UN TAL NACHO
Lina María Pérez Gaviria
A Ignacio Ramírez, un tal Nacho, le gustaba caminar solitario y feliz por las calles de ciudades invisibles. Un día me dijo que quería ir a Atenas y sumarse a las multitudes que oyen hablar a los filósofos en el parque, o mirar al mediodía hacia el Peloponeso para saludar a Ulises. Alguna mañana me confesó que hace años quiso ser como el barón rampante, encaramarse a un árbol, y desde allí convocar a hombres y mujeres de palabra para demostrar que la mayoría de los colombianos somos gente de paz y necesitamos unirnos para aplacar a los violentos.
A Nacho le obsesionaba el tiempo. Como tema, como palabra, como realidad inasible y misteriosa, una paradoja cruel que se ensañó en exprimir los agobios de su lenta enfermad. Concebía el tiempo como "una noria que muele agua de sombra y enluna laberintos y figuraciones." Sí, "enluna" tal como se lee, porque Nacho era un inventor de palabras.
Desde su discreta vocación de palabrero, Nacho encarnaba a aquel cronopio que conoció a una tortuga enamorada de la velocidad y le dibujó una golondrina en su caparazón. Fue terco aliado de escritores y artistas colombianos, y en CRONOPIOS, su diario virtual, nos dio la oportunidad de emocionarnos trazando golondrinas en nuestros caparazones. Allí desfilaron temas y escrituras, talentos y promesas, para que imaginación y pensamiento titilaran diariamente en más de 30.000 pantallas en todo el mundo.
Nacho se rió de la vida, de lo obstinada y marrullera que fue en su lento y largo adiós. Navegó entre libros mientras le hizo el quite a las cajas de cartón llenas de novelas, cuentos y ensayos escritos por él a lo largo de sus años y que se resistió a publicar. Algunos de ellos le hicieron trampa y se hicieron carne en sus novelas Ayulela, que tituló poniéndole el espejo a la palabra Aleluya, y en El hombre y el espejo ; en los libros de cuentos La galaxia de la azotea y La calle de los porvenires y en el libro de reportajes a veinte escritores colombianos Hombres de palabra en coautoría con Olga Cristina Turriago. Hace apenas unos meses se dejó convencer por la Universidad Nacional para editar sus textos La dama del guante verde. Nos deja, además, una antología personal de sus artículos en Fantasmas felices, un libro espléndido para seguir amándolo en los personajes que poblaron sus emociones.
Alguna vez, Nacho quiso ver las fotos de su sombra. Me quedé mirándolo y me di cuenta de que ya era una sombra y que desde ella me hablaba con el deseo de que le ayudara a ver las fotos de su cuerpo. Cuando tenía esos arrebatos de desesperanza yo le hablaba, tomaba su mano o le daba un beso para que no se desvaneciera. Nacho era el más lúdico soñador y cómplice de las anti-etiquetas y los contra-simulacros. Con su coherencia vital y estética, su carácter y su sentido del humor desalmidonó todas las convenciones. Hizo de su palabra poesía y juego, reflexión y pensamiento.
Sus insomnios fueron una larga espera mientras miraba las noches boca arriba sin temer las babas del diablo. Debe estar gozándose el más allá con el piano de Thelonious Monk y el saxofón de Amstrong en una tertulia eterna en la que el otro Cronopio, el gran Cortázar le dicta las instrucciones para gozarse la gramática asombrosa del glíglico. Y en esa tertulia bailan catalas Miller y Vallejo, Ling Yutang y San Francisco de Asís, Borges y Shakespeare, mientras Nacho le hace un guiño de gratitud a Cosimo Piovasco, el barón rampante.
El tiempo dejó de exprimir sus zozobras.
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