LA LIBERTAD DE REBELDÍA
DEL LECTOR
Rubén Darío Flórez Arcila
“Las lecturas y la experiencia de la vida no son dos universos
sino uno” Italo Calvino
No existen horas más inolvidables que las que se pasan en la compañía de un libro que nos ha encantado. Algunos lectores eligen las horas de la noche para este placer definitivamente individual. Cuando no hay ningún ruido alrededor, o los sonidos de la calle en algún momento se convierten en un susurro que nos envuelve, del que surgen los huéspedes del relato y las frases que conversan con nosotros; el lector ha encontrado su sésamo. O dirán ustedes, estas horas inolvidables que dejamos de contar en algún momento, cuando sobreviene la extraña suspensión del tiempo de afuera, resultan incomparables en la madrugada; puedo estar de acuerdo con esta cordial refutación. Sin embargo, todos coincidirán conmigo en que es un placer como pocos, el silencio que saboreamos cuando las páginas de un libro nos transforman en seres desinteresados, curiosos, alertas y vaticinadores intuitivos que llevan en la punta de los dedos, el posible desenvolvimiento de una trama o de una vida. En este momento irreal que podemos descubrir cuantas veces corramos las páginas del libro, capaz de producirlo, el lector estará en posesión de unas llaves mágicas. El acto de leer nos hace propietarios de lo que descubrió Alexander Pushkin, al terminar de escribir Evegenii Oneguin y que llamó con precisión: Magicheski kristall, cristal de magia que nos permite atisbar hacia la libertad de horizontes de la ficción, y ver la vida en sus posibilidades sin las ataduras de la cotidianidad.
En nuestro idioma existen términos entrañables para nombrar la relación íntima y libre que cultivamos con un libro. Aunque la expresión vaya siendo desplazada por otras que suprimen la noche propicia de los lectores, difícilmente pueda hallarse una que exprese la comunicación singular en el acto de leer: “Mi libro de cabecera”. Aquí está lo que llega a ser para uno la lectura y los libros. Se pasa la noche en blanco con el libro de cabecera. O los últimos pensamientos que rondan la cabeza antes de quedar dormido, provienen de un fragmento que no podemos alejar de nuestra mente. Se duerme con un libro debajo de la almohada, como si se estuviera perseguido y dominado por la pasión. O talvez, se guarda debajo de la almohada como secretos y corazonadas que no quisiéramos compartir con nadie y que te acompañan mientras ingresas a la irrealidad reveladora de los libros. Los sueños producidos por las lecturas se multiplican a tal grado que un buen lector, llevado al extremo por los espejismos del paraíso que le produce el diálogo con los libros, conversación a la cual puede dar tantas horas como las que entrega al ritual de hacer el amor o de dormir, ve como su alcoba, los pasillos de la casa, el comedor, la cocina y la nevera van siendo silenciosamente invadidos por libros. Y cuando pasas por la cocina y ves el libro que lleva medio año sobre la nevera, saboreas las horas que compartirás con el libro descifrando sus claves ocultas. Pero en el pasillo otros de páginas marcadas con señales rojas, te aguardan. El libro y el acto repetido de leer han dado a la casa una atmósfera de significados liberados de lo trivial.
