DEL DIARIO DE UN POETA
Eduardo Gómez
La ciudad es un caos envolvente y anónimo.
Todos van tras un botín en la lucha cotidiana
menos un poeta que camina lento y distraído
al margen del vértigo y vagando a la deriva.
Esa mañana estuvo atento al canto de las mirlas
que llegaba desde el parque a su habitación atestada.
Escribió el sueño que tuvo en esa dulce madrugada
(donde el sol doraba ardiente una planicie africana
mientras animales salvajes en paz ramoneaban)
leyó versos antiguos para ponerle letra a la música
que desde el parque venía como un bálsamo intangible
como un llamado de dioses-niños que juguetean invisibles
antes que la ciudad los ahuyente con su bronco vocerío.
Solitario desayunó luego, leyendo de reojo la prensa
que una vez más desplegaba el mundo ante sus ávidos ojos
y le produjo tristeza no liderar ninguna empresa
que ayudara a la superación de tanta barbarie y enojo.
Viajó después hacia el Centro para buscar compañía
en algún café antiguo, corroído y brumoso
que frecuentó en su juventud, cuando todo era tumultuoso.
Deambula entre la multitud que lo roza y lo rodea
en calles donde la ciudad es caos que zumba y lo zarandea,
separado de esos amigos con quienes soñó ayudar al mundo
ahora muertos, asesinados u olvidados en el trasmundo.
Amigos y amigas que la niebla desvanece
o que sobreviven en oficinas donde no hay sol ni amanece.
Piensa que ha escrito libros de intensa poesía
que esperan sus lectores en las librerías de viejo
(¿o quizás años futuros donde se reconozca su maestría?).
Esos libros son apreciados por una discreta élite
que ahora está condenada a ser melancólico satélite
de los triunfadores de hoy que se miran en el espejo
sin querer limpiar la sangre que lo salpica y empaña.
Por allá… quedan sus libros palpitando entre cizaña.
Y el poeta entra al café como a una tibia caverna
se instala entre caballeros de negro traje y corbata
y se regodea hablando con fervor de la utopía
de una humanidad futura donde no haya pobreza
ni estúpida arrogancia de una grosera riqueza
y donde el amor inflame y torne aventura el día.
Mientras transcurren las horas y se vislumbra el mediodía
el viejo poeta se ejercita con sus momentáneos oyentes
para no olvidar sus talentos de profesor jubilado
y para sentirse necesario entre posibles creyentes.
Cuando regresa al silencio en su habitación recatada
rumia la suave tristeza de su soledad apaciguada
(por la ventana entran gritos de un partido de fútbol
y una mujer canta alegre en su terraza con flores
mientras extiende la ropa olorosa y recién lavada).
Cree comprender entonces que esa sencilla felicidad
la alcanza sólo quien vive con humilde ingenuidad.
Rememora en el amplio lecho cubierto de papeles y libros
aquellos lejanos años en que él amanecía en las calles
después de noches azarosas de sexo y angustia mezclados
o de tormentosas huelgas en la universidad
cuando la vida era aventura y se aspiraba a la grandeza
y alternaba las tabernas con discursos sobre la universalidad,
cuando abundaban los amoríos con mujercitas anónimas
que contrariaban violentos las prescripciones canónicas
y no había preocupación por tener una familia
ni una respetable servidora que lo mimara asidua.
Muere entretanto el día mientras el viejo poeta
viaja por el pasado como por los cielos las cometas.
De la ciudad cansada llegan los últimos fragores
de esas luchas anónimas que amainan entre estertores.
Con delicadeza el sueño lo hunde en su nube mullida:
coros de adolescentes que revolotean desnudos
y batallas de flores entre ninfas y sátiros cornudos
en ciudades que surgen entre árboles y fuentes
parecen presagiar gozosos esa nueva humanidad…
hasta que sus visiones se funden con la noche fugitiva. |