Header image  
             alianza de escritores y periodistas  
  INICIO  

RELATO

                              

 

                LAS BELTRANEJAS

                      

Gloria Serpa-Flórez de Kolbe

A las mujeres santandereanas,

Sufridas, valientes y decididas.

 

I.- LA ROCA SOLITARIA

A través de la niebla y detrás de los cristales de la ventana occidental de mi cabaña, en las montañas que bordean a Bogotá, se destaca una roca de ocho metros en forma de escultura natural que los periódicos han dado en llamar Corazón de Piedra, homenaje al Mundo. Yo diría que su nombre le va bien y que hasta podría convertirse en ejemplo de lo destructivo que es el mundo. La naturaleza cae bajo su pica demoledora del mismo modo que este monte, que fue y ya no es, del que solamente ha quedado en pie un bloque de roca viva sobre su pedestal natural. Extrajeron a su alrededor tanta gravilla para venderla como material de construcción allá abajo en la capital, que sólo quedó una piedra descarnada en la que se pueden contar hasta las vetas más antiguas de épocas milenarias. Esta desvalida roca me acompaña en las noches frías del páramo entre brumas, y me sostiene desde la distancia con su sonrisa y el escuálido árbol erguido que parece más bien el penacho despeinado de un sombrero.

He avivado el fuego de la chimenea para combatir el frío de la noche que se acerca. Mi perro pastor alemán duerme tranquilo mientras mi pluma sigue corriendo por encima del papel y deja trazos de tinta que tal vez mañana descifre y ordene en el computador.

Pasa el tiempo. Ya es tarde. El fuego se está extinguiendo. Sobre las últimas brasas se levanta una pequeña espiral de humo azul que sube y va volviéndose cada vez más difusa, parece que dibujara la silueta de una anciana envuelta en volutas de tabaco. Tengo sueño, quizá ya es hora de recogerme en mi alcoba. Pero… ¿quién entra sin golpear a la puerta de mi estudio? ¿Quién es esa mujer que usa el cabello recogido en una trenza enrollada en la nuca? ¿No es acaso la misma abuela de Juana Beltrán, la del cabello gris con pinceladas de colores blanco y negro?

Sus vestidos livianos confirman la identidad de mi visitante. Alcira vive en Girón, por eso se viste a la usanza de las mujeres de los pueblos colombianos de tierra caliente: falda oscura larga hasta los tobillos y blusa bordada con encaje al cuello. Para salir a la calle cubren sus hombros con una mantilla de paño negro de lana muy fina, adornada con flecos de seda también negra. Así apareció la vieja en el umbral de mi puerta y yo, al verla, me incorporé del asiento y le tendí mi mano para saludarla. Pero ella, en lugar de tomarla entre la suya, puso la palma de su mano derecha sobre mi codo y me dio una suave pero enérgica palmada. Es el modo de saludarse las mujeres de Santander, recordé enternecida mientras colocaba la marmita abollada y tiznada en el gancho que pende sobre el fuego para calentar el agua. Cuénteme la parte que le corresponde en esta historia, doña Alcira; es cosa que le agradezco, pues su relato talvez vendría a llenar varios vacíos de la vida de las tres Beltranes que me mantienen curiosa. Pero por favor, sírvase primero un aperitivo. ¿Quizá le caería bien tomar un canelazo bien calientico para ponerse en ambiente?

Alcira, animada por la bebida, comenzó su historia y la terminó con el último trago del jarrito de cerámica azul. No bien pronunció las reveladoras palabras del final de su cuento, se levantó de la silla de cuero de vaca sin curtir que reservo para mis visitas importantes, me clavó su mirada sin brillo de anciana sin esperanzas, y echó a andar hacia la puerta, tratando de conservar la gallardía de su figura anciana. Antes de desaparecer me miró por encima de su hombro derecho y sonrió. Ahora yo estaba también dentro de su secreto.

Al fin pude salir de mi sorpresa y sacudirme el letargo en que me había sumido cuando observaba durante tanto tiempo las llamas, como hipnotizada. Y me puse a tratar de reconstruir en mi cuaderno el monólogo que todavía resonaba en mis oídos. Al terminar de escribirlo y releerlo, me sentí frente a un misterio. ¿Fue cierto o solamente soñé que vino Alcira Beltrán a visitarme, o todo fue producto de mis preocupaciones diarias mezclado con cansancio, falta de energía y exceso de trabajo?