Los buenos libros que provocan su lectura íntima no vienen de una lista bibliográfica. Son hallazgos de largos viajes. Recuerdo ahora uno de aquellos momentos: en una lejana ciudad del norte de Europa, mientras esperaba el tranvía nevaba con tal violencia, como en el invierno de 1812 de la Guerra y la Paz, aullaba el viento helado; detrás de mí como desafiando la tormenta, había un kiosco de libros y revistas que parecía un refugio en medio de la tempestad de nieve. Estaba iluminado y la vendedora se veía envidiablemente protegida por los vidrios, por la luz de la lámpara y por su gorro. Como se retrasaba el tranvía me acerqué. Al recorrer los estantes en medio de las revistas de fútbol y de las novelas de detectives, tuve la fortuna de dar con tres gruesos tomos del libro de las claves modernas de la semiótica. Es un libro prácticamente desconocido en Occidente, tan raro como el texto sobre la risa que persiguen en la Abadía del norte de Italia los copistas del Nombre de la Rosa. Algunos de sus textos han sido parcialmente traducidos. No quiero desdeñar el carácter público del conocimiento pero los libros del lector son los libros que él escoge, es probable que sólo tengan valor para él, es posible que no estén en la lista de los más leídos. Son rarezas como los hábitos personales. Se les busca como escogiendo una camisa de la tela que le gusta a uno o como la marca del café que alguien que descubrió las delicias de su aroma y de su justo sabor, persigue por toda la ciudad. Es misma travesía que haría un extranjero para llevar a una remota región lo raros granos tostados del café.
A veces hay que caminar, subirse a busetas, aguantarse los trancones, discutir y negociar con fiereza junto a los estantes de la librería en el centro de Bogotá, sobre la mítica carrera octava junto a la avenida Jiménez. Las buenas lecturas han sido recomendadas por nuestros mejores amigos. Son referencias casi ocultas en los libros que nos dieron talvez las mejores horas de nuestra vida. Quién de nosotros, de la logia de los lectores, no obtuvo su mejor pieza para las madrugadas o las noches del cristal mágico, de una referencia en letras menudas, escondida entre las líneas del libro que estaba leyendo? Una mujer de la que no recordamos el color de su cabello pero si la expresión de sus ojos cuando nos hizo una rápida semblanza de aquel personaje y de sus fantásticas acciones, compartió con nosotros su vida y el nombre de un libro. Los libros tienen distintos lectores y tantas lecturas. Así como no existen dos lecturas iguales de un mismo libro, tampoco los lectores se parecen. Pero también nuestra relación con la lectura cambia a lo largo de la vida, aunque mantengamos intacta la pasión por la lectura, a pesar de que con el tiempo vayamos desencantándonos de los autores pero no de los relatos ni de la libertad que siempre pueden ofrecernos sus primeras frases.
Como los cuentos casi interminables de Sherezada que al comienzo de la medianoche suspenden el poder del sultán, para dar inicio a un viaje conducido por el poder de relato, son incontables nuestros modos de leer y los lectores que produce el acto extraordinario de descifrar palabras y encadenar frases. Un relato existe por y para un lector. El lector se transforma y es el artífice que despliega la trama de la invención del autor.
¿El lector busca la verdad en un libro, la suspensión de una creencia, el sentido definitivo de su búsqueda, la pérdida de su inocencia? ¿O a qué parajes libres de sí, de la imaginación y de su laberinto interior aspira a llegar? La respuesta no es definitiva. Puede compararse la lectura con la búsqueda de la verdad contenida en el libro o con la llegada a un destino que está señalado en la ruta del índice. Pero las dos respuestas estarían equivocadas. Un buen lector y una buena lectura no persiguen un interés, como si los momentos de la lectura se pudieran trocar en una moneda. No se lee para ubicarse dentro de los índices de popularidad de un texto ni para tener un minuto de gloria en la televisión. Tampoco se trata de conseguir una calificación académica. No se busca presentar resultados ante nadie para obtener un elogio o una calificación. Ni podemos recibir la verdad de ninguna escritura pues esta se oculta dentro de nosotros. Los libros para los buenos lectores son puertas y no depósitos. Erudición libresca se llama esta actitud que se acerca a los libros para citar. Que empieza y termina la lectura allí donde comienza y termina el libro. Es la actitud del que predica una verdad aprisionada en el texto y que el lector debe guardar en su mente como un ensalmo tiránico. La lectura puede ser un deber de la imaginación y del refinamiento de la inteligencia que no ambiciona un fin pragmático, pero no es la obligación exterior que exigen las convenciones por fuera de la propia motivación libre del lector.
