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RELATO

          

                   A mejor vida

 

Camila Méndez

Fabián se despertó extrañado. Nunca se había sentido así. Raro, pequeño y sin voz. Pensó que todo era una pesadilla. Un sueño deplorable. Era peludo y veía en grises. No distinguía con claridad las imágenes, aunque el olor a basura lo apreció rápidamente. Se vio las uñas que surgían escondidas entre las montañas de pelo: eran delgadas, filudas y arqueadas como garras. Intentó hablar. Alcanzó a escuchar, dentro de las profundidades de su cuerpo, un diminuto ronquido animal.

¿Había sido un ladrido? ¾pensó¾. ¿Por qué no me despierto? Quiso gritar de nuevo, y sus oídos desarrollados se concienciaron de la realidad. Ya no era más él.

Tuvo miedo y desesperación. Recordó la noche anterior. Había ido al bar como todos los miércoles. Tomó whisky hasta el cansancio y el efecto fue mortal. Tuvo un ataque de ansiedad, se sintió intranquilo y triste, y decidió salir a mojarse en la llovizna desolada de las tres de la mañana. Sabía que le haría daño el contacto irascible con el rocío, pero no importaba nada en ese instante, más fuerte era el agobio de su vida. Se sentó en los basurales y prendió un cigarrillo, y, entre el humo y la lluvia, su memoria se nubló, como si esos fragmentos de la existencia se deshicieran sin dejar una prueba irrefutable de que se vivieron y sin motivos, ni  anuncios: sin una explicación previa, se había reencarnado en un can.

«¿Qué es esto?», renegaba para sí. No quería escuchar esos chillidos desconocidos para su boca. Maldijo su existencia. Se movió enloquecido para ver si alguna reacción nueva le devolvía su cuerpo. Le dio hambre y sed, también le rascaba su pata trasera y no podía frotarse, y hasta llegó a preguntarse por qué tenía que pensar si los animales no lo hacen. Quería morirse de una vez por todas. No podía comprender por qué le habían enviado ese castigo. Gimió como un desesperado, sin que nada surgiera. Trató de gruñir con ese sonsonete aguerrido y taciturno que emiten los de su especie cuando un sonido que sólo ellos oyen los perturba, y tampoco hubo respuesta. Se vio asimismo como un ser íngrimo que guardado desde una caja aislada busca una salida imposible.

Era distinto caminar con cuatro patas. Se sentía más liviano, más ágil, aunque el mundo no tuviera colores y los olores lo contagiaran en su esencia, revueltos, pestilentes o provocativos, como ese pan fresco que posaba en la vitrina. ¿Cómo hacer para obtenerlo? La angustia se apoderó otra vez de él. Deseaba devorarlo y saciar el hambre incontrolable, pero su mismo conflicto interior no lo dejaba actuar, y la orden que escuchó alguna vez de un veterinario de que los perros sólo deben comer dos veces al día, fue la excusa ideal para no desfallecer.

El aroma de los árboles, confundido con el polvo y sus rastros en la calle, le indicaron un lugar. Su casa. Odiaba tener esa habilidad monstruosa de reconocer por medio del olfato pasos, orines de otros animales y el humor entrañable de su esposa. Estaba tan cerca. La puerta blanca y la fachada moderna se imponían en el conjunto de viviendas escuetas, como un barco sobresale en la lejanía del mar. Vio las ventanas abiertas, el jardín rebosante y las flores moradas. Jamás había sentido ese olor tan profundo. «Antes todo era más fugaz», pensó.

Temía entrar. Quería demostrarles que era Fabián.

Sócrates, ¡has vuelto!

 No tuvo tiempo de reaccionar cuando se vio sacudido y alzado por Sangela y su hijo.

!Qué gran recibimiento! Quería llorar, sus sentimientos se revolvieron. No podía contarles que estaba ahí. Ni gritar. Y sus ladridos no dirían nada. ¿Qué había pasado con todo? ¿No existía la lógica en ninguna parte?, indagaba, dándole paso a sus lágrimas perdidas que salían despacio. Abrió el hocico y jugó con su nueva lengua para poder probarlas. Eran saladas, eran humanas. «Véanme. Soy yo. Tengo mis ojos. Aún los tengo. Mírenme», suplicaba para sus adentros, y un aullido lamentoso surgió de sus entrañas. «Soy yo». La familia se sorprendió. Pablo le dijo a su madre que Sócrates lloraba, que no lo había visto tan alterado. Ella tocó sus mejillas para comprobarlo. Fabián creyó que le habían entendido.