No quiero ni pensar que haya sufrido alucinaciones pero hay algo que apoya mi teoría de que Alcira, o el espíritu de Alcira, o lo que sea, estuvo realmente visitándome: es la actitud de mi perro guardián. No me abandonó ni un segundo a pesar de que yo le ordené varias veces que saliera del estudio, y no dejó de gruñir y mirar atentamente la silla donde la anciana estaba sentada. En todo caso, este episodio es inexplicable y su resultado es interesante por todas las pistas que Alcira me proporcionó sobre el origen de las tres Beltranes.

Escribí estas páginas hace varios años, tras haber terminado los tres relatos de las Beltranejas. Hoy, con dolor de alma, tengo que decir que Corazón de Piedra, homenaje al Mundo, ya no existe más: cayó bajo las inmisericordes superpalas de uno de mis vecinos que, sin previo aviso ni permiso alguno, esparció sus restos en el espacio, dejando convertido el paisaje en un tremendo y árido arenal. Con él se derrumbaron los nidos de tantos pájaros que anidaban en la capa vegetal húmeda que cubría sus entrañas, y las flores de páramo que asomaban entre el tapete delgado de su bonete. Y con ese desastre ecológico que propició una ambición humana, también se derrumbó el porvenir de mi montaña.


II.- MONÓLOGO DE ALCIRA BELTRÁN (Acuarela)


II.- MONÓLOGO DE ALCIRA BELTRÁN

Yo ayudaba en la modistería de la señorita Helena, en los altos de un antiguo edificio de dos pisos en la carrera octava con calle 16, bien en el centro de Bogotá y a una cuadra de las iglesias de la Tercera, San Francisco y la Veracruz. Al principio pensaba que había que nombrarlas al revés para que la Tercera quedara en su puesto, pero alguien me explicó que se llamaba así por pertenecer a La Tercera orden religiosa, y no porque fuera la tercera de las tres iglesias. Como en esa misma confusión están casi todos los bogotanos, a mí no me dio vergüenza mi ignorancia, yo venía de la provincia y no tenía ninguna obligación de saber ni de entender todos los enredos de esta capital, que en esos años veintes era todavía habitable sin tantos miles de autos que hoy transitan por sus calles rotas ni sus millonadas de habitantes, ni la miseria que se esconde en los tugurios que la aprietan  y quieren estrangularla para extraerle alimento, agua y energía eléctrica pues las barriadas crecen más cada día porque la violencia inunda los campos y empuja a los campesinos hacia la ciudad. Además los que viven al sur se multiplican más rápido que los del norte en casas protegidas por murallas y rejas porque se tienen que rodear de muros protectores y poner en cada puerta un celador armado para que cuide sus haberes y sus familias, cosa terrible que la señorita Helena ya había comenzado a predecir en las épocas en que bordábamos juntas, sentadas al pie de la ventana que daba a la calle 16 de Bogotá por donde transitaba una multitud de hombres apurados y yo le preguntaba que si era una manifestación pública o una procesión religiosa la que estaba pasando, pero no, era apenas la gente que caminaba por la calle.

Nosotros los santandereanos hablamos más despacio y accionamos con las manos y la cabeza pero marcando otro ritmo, tal vez por asuntos de raza o de clima, porque el calor vuelve a la gente más lenta, como también lo comentábamos con mis amigas al mirar a los cachacos de Bogotá, señores finos de negocios que temperaban en Bucaramanga y que se reunían a conversar bajo la ceiba de la plaza principal de Girón, la aldea colonial.

Nosotras les cosíamos a las muchachas más bonitas de la capital, algunas muy ricas y otras, como las sobrinas del Poeta, sin dinero pero millonarias en gracias e inteligencia, que les venía de familia, y conocimientos, porque ambas habían absuelto estudios de magisterio aunque nunca habían salido a trabajar porque en la sociedad bogotana era mal visto. Ellas además habían nacido “dotadas por las musas”, como decían los periódicos.

Como yo me encargaba de todas las costuras de la casa, tuve oportunidad de pasar largos ratos en ese hogar donde se respiraba cultura y arte porque ellas no solamente eran poetisas sino que tocaba piano la una y la otra el violín, y como siempre que yo aparecía por allá me recibían con cariño y confianza y, como sabían que me fascinaban los versos y la música, me invitaban a tomar una taza de té con ellas en las horas de la tarde en su ensayo de dúos o cuando la menor cantaba acompañada al piano por su hermana o ésta recitaba poesías mientras tocaba suaves melodías, que yo escuchaba extasiada y que eran aplaudidas por los poetas que se reunían de vez en cuando en su salón para leer sus obras o comentar con los demás del grupo. Fueron bellos momentos de juegos líricos, música y cultura que viví gracias a Dios y a la generosidad de las damas que me permitieron compartir con ellas esos ratos, claro que yo sentada muy discretamente en un rincón mientras cosía al lado de la señora madre que no las dejaba solas con sus visitantes ni un segundo, como era costumbre en esos años.