Cuando Proust refutaba a Ruskin, el autor inglés quien escribiera una bella conferencia sobre la lectura como una conversación con hombres ilustres que elevan la calidad espiritual, el novelista francés no otorgaba a la lectura sino el poder de estimular un comienzo de nuestra vida interior, que jamás está en los contenidos del libro, aquí sólo podemos recibir la llave que estimula nuestros propios pensamientos. Para Ruskin, quien fuera uno de los primeros críticos de los modos modernos de consumir información extravagante, morbosa y primaria, la lectura de los clásicos era el medio de enfrentar el envilecimiento espiritual. En su tiempo la prensa convertía las confesiones de un criminal y sus hábitos en asunto periodístico: “Una gran nación no emplea todo su ingenio nacional, durante una serie de meses, en sopesar la conducta de un solo asesino”. El contacto esforzado, lento con una buena lectura era para Ruskin medio de mejoramiento espiritual. Es conveniente recordar la idea de libro de lectura del autor inglés: “Un libro es esencialmente, no una cosa hablada, sino una cosa escrita y escrita, no con el propósito de mera comunicación, sino de permanencia”. Esta permanencia se debe a las palabras pensadas por el autor muchas veces, que surgen de una meditación y no de la ocasión. Los buenos libros no son noticias extravagantes. Y un lector no es un consumidor de noticias sobre rarezas clínicas, es la apreciación del buen lector que hace Ruskin. Nuestro autor tuvo un vaticinio pesimista que hoy vemos cumplido con gran arte mediático. ¿Las lecturas se han envilecido, podría preguntarse actualmente Ruskin?
En Proust el trabajo laborioso del lector se hace en su interior. El lector empezaba la tarea que iniciara el autor, lo que para éste son conclusiones “para el lector son incitaciones”. “No sucede lo mismo con el ilustrado. Éste, lee por leer, para recordar lo que ha leído. Para él, el libro no es el ángel que levanta el vuelo tan pronto como nos ha abierto las puertas del jardín celestial, sino un ídolo petrificado, al que adora por él mismo, y que, en lugar de dignificarse por los pensamientos que despierta, transmite una dignidad falsa a todo lo que le rodea. El ilustrado cita sonriendo tal o cual nombre que se encuentra en Villehardhouin o en Bocaccio, tal o cual costumbre descrita en Virgilio. Su mente carece de actividad original, no sabe extraer de los libros la sustancia que podrá fortalecerla; carga con ellos íntegramente, y en lugar de contener para él algún elemento asimilable, algún germen de vida, no son más que un cuerpo extraño, un germen de muerte.”
Los eruditos son un tipo de lectores. En las mil y una noches se cuenta la historia de un sultán que se convirtió en lector sólo por disfrutar el gusto de poder decapitar a su médico y escuchar hablar la cabeza desprendida del tronco, mientras pasaba las páginas de un enorme libro. ¿Cuál es el significado del episodio? Yo me atrevo a pensar que el anónimo autor quería decir que una lectura que busca maravillas externas al libro, es decir un fin inmediatamente práctico a la lectura, no tiene razón de ser. El sultán al terminar la lectura cayó muerto y la cabeza cesó de hablar. Fue la venganza del médico que había envenenado las páginas hojeadas por el sultán. Al terminar de consumir las instrucciones se votan los manuales. Pero los lectores que se quedan hasta la madrugada con su lectura inaplazable son de otra condición.
Las más bellas lecturas provienen de la infancia. A un niño le llama poderosamente la atención y cautiva su oído el relato de Amina que come el arroz, grano a grano con un alfiler. Imagínense ustedes la finura de atravesar los blancos granos de arroz con un alfiler, la truculenta parsimonia de llevarlos a la boca. La morosidad en consumir cuántos granos de arroz, ¿cien, doscientos, mil? Pero además se revela aquí la curiosidad desinteresada por los comportamientos humanos propia de la psicología del niño que se admira con este relato.
