DESDE UN LUGAR LLAMADO
NINGUNA PARTE
Consuelo Triviño Anzola
Conocí a Ignacio Ramírez hace 24 años en Madrid donde acababa de llegar. En el equipaje, un libro de cuentos premiado en una universidad de provincia, siete relatos en una modesta publicación cuya portada diseñó Santiago Mutis (una plaquette, que no llegaba a libro) y una novela inédita recién acabada. Pero mi proyecto de escritura se diluía, muy a mi pesar, por parecerme incompatible con los estudios de doctorado, con la tesis sobre Vargas Vila que me obligaba a encerrarme largas jornadas en las bibliotecas. Pero también porque Madrid era un espectáculo de nocturnidad del que no se podía escapar. En Colombia quedaban los recuerdos, la familia y las amistades, así como lo que podría ser el comienzo una carrera literaria. Eso era todo. Entonces no entraba en mi cabeza proyectarme como escritora en España, aunque había escrito la novela A puerta cerrada, un homenaje a Sastre que nunca intenté publicar y que situaba la acción en los turbulentos finales de los setenta en la Universidad Nacional, un tema que, por supuesto, ya no interesaba a la España de los ochenta. Así me encontraron Ignacio Ramírez y Olga Cristina Turriago cuando fueron a hacerme una entrevista que incluyeron en sus Hombres y mujeres de palabra. Venían de París, Viena, Lausana y Barcelona donde habían buscado a los escritores colombianos cuyo rastro siguieron con entusiasmo en su periplo europeo. Gran parte de la literatura colombiana en esos momentos se estaba haciendo fuera del país. En Europa vivían Rafael Humberto Moreno Durán, Óscar Collazos, Ricardo Cano Gaviria, Marvel Moreno, Miguel De Francisco, Magil, Sonia Truque, Luis Fayad, Julio Olaciregui y Helena Araújo, entre otros, un número importante que tras el boom probaba suerte en el mundo editorial español o buscaba un lugar en aquel París tan difícil como fascinante. Los viajeros eran conscientes de este hecho y querían darle entidad a una comunidad dispersa que mucho podía aportarle al país. Cortázar acaba de fallecer y la noticia nos cayó a todos como un jarrón de agua fría. Nacho y Olga Cristina lo habían visto en París y no podía disimular la emoción que su recuerdo les dejaba. Cortázar era como un fantasma divertido que se dejaba ver en muchos sitios a la vez, provocando equívocos y desestabilizando los principios lógicos elementales.
Con su generosidad proverbial, Nacho nos escuchó y leyó con atención nuestros manuscritos. Su entusiasmo fue una gran ayuda en aquellos momentos en los que yo no sabía para quién ni para qué escribir. Gracias a él olvidé por un momento la condición de exiliada, muy dolorosa cuando al cabo de los años constatas que tu patria ya no es presente sino recuerdo y que sobrevives en ese limbo llamado ninguna parte, porque el olvido se empeña en borrar nuestros nombres de las antologías, los manuales y las colecciones de libros. Nacho era muy consciente de este proceso y tejía los hilos secretos de la amistad, el afecto y las afinidades para mantenernos en contacto y darnos la entidad de “escritores colombianos” que la distancia amenazaba con diluir en adverbios negativos como “nadie” o “nada”, dolorosamente opuestos al ser. De ahí el sueño de reunirnos (veinte años después de ese viaje a Europa) en el entorno de la Feria del Libro de Bogotá, proyecto que llevó a cabo, como todos sabemos, con la complicidad de Guido Tamayo.
La idea de la agencia Cronopios que Nacho alimentó con su vida, fue una muestra de la infinita capacidad de darse a los demás sin condiciones, sin personalismos, sin pasar factura a nadie, una lección de humanidad muy beneficiosa para artistas y escritores centrados tan sólo en nuestro proyecto individual. Desde que encontré a Nacho en la red inicié con él un diálogo permanente, compartí con él proyectos y aventuras que aunque no se concretaron alimentaron ilusiones que para él eran la única verdad de la existencia. Visitarlo en su casa era uno de los compromisos inaplazables, cuando durante mis vacaciones llegaba a Bogotá; y era muy fácil para mí porque él vivía muy cerca de mis parientes, de modo que podía sorprenderlo a la hora del desayuno, antes o después del almuerzo, el momento era lo de menos porque su casa estaba en mi camino. Así llegó a convertirse en alguien muy familiar, que hacía parte de mi vida diaria cuando al abrir el correo en las mañanas encontraba sus notas y los artículos de los miembros de la lista. Cuando ya no pudo escribir más porque la enfermedad fue minando su fuerza física, yo sentía que su cuerpo se consumía como una vela, pero la llama encendida seguía iluminándome; por eso esperé con tranquilidad la noticia definitiva. Nacho era, sin duda, un personaje excepcional que sin imponerse dejaba una huella imborrable en quienes lo conocíamos. Tenía facetas de melómano, de esteta, de creador audaz e insólito, de reportero y de periodista de a pie, en contacto directo con la gente, y solía reunirse con sus compañeros de profesión con quienes recordaba anécdotas realmente maravillosas. Eran ellos Óscar Domínguez, María Isabel García y Pilar Lozano. Compartí alguno de esos almuerzos en los que la risa hacía las veces de aperitivo y de postre. Nacho era la alegría y la vitalidad ante todo. La última vez que lo visité fue en septiembre del 2006 y todavía me insistía para que publicara A puerta cerrada. Si alguna vez lo hago, será en su honor; por él abriré una ventana y dejaré que salgan aquellos personajes torturados por el aislamiento y la soledad, que de alguna manera explicaban mi decisión de dejar atrás la patria para aventurarme en tierra extraña, una especie de suicidio, pero también una posibilidad de ser.
Debo a Nacho el sentido de pertenencia a una comunidad transnacional que extiende sus brazos para alcanzar orillas, que abarca mares, borrando fronteras, ensayando formas de vencer la exclusión secular que aniquila la potencialidad creadora de un país. Él siempre dijo que la única arma para aplacar a los violentos es la imaginación, y en eso estamos, reinventando el mundo con la única arma que tenemos: las palabras.
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