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EL CUENTO BIEN CONTADO

          

             LA MUÑECA HUMANA

 

Gloria Serpa-Flórez de Kolbe

Por razones de trabajo yo había tenido alguna vez que fabricar un maniquí. Pero no un maniquí de esos con formas de mujer adulta que generalmente se usan para colocarles encima vestidos y pelucas de moda. Éste era como una niñita de tamaño natural, más o menos de seis años, regordeta, rellena de trapos y con brazos y piernas forradas en medias transparentes de mujer. La cara, sobre una masa redonda que hacía de cabeza, la había logrado muy fácilmente colocándole una de esas máscaras con expresión natural que se consiguen para disfrazarse en la noche de las brujas. Pero ésta no era una bruja. Era una niñita infantil y fresca, que sonreía con su expresión despreocupada, ingenua, y con un dejo un tanto erótico en la mirada. Tal como realmente son algunas niñitas de seis años, perversas para algunos, endiabladamente normales para otros.

La muñeca había quedado olvidada y guardada en el cuarto de los trastos entre toda suerte de cachivaches sin uso, de los que uno nunca resuelve deshacerse porque “alguna vez se pueden llegar a necesitar” y al fin, no se necesitan nunca. Y se van llenando de polvo. Y si la buhardilla está en una casa vieja, poco a poco van tomando olor a guardado y lo que es peor, poco a poco se van recubriendo con una capa peligrosamente aterciopelada de moho. Y como sucede con todas las cosas que no se quieren usar: se estropean. Sin embargo, la gente recuerda a la muñeca, y siempre me pregunta por ella.

Como maniquí la había exhibido en varias exposiciones que mi exquisito gusto para las confecciones en croché (o ganchillo, como las llaman las revistas de modas), me permitía realizar anualmente gracias a la dedicación exclusiva en el arte de la aguja: cuellos de encaje en puntilla estilo inglés victoriano, pequeños chalecos modernos que la gente cree mejicanos porque terminan en unos flecos que recuerdan más bien las chaquetas de los vaqueros de Texas. Faldas y toda clase de blusitas transparentes que, gracias a que las pequeñas no tienen qué esconder en el busto, no requieren fondo y así se pueden lucir bien las filigranas que se hacen con aguja e hilo calabrés: monos y medios monos, pilares distribuidos en ordenadas filas de abanicos de puntos triples; rosas y flores repujadas que van a cubrir la espalda, el pecho y los brazos de esas niñitas rebosantes de energía. Sólo para fiestas, dirán sus mamás al comprarlas, pero lo que no sospechan es que ellas, coquetas por naturaleza, las sacarán del armario y tratarán de seducir a toda hora. Con esa perversidad oculta que tienen en los ojos provocantes algunas, como aquella Alicia cuya foto me mostró el maestro. No sé cuál es el encanto que encuentra en fotografiar a las niñas. Tal vez es como el placer morboso que experimenta al mirarlas fijamente y hacerles bajar la mirada, ruborizadas.

La tarde en que él me mostró las fotografías de Alicia, yo perdí todas las esperanzas porque me había atrevido, en mis noches solitarias, a soñar que él podría llegar a ser algún día un buen marido para mí. No contaba con que dentro de su aspecto apacible se albergaba, si no un monstruo, al menos un hombre desproporcionadamente humano, de pasiones desbordantes, de deseos insaciables, apetitos morbosos, en fin, tal vez es mejor no seguir enumerando porque mi cabeza, después de saber esa horrible noticia, está llena de pensamientos atravesados.

Para mí era muy emocionante espiarlos en el parque durante la clase práctica de biología, cuando salían a buscar a lo vivo, todo eso que encontraban en los libros. Yo los miraba desde mi ventana, frente a la que me pasaba horas enteras tejiendo, cómo revisaban atentamente la vida de los renacuajos del estanque detrás de la capilla. Visitaban árbol por árbol, mata por mata, buscando las flores -órganos sexuales de las plantas-, abriendo sus pétalos para dejar a la vista estambres y pistilos, él rociando polen dorado sobre las mejillas maravilladas de Alicia, y observando el trabajo de las abejas que fecundaban el cáliz brillante de las flores. O cuando andaban tomados de la mano sonriendo amablemente y acariciando a su paso las hojas aterciopeladas de los sietecueros y la felpa peluda de las flores de los frailejones.

La última vez que los observé juntos, remaban en un bote hacia la isla. Yo tuve que quitarme de la cabeza las malas ideas y controlarme para no pensar mal a medida que ellos remaban río arriba, que la mamá de Alicia era descuidada, que si yo tuviera una hija no la dejaría salir sola ni con su maestro, ni siquiera con el pastor de la parroquia. Tuve que cerrar los ojos dolorida, porque sospechaba que tal vez lo que estaba sintiendo eran celos, cosa absurda, de una niña de seis años, toda inocencia y candor, toda ilusión y promesas; de sus labios naturalmente rojos, de sus mejillas llenas, dotadas de hoyuelos que aparecían al sonreír, la tersura de durazno de su piel y esa agilidad que yo había perdido hacía tanto tiempo. No. Sería injusto compararme con ella; quizá con la edad se había exacerbado en mí un natural morboso. Prefería no mirarlos cómo charlaban y cómo reían animadamente mientras él remaba y ella trataba de sacar del agua algún pescado imaginario, inclinándose sobre el borde de la barca y dejando totalmente al descubierto sus piernas regordetas y firmes. Hasta en el encaje de su pantalón se descubrían monos y medios-monos de punto de croché que asomaban coquetos bajo los volantes de la falda. En el instante en que él preparó la cámara y le tomó una fotografía al llegar a la isla, alcancé a ver cómo bajaban del bote todo su material de trabajo fotográfico, trípodes y cámaras y maletines de cuero llenos seguramente de lentes y de rollos. Hasta allí no ví más porque se internaron en el bosque.

Al otro día encontraron a Alicia flotando sobre el río.

Todos pensaron, al divisarla desde lejos, que se trataba de mi muñeca de trapo y comenzaron a gritar bajo mi ventana: ¡Doña Laura, su maniquí está allá abajo, en el río, enredado en los juncos de la isla! Pero yo sonreí. No. Mi maniquí está aquí. Mi maniquí está aquí, está aquí, sobre mis rodillas, cubierto de polvo. Le estoy probando el pequeño sudario que acabo de tejer.

Y Alicia sigue allá sola... flotando sobre el río... enredada en los juncos... luciendo ingenuamente... una blusa de croché.

L.D. El Tiempo, 1980