A los lectores infantiles la irrealidad maravillosa del mundo, la pueden revelar lecturas que no tienen nada de clásicas. Recuerdo que antes de los videos y del CD, yo coleccionaba docenas de revistas de cómics, impresas en Ciudad de México, en Buenos Aires y Bogotá. Las ocultaba debajo de mi cama. Mi madre estaba preocupada pues me pasaba las noches sin dormir entregado a la lectura de mis revistas. Padecí un tiempo la prohibición de no prender la lámpara de mi cuarto, pero yo rompí la prohibición y cuando estaba seguro de que mi madre dormía profundamente, en medio de la noche encendía una vela. Recuerdo un cómic que quedó grabado para toda la vida; el pato Donald se enfrentaba a unos extraterrestres que querían robar la luz de la luna. Después de muchas truculentas aventuras los derrota y la última escena me representaba la mayor expresión de la belleza; el dibujo maravilloso mostraba una enorme luna dorada y la frase me conmovía profundamente: “sigue arriba alumbrando siempre vieja luna”. En medio de la noche, con el cuarto rodeado de sombras móviles e iluminado por la vela, la luna en el papel irradiaba su antigua luz y en mi imaginación infantil el signo evocaba una visión maravillosa. Siento desde entonces una vaga añoranza por aquellas noches resguardadas por la llama de la vela solitaria cuando contar era mostrar y mostrar era contar. Yo era un chamán primitivo deslumbrado por la magia de la letra impresa del cómic. Pero estoy convocando el tiempo pasado con un ardid verbal, ¿aunque acaso esta estratagema narrativa y temporal no es el recuerdo inventado por la lectura?
Los lectores vamos cediendo a las míticas astucias del lenguaje, en tanto crecemos en nuestra vida de delirantes y calculadores descifradores. Sospechamos que el tiempo es una realidad modulada por el lenguaje y buscamos la temporalidad irreal que inventa el idioma de la narración. Ésta encadena los hechos con un tejido de tiempo que le pertenece sólo al autor y al lector. El ayer, el antes y el después que en la vida real son implacables, están en el cristal mágico de la lectura y de la ficción como momentos alternativos. Puedo hacer volver el ayer a mi antojo y este pasado perdido no está definitivamente clausurado sino que tiene la belleza del instante presente creado por el mágico lector: “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el primer día te sentías a una gran altitud cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías”.
La lectura aparece entonces como un arte de recrear el pretérito y de concebir imaginariamente lo pasado, que probablemente sólo exista con su poder evocador en la narración. Es exquisito el gusto que proporcionan a nuestra imaginación las formas verbales del tiempo pretérito. La capacidad de éstas de crear una como aura de ilusión, de irrealidad, que al mismo tiempo que nos dice que esto o aquello ocurrió, lo tiñen con una luz de sueño como si se tratara de una fata morgana titilando entre las líneas de la página, los signos y su evocación en la mente el lector. No sólo yo en el acto de leer invento la irrealidad de un tiempo, de unos personajes y de unas acciones, uno mismo se traslada con su cuerpo a una frontera de ilusión y de realidad fantasmagórica provocada por este comienzo del libro autobiográfico de León Tolstoi, Infancia, adolescencia y juventud: “ el 12 de agosto de 18…, precisamente tres días después de mi cumpleaños, había cumplido 10 y me habían hecho regalos maravillosos, Kart Ivanovich me despertó al golpear una mosca por encima de mi cabeza con un matamoscas de papel..” El episodio que desapareció, recuperados por la narración y el lector le confieren inmortalidad a esta fastidiosa mosca que vuela desde el siglo XIX.
El lector hace parte con su mente y su cuerpo de esta irrealidad donde “muchos años después” caben en una línea con la intensidad de lo vivido y lo leído. Un año o un instante poseen la fuerza del tiempo experimentado y revelado sólo si el lector lo vive en la lectura.
