EL CONTINENTE DE LOS MUERTOS
Eduardo Gómez
En esa región los muertos habitan separados por kilómetros. En los días, raspan la tierra con las uñas rodeados de ángeles callados y serpientes al acecho mientras se mueven veloces espantando los bichos que apetecen sus carnes.
Los viejos duermen en las noches bajo sus frías lápidas. Los jóvenes visten trajes invisibles transitando sin ruido sendas peligrosas al borde del mar.
Las entradas al mar les están prohibidas por los sepultureros en un letrero que dice:
“Los yodos del mar
el fosfato y el fósforo
son alimentos demasiado fuertes:
la resurrección es posible cuando ellos se absorben
por tanto se prohibe a los muertos
el contacto del mar”
La prohibición suscita discusiones entre los muertos enfermos más los muertos saludables siguen extendiéndose noche tras noche en sus cómodas tumbas, ejecutando melodías en las flautas de hueso, gozando al ser corroídos por los gusanos más hermosos, cavando túneles secretos hacia las tumbas cercanas, cuidando su estado con ejercicios de quietud o celebrando sesiones de llanto durante las cuales se exhiben fotos de las enfermedades exóticas y se narran historias sobre el heroísmo del Cáncer, impertérrito ante el ataque de las más peligrosas drogas.
La discusión, sin embargo, se extiende por las tierras próximas al mar. El canto de las sirenas se escucha allí y frescas brisas trastornan la salud de numerosos muertos.
Los sepultureros acuden diariamente, desde entonces, en sus automóviles forrados de acero, y en largos debates con la asamblea de los muertos, continúan aclarando las poderosas razones, los intrincados argumentos que los han movido a prohibir los contactos con el agua del mar:
“Las causas por las cuales os hemos prohibido el contacto con ciertas aguas insalubres que todos conocéis, se refieren no solamente a la inconveniencia saludable de determinadas substancias que en ellas se encuentran, sino a la posibilidad de que, una vez en ellas, experimentéis la tentación del viaje ante el espectáculo de la llanura marina, la cual parece conducir a todas partes pero en realidad no conduce a ninguna, puesto que las sirenas invitan al incauto desde diversos puntos a la vez, haciéndolo adentrarse cada vez más en las aguas profundas.
No es este comienzo, sin embargo, la etapa más peligrosa puesto que en ella es posible aún un naufragio oportuno, una fatiga salvadora que haga flaquear en medio de las aguas al osado y lo devuelva providencialmente a nuestro bienamado Continente de los Muertos. La situación se torna grave para la salud del aventurero en cuestión, cuando la tentación del viaje culmina en el vértigo del infinito, o sea en la perpetuación de esa búsqueda, a pesar del engaño de las sirenas, en un principio excitante, pero a la larga insoportable y a pesar de que para rechazar sus falsos llamados es preciso, a menudo, visitar los lugares de donde parecen provenir e ir descartándolos en tal forma, que la serie de derrotas marcadas señale el camino a seguir, en una tarea sin tregua, ya que las voces de las sirenas son innumerables y el mar no parece tener término. Y os decía que en este caso es cuando la situación de nuestro ciudadano en cuestión se torna grave porque el continuo ejercicio de los músculos termina paulatinamente con la frialdad y quietud de la sangre, necesarias a la conservación de la muerte, sin hablar del descubrimiento (tarde o temprano) de islas o continentes, factores que precipitan la resurrección. Es entonces cuando podemos considerar al fugitivo perdido para el patrimonio de nuestra cultura basada en la posición horizontal, el cultivo de los bacilos y la obediencia a quien como Nos, está investido eternamente de la legítima autoridad”.
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