El encuentro
María Teresa Arrázola
A Gonzalo Shory
in Memoriam
Un sol de invierno colaba sus rayos tenues por los vitrales decorados con violetas y figuras de ángeles, que formaban filigranas y líneas doradas en el piso de linóleo de la sala de recibo.
Un tumulto de emociones invadía a Catalina, mientras esperaba la llegada de Enrique, cuyo vuelo se había retrasado un poco en el aeropuerto de Barajas, en la ciudad de Madrid. No podía imaginar cómo sería Enrique. Sólo lo conocía por la imagen borrosa de una foto. La sacó de su ensoñación la voz de una de las jóvenes aspirantes a novicia, que le decía:
—Aquí está un joven que dice llamarse Enrique.
Apenas pudo musitar:
—¿Eres tú?
La emoción apretó su estómago mientras los brazos amados de Enrique la estrecharon fuerte, como si quisiera recuperar con su abrazo quince años de ausencia.
—¡Si supieras!... —le dijo con un susurro de voz. Pero no, ella estaba muy conciente de que Enrique nunca podría saber los días que había pasado soñando con él, pensando cómo sería, adivinando el cambio de sus facciones en la fotografía que le enviaron alguna vez cuando estaba pequeño, y que estaba ya gastada de tanto repasarla con sus manos, de acariciar su rostro y de mojarlo con sus lágrimas.
Lo miró largamente. Observó sus ojos oscuros y su cabello negro y brillante.
«Es igualito a mí», pensó. Pero recordó que ella tenía el pelo cortado al rape, y se alegró de llevar la cabeza cubierta para que él no pudiera verla así.
— ¡Qué hermosa eres! —le dijo Enrique—. Al fin puedo verte, después de tanto tiempo; éste era mi anhelo más secreto. El mismo día que recibimos la carta de la abuela Soledad, en la que nos decía que tú querías verme, papá y yo viajamos a París.
Luego Enrique le habló de la fecha en que Clara y Carlos murieron en un accidente y él supo que eran sus padres adoptivos. Le comentó a Catalina que aun ahora le dolía la crueldad con que se lo dijo Rosaura, la hermana de Carlos:
«—¡Ellos no eran tus padres! —me dijo ella— ¡Eres un recogido que mi hermano y tu tía Clara criaron por caridad, porque tu madre te abandonó!
—No, no es cierto —le grité—. Ellos eran mis padres, ¡y me querían! Fui entonces a esconderme en mi refugio favorito, junto al árbol de tamarindo y después viajé solo en un tren a la ciudad grande, a buscar a la abuela».
Catalina lo miró emocionada.
—Sí, mi amor, yo lo supe todo por las cartas de mi madre. Ella me contó también que habías sido muy feliz, en la época en que vivías con mi hermana Clara y creíste que eras su hijo, hasta que ellos murieron en el accidente. Fue entonces cuando Rosaura se hizo cargo de la herencia y tú huiste de la casa.
Enrique sólo tenía ocho años en esa fecha, pero se dio cuenta del odio y de la rabia que encerraban las palabras de Rosaura. Esa tarde, mientras todos estaban en el funeral, se escondió en el vagón de un tren, que paraba en la esquina de la plaza del mercado, cerca de la casa. Lo abordó después de asegurarse de que iba para Maracaibo, la ciudad donde vivía “la abuela Soledad,” a quien Carlos y Clara visitaron muchas veces, llevándolo con ellos. Era sólo un pequeño asustado y tuvo entonces una extraña sensación de abandono, que nunca había conocido antes.
Pensó en sus padres y los imaginó quietos y helados, igual que su perrito Toni, cuando lo arrolló una carreta de caballos. Por fin se durmió, encogido en el asiento del vagón, ya casi llegando a la ciudad grande, pero despertó sobresaltado cuando paró el tren con un crujido profundo y se encontró de pronto con un guardia de los ferrocarriles, que le decía a uno de sus compañeros:
—Este niño viene solo.
Él lo miró asustado pero se tranquilizó al ver su expresión amable.
El guardia era un hombre bueno, que tenía hijos y nietos y decidió protegerlo. Se llevó a Enrique a su casa, le compró ropa, indagó y buscó por toda la ciudad, con los datos que tenía Enrique, hasta localizar a su "abuela Soledad Escamilla".
Cuando Enrique terminó de hablar, Catalina continuó la historia.
—Mi madre le escribió entonces una carta a tu padre. Le contó la decisión de mi padre de enviarme a un internado y de darte a ti en adopción a mi hermana Clara, que estaba casada y no tenía hijos. Tu padre nunca supo de tu existencia hasta ese momento. Fuimos novios cuando Harry se alojó en la casa de mis padres, en una temporada de intercambio de estudiantes de diversos países. Yo sólo tenía catorce años cuando tú naciste —añadió ella.
Enrique la miró con los ojos llenos de lágrimas y ella continuó hablando:
—Tu padre viajó de inmediato desde los Estados Unidos a Maracaibo, para recogerte en la casa de mi madre. Creo que tú has sido un verdadero regalo para él, porque a pesar llevar una vida confortable nunca tuvo su propia familia hasta que tú llegaste a su vida.