La lectura cultiva las dotes de la imaginación. Aquella que le pertenece sólo al lector y no al texto. Porque el texto no existe sin el lector. Los significados debe ir madurándolos en la soledad y el silencio. Es una auténtica soledad sin aislamientos. Esta soledad intensifica los poderes de nuestra percepción. A través de su afinamiento por la lectura nos damos cuenta de la capacidad de las palabras de crear y fingir la realidad. La lectura va de la mano con un gusto individualista por la soledad. Pero no se trata de una soledad desierta, es aquella en la que conversamos en un diálogo que debe darnos no los frutos del autor sino nuestras propias invenciones. Un lector no encontrará jamás el significado del texto, acaso encuentre un significado que da pie a otro universo imaginario que sólo está en la individualidad del lector. El texto no trae mundos conocidos pero el lector de veras no se contenta con esta maravillosa incertidumbre, el diálogo con el texto lo conduce a su propia veracidad. La lectura abre alternativas de sentido, como si se tratara de un camino en el que uno decide las rutas.
El lector es un creador con el texto. Una frase lo conduce a otro lugar y aunque la retenga o el episodio formulado por el texto que lee se quede en su memoria, la cita siempre podrá producir otras combinaciones.
El lector puede dar origen a un mundo nuevo a partir de una frase que descubre en un libro. Encuentro posible que un lector como U. Eco haya dado con la inspiración para su novela en unas frases de Proust: “Qué felicidad, qué descanso de la mente fatigada de buscar la verdad en su interior, descubrir que se encuentra fuera de ella, entre las páginas de un infolio celosamente conservado en un convento de Holanda, y que si, para llegar hasta ella, habrá que mover poderosas influencias, entablar amistad con el venerable Arzobispo de Utrecht, de hermoso rostro cuadrado de viejo jansenista, y con el devoto guardián de los archivos de Amersfoort…. La conquista de la verdad se concibe en estos casos como el éxito de una especie de misión diplomática, donde no faltan ni los accidentes del viaje, ni los azares de la negociación”
Como lector que no se contenta con las conclusiones del autor, he descubierto que acaso esté allí la semilla para el texto de Eco, “El nombre de la Rosa”. Es una abadía que está situada no en Holanda sino en el norte de Italia. Se trata de un libro celosamente guardado. El deseo de poseerlo da origen a conjuras, intrigas y asesinatos. Pero su hallazgo y los móviles de los crímenes despiertan la sagacidad de un lector. En este caso una lectura cuidadosa de unas frases, conjeturo que produjo la revelación de un libro nuevo. El devoto guardián de los archivos del texto de Proust se transforma en el ciego Jorge Burgos que no vacila en asesinar o provocar homicidios para mantener oculto de los lectores el libro sobre la risa que puede desestabilizar los principios de la cultura monástica medieval. Este es “un libro prohibido por el que se mata en cadena”. El libro de Bajtin sobre la risa en el medioevo sospecho que en la mente de un lector como Eco se transformó en el libro que perseguían los monjes de su novela. El mismo trae impregnado veneno en sus páginas como aquel de las mil y una noches que ocasiona la muerte del sultán mientras observa hablar a la cabeza cercenada. Así pues, los lectores transforman las narraciones de los libros, pero al mismo tiempo, en tanto las comparten con los que son depositarios de su confianza, constituyen una francmasonería que conserva la historia, la memoria y la continuidad de los libros. Es una logia que cultiva el placer de descifrar, de comunicarle sólo a los iniciados que ellos mismos se encargan de cultivar para asistir a los desciframientos y a las historias que la llave de la lectura puede descubrir. Pero esta llave no está en las manos perezosas de la desidia. No basta leer un libro. Los libros como las lecturas son exigentes y su fruto es exiguo si se piensa que basta descifrar para entender. La mente no se imprime con las letras y las frases de los libros. Esta sería una mente perezosa y esclava del autor. La lectura es una actitud que altera la coherencia del texto leído. El lector no es un recipiente.
