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                    NARRATIVA

          

                            LA NAVE

                  

                   

María Teresa Arrázola

Mi amigo Pedro fue siempre un hombre demasiado curioso. Desde pequeño quería investigar las cosas y a las personas que conocía. Les preguntaba incansablemente a sus padres y a sus amigos por todo lo que le llamaba la atención y tuvo muchos problemas por este motivo porque los cansaba a todos con sus preguntas. Yo conocía a Pedro desde la infancia. Estudiamos juntos en la misma escuela de una población pequeña, cercana a la capital, llamada Usaquén y éramos vecinos. Me acuerdo que un día su madre le dijo:
—Mira Pedro, la curiosidad mató al gato. Está bien que preguntes. Está bien que quieras saber muchas cosas, pero tú exageras. ¡Mucho cuidado!
Nos encontramos de nuevo cuando él era estudiante de agricultura en la Universidad Nacional y fuimos vecinos de nuevo cuando él terminó su carrera y se fue a vivir al campo, a una granja cercana a mi casa. Allí se dedicó por completo al cuidado de sus cultivos de astromelias y al estudio de la naturaleza. Investigaba cada metro cuadrado y conocía, sin lugar a dudas, cada brizna nueva, cada brote, cada pequeño botón de sus plantas a las que atendía con gran cuidado, aplicando sus extensos conocimientos de floricultura.
Sus amigos más cercanos éramos una pareja de granjeros vecinos y yo. Casi siempre nos reuníamos en su finca los fines de semana por las noches, para entretenernos jugando cartas.
La tarde del veintitrés de octubre la sesión estaba muy animada y apostamos hasta muy entrada la noche. Entonces fue cuando vimos esa cosa extraña que descendía sobre el campo de flores, que se iluminó por un instante con un intenso resplandor anaranjado. Todos nos asustamos mucho. Era un espectáculo inusual y nos quedamos fascinados contemplándolo. Pedro se levantó del asiento de un salto.
—¿Qué será eso, Luisa? —me preguntó—. Va a dañar mis cultivos de flores. ¡Voy a salir a ver qué pasa en el campo y qué es eso!
—¡No, Pedro, no vayas! —le advertí—. Espera un poco. Esto puede ser peligroso. Esa nave es muy extraña. Algo te puede pasar si te acercas a ellos —le dije preocupada, pero él no me hizo caso y empezó a caminar hacia el aparato. La nave estaba rodeada de un enorme círculo brillante.
—¡Tengo que saber qué es! —dijo, y continuó caminando decidido hacia el centro del círculo de luz que proyectaba la nave. En ese momento, por una pequeña ventana de la nave un delgado rayo de luz roja iluminó el rostro de Pedro. Pedro se tambaleó y cayó al suelo.
La nave desapareció en el cielo tan silenciosa como había llegado y todos corrimos para ayudarlo a levantar, porque estaba tendido en el campo de flores y no se movía. Él estaba aturdido y pálido y lo llevamos hasta una silla del corredor.
—No sé qué me pasa —dijo después de un momento—, siento el cuerpo muy pesado.
No pudo ya levantarse del asiento y apenas logró hablar unas cuantas palabras antes de que lo lleváramos al hospital más cercano.
Aparentemente todo estaba bien. Los análisis que le practicaron eran normales, pero encontraron con sorpresa que pesaba el doble de lo habitual, aunque su cuerpo lucía tan delgado como siempre.
—Es como si sus huesos fueran de plomo —dijo uno de los galenos.
Entonces decidieron remitirlo al Hospital Militar de la ciudad, donde lo examinaron los mejores médicos, incluyendo a un famoso internista que estudió su caso con especial cuidado sin encontrar una causa para su enfermedad.
Sin embargo Pedro, cada día que pasaba, perdía sus movimientos. Su respiración se tornó más lenta, hasta que finalmente los médicos descubrieron que a Pedro se le estaba congelando la sangre. Su cuerpo tomó un color azulado por la falta de oxígeno y no le servía para nada ningún medicamento.
Una tarde que fui a visitarlo al hospital Pedro me dijo con la voz apagada:
—Por favor, Luisa, cuida mi campo de flores, y cuando yo muera llévame a descansar allí.
Dos días después murió apaciblemente. Al practicarle la autopsia encontraron algo muy peculiar. En su frente, en su pecho, y en sus manos y pies, había una marca de color rojo encendido, con la forma de una estrella.
Atendiendo su última voluntad, su cuerpo lo llevamos a enterrar al campo cultivado de astromelias que tanto quiso. Al llegar la primavera unas flores brillantes y extrañas aparecieron en el campo, en el mismo lugar donde aterrizó la nave. Al abrirse en toda su belleza, estas flores rojas y amarillas muestran una marca en forma de estrella en cada uno de sus pétalos.