la publicación de poemas (con tanta frecuencia apresurada e irresponsable en la adolescencia) sino porque le aportaron la capacidad autocrítica y el aprendizaje psicológico y erudito que la docencia implica cuando (como en este caso) es responsable y creadora
En todo caso, la calidad de este libro, La Ceremonia del Reencuentro, justifica retrospectivamente los aplazamientos que debió padecer y su culminación tardía. Los poemas que lo constituyen han brotado de una necesidad expresiva y, como esos manantiales de montaña que se han abierto paso a través de la dureza de la roca, las resistencias, que debió afrontar, terminaron por plasmar su belleza transparente.
Son treinta poemas distribuidos en cinco secciones, y todos ellos surgen de un trasfondo donde sensibilidad y cultura (en especial antropológico-mítica) entrelazaron y fundieron musicalmente sus contradicciones.
En el poema inicial, Epopeya, ya está presente ese gusto por lo legendario y antiguo que ambienta todo el libro, siempre de una manera sobria y asimilando lo mítico, mediante un presente en el que predomina un tono cotidiano y moderno:
Epopeya
El ciego acaricia la luz
en el zaguán de una tarde discreta
y con el rítmico aleteo de su bastón
traza una ruta
de versos y batallas:
Lágrimas del corazón de Homero.
En Caligrafías, Matilde logra una entrañable identificación con lo muy antiguo, gracias a una sensibilidad cultivada que conjuga felizmente al antropólogo y al poeta en un fluir sin esfuerzo y con exótica pureza que rememora, después de miles de años, a sus amados ancestros, a su familia:
Con azul maya y agua virgen
se ungían las tablillas de madera.
En La palabra, la bíblica sentencia, “en el principio era el verbo”, se americaniza con encantadora ingenuidad. La palabra está implícita o explícita en los elementos y en los símbolos primigenios que constituyeron las divinidades de los pueblos indígenas, y en la manera como éstos vivían la naturaleza. Se trata, entonces, de la palabra de nosotros los latinoamericanos, de nuestra palabra. Universal pero muy barroca a través, y mediante, nuestro proceso inconfundible. La palabra nutriente y fecunda como la Madre de Aguas/ en el Amazonas, y radiante ninfa/Mujer-Hombre.
En Lectores, el testimonio escrito es tan ambiguo y, a la vez, tan entrañable, que su significado es ahora consubstanciación de materia y significado. El aroma de su pátina milenaria impregna el sentido y éste espiritualiza la materia mediadora, ennobleciéndola en unidad indisoluble.
En Historias, la rememoración esencial de una de las leyendas más herméticas y sugestivas de la mitología griega, es ya un esbozo, y en los cinco versos de la segunda estrofa se actualiza y universaliza el mito del “Segundo Dionisio” (como llamaban los órficos a Zagreo) de una manera sutil: Desde entonces/todo amor arde en su propio incendio. Para concluir en un presente lleno de añoranzas: Y los crepúsculos de estos largos y solitarios días/ se dibujan/ con la sangre de los muertos.
Estos poemas son muy representativos de las partes más logradas y son suficientes para que el lector inicie sin dilación la lectura de este libro, que merece perdurar. |