¿Qué pasa si alguien decide creer que su verdad debe ser la verdad de todos? ¿Qué consecuencias trae la soberbia de la inteligencia en la búsqueda de una verdad? ¿ El conocimiento está en una mente que lo guarda celosamente y lo oculta con claves misteriosas o debe darse en el diálogo libre del lector con su libro? Tanto Proust como Eco imaginan un texto que se abre a múltiples lectores que a su vez lo harán suyo de múltiples maneras. Pero no niegan que el acto de leer en su fase más lograda es una iniciación que exige del lector insisto, soledad y curiosidad.
Y el buen lector suele ser a veces cursi, procaz y sabe reír. La lectura despierta rasgos intrínsecamente humanos: descifrar, imaginar, gozarse la soledad interior, enajenarse en mundos posibles y la lectura desata la risa iconoclasta. El cuerpo del lector sabe también desternillarse de la risa. Los lectores participan del mundo del carnaval, de la extravagancia, de la burla positiva y gozosa del cuerpo. Los genitales son nombrados y esta fuerza también participa en las imágenes del acto de leer. Un lector voraz de literatura de la antigüedad clásica como Francois Rabelais, evoca la poderosa risa y el humor vital de la antigüedad y sus carnavales. Bajtin el más genial lector del autor francés, recuerda esta burla grotesca y genésica : “En el libro V, capítulo IV , habla de una creencia sólidamente anclada en el pueblo según la cual uno puede juzgar el tamaño y el poder del miembro viril según la dimensión y la forma de la nariz”, “el vientre y el falo son objeto de la predilección de una exageración” jubilosa, en estas imágenes que durante siglos se encuentran en las lecturas que despiertan potencias escondidas de los lectores: “ Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado”.
No les diré el nombre del autor; les dejo el acertijo o, si prefieren, el enigma del siglo en que fue escrito el fragmento. Por que los lectores se entusiasman con las preguntas y los problemas de los buenos libros de ficción. Un lector de nuestra francmasonería no busca las frases que ya se dijeron, las tramas que ya disfrutó, la retórica que le cautivó una vez. Hay para esto lectores repetitivos de la obra de Angela Becerra, la escritora de cabellera sensual. Umberto Eco sostiene que un lector kitsch, es aquel que busca la familiaridad de frases que ya se dijeron, que no espera ser sorprendido en el desenlace. El lector adicto al kitsch se regodea con citas que ya funcionaron y el idioma del texto kitsch “está plagado de citación pasada de contrabando como invención original”. Un atardecer, música de Chopin que suena en el comedor barroco mientras una persona asiste a la revelación del testamento del dueño de la empresa, donde ella la muchacha que sirve el café será nombrada gerente. Si lo prefieren es esta evasión simple o kitsch del montón. Lo kitsch inunda la literatura comercial. Aquí se puede descifrar muy poco.
Hablo de otros enigmas. Jorge Luis Borges nos cuenta la historia de El Inmortal, que es una parodia poética del deseo de inmortalidad. La pregunta que puede formularse el lector, hace muchos años la compartió conmigo Aliosha, un historiador moscovita recién graduado que se expresaba con corrección en un pulido castellano latinoamericano: ¿Qué sentido apreciable se desprende del hecho que la vida humana tenga un término? Por supuesto existen otras preguntas. Pero el relato sobre este judío errante e inmortal que con tenacidad y sin desfallecer busca el río que le dará la mortalidad, produce preguntas esenciales para el lector que, como yo, a lo mejor se quede pensando por qué una palabra como adiós tiene tal eco bello y elegíaco. Cuando el narrador de borrosa personalidad, hombre de letras o legionario, en la ciudad de los inmortales se despide, se sorprende de que “Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós”.