—Sí, mi padre se ha dedicado por entero a mí. He estudiado en los mejores colegios, me instruyó en todo lo referente a su empresa y quiere ir conmigo a todas partes —dijo Enrique. Y se quedó mirándola con una sombra de tristeza en sus ojos.
Entonces vinieron las temidas preguntas que ella estaba esperando.
—¿Por qué permitiste que me arrancaran de tu lado? ¿Por qué nunca me buscaste antes para conocerme?
Catalina miró en silencio a su hijo, que esperaba ansioso su respuesta…
¿Cómo decirle que ella ni siquiera lo vio cuando nació? ¿Podría él entender que ella era sólo una niña cobarde y tonta, que no fue capaz de defenderse y de luchar por él? Él respetó su silencio y la abrazó de nuevo.
—Siempre quise conocerte, Enrique —Catalina habló despacito—. Siempre soñé contigo y lo que más deseaba en la vida era tenerte a mi lado; arrullarte en mis brazos y darte esta ternura que tengo represada desde que naciste. Pero antes de que muriera mi hermana tú tenías una familia estable. Ellos te amaban con toda su alma. Después, Harry te llevó a vivir con él a los Estados Unidos y tuviste todo el confort, la educación y las posibilidades que yo nunca podría darte, dadas las circunstancias de mi vida. Pero mi corazón no resistió más este dolor y por eso te mandé llamar ahora.
Catalina le acarició con ternura el cabello alborotado y le entregó una bolsa de terciopelo. Allí guardó siempre para él los pequeños tesoros que había recolectado en su vida y las fotos amadas. Enrique besó su mano, al recibir la bolsa con sus iniciales bordadas.
—Mi padre está afuera y quiere verte —le dijo.
—Pero cómo... ¿Harry está aquí contigo?
—Sí, vino conmigo pero quiso esperar afuera hasta que yo le confirmara que tú quieres hablarle.
—Dile que entre —respondió Catalina con un murmullo de voz y Enrique se levantó para llamarlo.
«¡Qué guapo es!, pensó ella con orgullo. Todas las mamás debían sentir lo mismo al ver a sus hijos. ¡Y ahora Harry había llegado también... Era todo tan irreal!».
Aún lo amaba. Lo supo entonces por la emoción inmensa que la invadía. Recordó los días, los meses y los años del internado, su llanto silencioso, las noches interminables soñando con sus besos. ¿Podría soportar el reencuentro? Pero no tuvo tiempo de imaginarlo. Harry entró y la envolvió entre sus brazos. Luego abrazó también a Enrique y los tres se quedaron suspendidos en un mundo aparte, lejos de todo lo que había logrado separarlos.
Harry la besó entonces en los labios, con un beso apasionado, largo, interminable, y Catalina regresó por un instante a la noche de su primera y única noche de amor. Pero unos golpes delicados en la puerta del salón la desprendieron de la realidad tibia de las caricias tanto tiempo anheladas.
—La necesitamos en el coro para presidir el Angelus —le dijo la novicia cuando abrió la puerta y se quedó paralizada de asombro al ver a Catalina en los brazos de Harry.
—Comiencen sin mí —le respondió Catalina.
—Madre, perdone, pero no queremos empezar sin su reverencia —la joven habló despacito, con los ojos bajos.
«Su reverencia... Sí —pensó Catalina con ironía—. Después de quince años de soledad, de sacrificios, de oración constante y de suplicio sin tregua, soñando con Harry y con su hijo Enrique, ella era la Madre Superiora de ese pequeño convento de religiosas de la caridad, donde quince años atrás su padre la había dejado como interna».
El reloj dio la hora como un aviso inexorable. Eran las seis de la tarde y el tiempo de las visitas se había terminado. Cuando Harry y Enrique se levantaron para irse, Catalina suspiró con angustia al recordar que tendrían que separarse de nuevo después de pasar toda una vida sin ellos. Los paneles de vidrios de colores giraban en un torbellino de luces. La emoción le impedía respirar. Escuchó, como en un sueño, el eco de los pasos que se alejaban por el corredor de linóleo brillante. Cerró los ojos y los mantuvo apretados para no ver que se iban de su lado, ¡esta vez para siempre! Pero ya no pudo soportarlo.
—¡No, Harry, esperen! —les dijo Catalina con una voz que era más un grito desgarrador y ellos se detuvieron sorprendidos.
Catalina se quitó entonces la toca y el velo que dejaron al descubierto su cabello cortado al rape, dejó el crucifijo de plata y la panoplia almidonada que apresaba su pecho en una silla de la sala de recibo. Le dijo adiós a la novicia que la miraba aterrada, y en lugar de ir hacia la capilla, donde debería presidir la oración, caminó casi corriendo hacia la puerta de salida donde la esperaban Harry y Enrique.
La enorme puerta de madera del convento, tallada con figuras de ángeles, se cerró detrás de ellos con un crujido profundo.
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