Pero una vez llegó el Poeta. Y si estuviera escribiendo y no hablando se daría cuenta de que lo pronuncio con mayúscula: el Poeta, porque para nosotros, los colombianos del pueblo, no existe sino uno, y ese fue el que llegó esa tarde a visitar a sus sobrinas, porque acababa de llegar de un viaje muy largo que algunos de los presentes llamaban el exilio y otros, giras internacionales de recitales, en todo caso había pasado más de cinco años fuera del país, en Centro América, España y Francia, y regresaba a su patria cargado de gloria y en busca de la paz anhelada, como recitaba en sus versos que son lo más hermoso que jamás haya escuchado y que se quedaron resonando eternamente no sólo en mis oídos, sino en mi mente y en todo mi cuerpo, que se estremece cuando los evoco al leer y releer las páginas de ese bello tomo de poesías que me regaló el primer día, porque acababa de recibirlo en el correo de Barcelona donde lo había publicado hacia unos meses. Mi piel se eriza, mis ojos se humedecen, mis labios se entreabren al repetir sus palabras como si se tratara de mi amado, porque yo no tengo derecho, sé que no lo tengo, de decir que el Poeta es el hombre de mi vida, que desde que le abrí la puerta para responder al discreto repique de la campanilla, no pude contener un grito que me delató ser admiradora eterna de ése que ha hecho suspirar a las mujeres colegialas como yo cuando comencé a leerlo, modistillas de las que yo era cuando le abrí la puerta, o grandes damas que lo asediaban con atenciones e invitaciones que él declinaba, porque cuando había regresado de Europa ya era otro hombre, no el mundano y bohemio que había sido en su juventud sino un ser infinitamente trágico y nostálgico que escuchaba los pasos de la Parca, que no llegaron sino catorce años después, cuando él contaba cincuenta y seis años, es decir, en plena madurez pero devorado por una enfermedad que lo llevó al sepulcro en medio del llanto de todo su pueblo que lo adoraba y lo adora todavía.

Yo no pude ocultar mi rubor cuando me vi frente al Poeta en carne y hueso esa primera vez en que se me apareció como un dios humanado de una belleza masculina tan marcante, piel blanca aperlada en la que se destacaba su bigote endrino y los más hermosos ojos negros que jamás haya visto ni veré nunca más porque al perderlo, los seguí buscando en todos los cuadros de los santos de las ocho iglesias que hay en el trayecto que recorría diariamente desde la calle 7ª. hasta la 22 y a veces, para redondear las diez, me pasaba por la de las Angustias en la calle 24 y la recoleta de San Diego en la 26, para observar detenidamente los ojos de los santos y ver si encontraba en alguno de ellos la mirada misteriosa de ese hombre que, al dejarle posar su dulzura una vez sobre mi cuerpo, recibió toda mi alma, en silencio, sin palabras, sin alardes, y después él logró llevar nuestros amores con tanta discreción que ni siquiera mi señora Julieta se enteró y solamente un año más tarde cuando el Poeta se había ido de Bogotá para nunca más volver, yo renuncié a mi puesto en la modistería de la señorita Helena diciendo que tenía que regresar a mi pueblo, pues mi padre necesitaba que yo me encargara de manejar el pequeño taller de cigarros, porque él ya estaba ciego y muy viejo, lo cual no era totalmente cierto, la única verdad rotunda era que la noche anterior a mi renuncia, el Poeta daba su último recital en el Teatro Colón ante un lleno completo de público de todas las categorías sociales y, como siempre que él se presentaba, los empresarios engalanaban el escenario y bajaban el telón de boca que solamente se usaba en las ocasiones solemnes, y ésta, la de escuchar al poeta nacional, era una de ellas, y yo, que estaba en la última fila del gallinero tratando de esconder la línea perdida de mi cintura entre los pliegues de un vestido de talle largo que no delataba mi avanzada gravidez, me quedé sorprendida: ya empezaba el recital y la orquesta estaba tocando una música divina cuando llamó mi atención que una de las cantantes de ópera pintadas por ese famoso artista italiano que no recuerdo cómo se llama, me estuviera sonriendo mientras se levantaba el telón, y que me siguiera sonriendo y mirando hasta que al fin desapareció entre las alturas, escondida entre el rollo plegado del cortinaje. Pero yo alcancé a preguntarle a mi vecino quién era esa española que estaba bailando al son de sus castañuelas, porque yo sabía que así mismo sería la hija del Poeta que llevaba en mis entrañas. Entonces escuché como entre sueños una voz desconocida que me decía: esa hermosa mujer, es Carmen la Habanera.

Bogotá-Múnich