Sin palabras ni frases no hay acto de leer, aunque expresen lo que no se puede ni leer ni ver con ojos físicos. Los semióticos saben bien que no es la realidad la que se representa literalmente en un texto; sólo está “desde cierta perspectiva y bajo cierta consideración”. La mente del lector es el exquisito instrumento que modula e interpreta las palabras. Y estos signos permanecen como memorias individuales, de instantes intransferibles que es incierto y probable descifrar. El paisaje que ve en su memoria el autor no es el mismo del lector. Comparten las frases y el párrafo pero no el paisaje del que ellas hablan. Y no se trata meramente de palabras pues también hay un ritmo particular de la prosa, aunque se piense que ello pertenece al arte de la poesía. Porque el ritmo es integral a nuestra vida. Dividimos nuestros hábitos de acuerdo con un ritmo y una pauta. Si alguien cambia sus ritmos de vida sospechamos que algo está ocurriendo. Vivir durante la noche es un hecho de la civilización urbana Los traductores, como los poetas y los buenos lectores sospechamos la existencia de una buena lectura por el ritmo de su primer párrafo, o la precisión de las palabras entrevistas en un fragmento escogido al azar:
“ El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bién como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro”.
Los lectores tienen la maestría aguzada por años de infatigable lectura, que han producido una mente memoriosa de pautas sonoras y significados precisos, graduados con sutileza que se estratifican en una memoria; pronta a calibrar el sentido y el ritmo de un párrafo y a vincularlo con su memoria. Esa memoria rellena los espacios en blanco que no están en el texto:
“ -Con todo respeto, señor presidente, debo advertirle que para mi gobierno no cabe desistimiento alguno en esta materia. Si el gobierno de México rechaza la indemnización, nos veremos obligados a tomar el Valle de la Mesilla, porque no hay otra ruta posible para tender el ferrocarril.
Dicho en otras palabras: o vendíamos por la buena o nos despojaban por la mala, sin darnos un solo centavo. Al hacerse del conocimiento público los términos del ultimátum estadunidense, los patriotas de café y redacción, firmemente resueltos a no dar un paso para sumarse al ejército ni a ponerse delante de los fusiles norteamericanos, sostenían que lo único decoroso era la guerra. Yo tenía muy frescos los recuerdos de la conflagración del 47 y preferí entrar en un penoso regateo antes que exponer a mi patria a una nueva derrota. De algo me sirvió mi experiencia en la compraventa de ranchos y haciendas pues logré obtener diez millones de dólares por un territorio desértico que valía menos de la mitad. Modestia aparte, considero que la negociación fue una victoria diplomática, pues dejó a salvo la soberanía nacional y nos permitió disponer de fondos para organizar el ejército. Pero claro, la gentuza de los clubes liberales no tardó en esparcir el rumor de que yo me había quedado con la dolariza. Su furor no respetó siquiera mi invalidez. Al día siguiente de firmar los acuerdos con Gadsden apareció una pinta callejera con la leyenda: “Execración eterna al mutilado mutilador”.
Injuria tan soez no sólo hirió mi orgullo de militar y patriota, sino la conciencia de la nación, que alzó la voz para exigir una reparación pública de la afrenta. Se formó una comisión encargada de rendirme honores como mutilado de guerra y el cabildo de la ciudad me pidió la urna con los huesos de mi pie, para trasladarlos a un nicho en la iglesia de San Francisco. Acompañado por un selecto grupo de notables, familiares y amigos escuché los responsos del obispo Madrid. Conmovido por los solemnes acordes del órgano, pensé que muy pronto, quizá en ese mismo lugar, sería celebrado mi funeral, y no pude contener un hilo de llanto. Me enjugaba las lágrimas con un pañuelo cuando me tomó del codo el doctor Cisneros, el médico graduado en la Sorbona que me administraba sedantes cuando padecía dolores reumáticos.
- Disculpe, general. Tengo que decirle algo muy importante.
- Hable, Cisneros
- Acabo de examinar los huesos que están en la urna y he descubierto que no son suyos.
- No puede ser. ¿De dónde saca semejante cosa?
- Perdone excelencia, pero es mi deber abrirle los ojos. Esas falanges y ese calcañar pertenecen al esqueleto de una mujer.
