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TEATRO

          

         LA HAZAÑA DE LLEVAR A LAS

    TABLAS "EL IDIOTA" DE DOSTOYEVSKI

           

                    

Eduardo Gómez

La elección que ha realizado el director colombiano Ricardo Camacho, al adaptar la novela, El Idiota, de Dostoieski, es de una audacia excepcional porque constituye un desafío que,  cualquiera de los mejores directores de teatro en el mundo, podría considerar excesivo. Se trata de la obra quizás más temáticamente ambiciosa del genio ruso porque al pretender actualizar algunos rasgos definitorios de la personalidad de Jesús (como su comprensión y amor respecto a todos los hombres y su determinación de decir la verdad sin el cálculo egoísta sobre las consecuencias) situándolos en un medio y unas circunstancias contemporáneos, resulta planteando una psicología quijotesca de una manera que sigue siendo muy moderna y actual. La figura de un príncipe arruinado y enfermo, y un medio dominado por la fetichización del dinero, los prejuicios, la doble moral y la vanidad discriminatoria, se combinan para describirnos la imposibilidad de cualquier pretensión moral y social auténticas. Ante todo, el amor humano le complica las cosas demasiado porque arroja al príncipe en medio de pasiones violentas, celos criminales y oscuras maniobras para hacerse al poder de compra del dinero. El joven príncipe no está por encima de esos conflictos y sucumbe a la atracción irresistible de Natasha e incluso de Aglaya, lo cual hace imposible esa suprema aspiración al amor desinteresado y puro.

La adaptación de Camacho logra captar, con admirable capacidad de síntesis, la cuestión central de la novela que podría resumirse (en forma obligatoriamente esquemática, por razones obvias) de esta manera: la generosidad más desinteresada, la tolerancia basada en la comprensión profunda de las debilidades y dolores humanos y la solidaridad y voluntad de servicio que ellas engendran, pasan (en el mundo competitivo e individualista en que vivimos) por una idiotez… aunque siguen teniendo una decisiva y subterránea influencia y una atracción magnética y subrepticia como es ostensible en el prestigio que, sin proponérselo, va ganando el príncipe y en la manera como se va convirtiendo en el centro afectivo de los acontecimientos, hasta el punto de que las dos bellas seductoras (Natasha y Aglaya) se lo disputan.

La adaptación de R. Camacho acentúa (más que en la novela) cierto carácter psicológicamente andrógino de la personalidad del príncipe Mishkin, hasta el punto de que la relación entre Rogoshin (el satánico, celoso y violentamente apasionado amante de Natasha) y el príncipe (indeciso, casi asexuado, tierno y comprensivo, cuyo amor por Natasha surge más de la compasión que del deseo) es tan intensa que tiende, de hecho, a suplantar y casi relegar a un segundo lugar la relación con la mujer. Esta aparece distante, escurridiza, traidora, desesperadamente orgullosa y fría para la caricia y el beso, mientras la relación entre Rogoshin y el príncipe va mucho más allá de una amistad conflictiva y se debate entre la rivalidad por el amor a la mujer inaccesible y una fraternidad y una atracción masculinas, de contradictoria intensidad, que alcanza su clímax en las escenas finales.

Ricardo Camacho sabe sacar el mejor partido de la estructura predominantemente dialógica de la novela para lograr una condensación argumental que se centra en el trío formado por Mishkin, Rogoshin y Natasha. Diego Barragán tiene la figura bonachona y la expresión blanda e ingenua que la interpretación del papel como Mishkin exige. Nelson Celis (afilado, nervudo y estentóreamente viril) alcanza una interpretación muy convincente de Rogoshin. La Natasha de Carolina Herrán  apenas alcanza a ser decorosa, aunque  tiene  mérito, si se tiene en cuenta que se trata de una figura de extraordinaria complejidad: es la hembra veleidosa –típicamente rusa- que se debate entre sus deseos de ser libre en el amor y la culpa que ha interiorizado como víctima de un medio señorial , hipócrita y  pacato; entre el deseo de vengarse del hombre que la ha deshonrado y la necesidad de tener poder social , mediante el dinero de aquel. El veterano actor y hombre de teatro, Héctor Bayona, interpreta al excéntrico y lamentable Lébedev con un dominio y una propiedad notables, logrando esa abyección socarrona, esa doblez servicial y astuta que el personaje exige. La música predominante (coral a capella, grave y desolada) contribuye poderosamente a crear un ambiente dramático, lo mismo que la imagen del Cristo de Holbein (flotante en el trasfondo) que el escenógrafo William Tiriat supo magnificar y situar. El diseño escenográfico es de Daniel Segura y el constructor de la escenografía es William Tiriat.