Tomado de Enrique Serna, “El seductor de la Patria, Premio Mazatlán de literatura 2000. Cuarta reimpresión México 2007.
Los libros y las lecturas se comparten con los amores. De los amores quedan historias, de las pasiones brotan las lecturas y de los lectores enamorados pueden escribirse las más bella páginas de amor. Estas lecturas pueden no traer sosiego pero un lector enamorado va y las busca para recordar, herirse y padecer celos devastadores. Ahora nos hemos vuelto mordaces y sarcásticos pero la obsesión amorosa necesita, exige ser leída. Los lectores cursis, los solemnes, los corrosivos, los que siempre buscan una idea trascendente y aún los místicos queremos ver en palabras nuestro amor:
“Y por debajo de los más dulces recuerdos de Swann, de las palabras más sencillas que Odette le decía y que él creía como un evangelio, de las ocupaciones de cada día que ella le contaba, de los lugares que más frecuentaba, la casa de la modista, la avenida del Bosque, el hipódromo, sentía insinuarse, disimulada en ese sobrante de tiempo que hasta en la más detallada jornada deja espacio y lugar para esconder algunos hechos, la presencia invisible y subterránea de mentiras que tenían la propiedad de manchar de ignominia las cosas más caras que quedaban de sus noches mejores, hasta la calle de la Perousse, por donde Odette habría pasado a horas distintas de las que decía a Swann; y sentía que circulaba por todas partes aquel soplo de horror que lo azotó al oír lo de la Maison Dorée y que iba, como las bestias inmundas de la Desolación de Nínive, desmoronando piedra a piedra el edificio de su pasado”. Proust, M. Un amor de Swann.
Y así, lector querido quien quiera que seas, ya es hora de irnos despidiendo con las palabras de Alexander Sergeivich Pushkin, de la estrofa XLIX, al final de su gran novela Evgeni Onéguin. La he traducido un poco libremente del idioma ruso. Que yo sepa nadie lo había intentado hacerlo al español. Pero estas palabras dirigidas al lector por un poeta, que sabía muy bien que era el lector quien hacía posible el magicheski kristall de dónde surgen las visiones y los significados libres de los textos, resultan apropiadas para despedirme:
Me excuso, sea lo que sea que en mí
Hayas buscado en estas líneas desatinadas,
Acaso recuerdos que no traen sosiego,
Pausas en medio del trasegar severo,
O vivos paisajes, o palabras mordaces,
O pescar talvez mis desaciertos gramaticales,
Sea lo que sea le pido a Dios,
Que en estas frases deshilvanadas
Hayas podido para tu placer,
Para tu distracción, para tus sueños
O para tu corazón hallar un grano
y adiós de nuevo
Llegó la hora de despedirnos querido lector.
El mayor lector es aquel que deja como un eco en su mente las frases del texto, las convierte a su memoria, transforma sus significados. El texto es otro aunque las frases sean casi las mismas. El texto no es de su autor en el acto de la lectura, le pertenece a la intimidad del lector. Un traductor es un lector que toma las palabras y siendo las mismas las convierte en el mismo, otro texto. Lectores, autores y traductores somos seres de signos, confiados a su poder de imaginar y concebir. El lector es el interlocutor de un dialogo de siglos que sobrevive gracias a él.
Bogotá, 23 de julio de 2008. Leído en la sala Aurelio Arturo de la Biblioteca Nacional de Colombia.
paisajes entrevistos
y una guitarra oscura
que acariciaba largamente.
El hombre aquel
—el Juancho
el Pablo—
dijo en silencio que tenía hambre
hablaba solamente con las venas henchidas
de la pasión de amar.
No tenía madre.
Caminó siempre aturdido
—el pobre!—
por una quieta llanura
de crepúsculos heridos.
Tal vez alguna noche
casi pudo saber.
Tal vez
mas no se supo.
No tenía madre. |