Es sólo la emoción de regresar a casa ¾dijo su esposa.

Y no mueve la cola ¾le insistió Pablo.

Por eso mismo.

Sangela permaneció en silencio porque notó aquella singular diferencia. Le miró fijamente a los ojos con cuidado, mientras su marido quería meterse en los suyos y hacerle saber que era él, quería decirle con su mirada pequeña todo lo que había pasado para que lo ayudara, pero ella no vio más que unos ojos de perro. Le miró la piel, tenía el lunar café entre su pelaje blanco. Le revisó los dientes, y ese colmillo demás que no se le había caído continuaba en su puesto.

Es él ¾aseguró tranquila¾. Hay que bañarlo y darle de comer. ¿Dónde habías estado, chiquito? He estado buscándote. ¿Por qué te escapaste? No vuelvas a hacernos esto ¾decía con palabras tiernas, mientras le daba besos y lo cargaba como un bebé.

«Estoy perdido.»

Pasaron meses antes de que Fabián descubriera que había muerto. En su mente canina, sólo cabía el olvido y la ensoñación, que fueron un beneficio para no desesperarse, ni caer en traumas sicológicos que lo acabarían. Ese día entendió resignado que no se sabría que él seguía vivo y reencarnado en Sócrates, el adorable French Poodle que había comprado Sangela para Pablo y que su esposo sólo estimaba por apariencias frente a su hijo, porque, en realidad, no le agradaban los animales y mucho menos ese ‘perrito de abuelitas y homosexuales que daba vergüenza sacar a pasear’.

«¿Adónde se había ido el alma de Sócrates, si es que tenía?», se preguntaba inquieto en su propio entierro, mientras llegaban sus parientes y compañeros de trabajo, que contemplaban su descenso indiferentes o intrigados por saber cuál sería el futuro de la empresa y de la viuda.

Tras las gafas oscuras de Sonia, su amante, no se iluminaba llanto como el difunto esperó ver. Para ella era sólo una despedida a la adrenalina de lo prohibido, a los encuentros imprevistos y a los viajes y detalles glamorosos que recibía de su relación fútil. Sangela siempre sospechó que la frialdad de su esposo se debía a la infidelidad. Inicialmente, se entristeció y buscó la forma de arreglar su matrimonio, hasta que le ganó la impaciencia y optó por aceptar las insinuaciones de su primo segundo, con quien forjó una relación estable y madura que los llevó al matrimonio.

Sentado en el amplio sofá de la sala, el perro examinaba la soledad de su vida humana. Nadie lloraba su muerte, ni se notaba triste. Ninguno de los presentes lo había estimado de verdad, y él tampoco sentía por ellos lo que imaginaba era el cariño real. «¡Qué farsa! Todo fue una farsa.»

Tres asaltantes acabaron con su vida. Le dispararon sin respiros para robarle la billetera. Su cuerpo había sido encontrado en el callejón donde amaneció transformado y donde estuvo deambulando por horas, hasta que los olores lo convencieron de la realidad.

Pensaba en los ratos efímeros en que creyó ser feliz. Cuando realizó ese viaje al exterior, cuando se enamoró y se casó, cuando su padre le dejó a cargo el próspero negocio familiar, sus encuentros furtivos con Sonia, el día en que recibió el premio por su gran labor de empresario, y hasta la tarde lejana en que probó ese delicioso vino francés que ahora necesitaba para liberarse del estrés y el abatimiento.

No podía ladrar, ni morder al nuevo cónyuge, sabía que saldría perdiendo. Mejor aprovechaba que a veces podía dormir con su esposa, aunque no a su lado, sino en el borde de sus piernas y sintiendo la respiración asmática del intruso, pero, por lo menos, estaba a sus pies. Descubrió entonces que su nueva condición no era un obstáculo para disfrutar a la familia. Borraría para siempre su nombre e intentaría entender que sólo cuando pronunciaran Sócrates, podría integrarse a la vida, salir del encierro a través de sus ojos y buscar la manera de llegar a las sombras olorosas que demostraban presencias.

No se separaba de Sangela y ésta tampoco se hastiaba por tenerlo a su lado. Lo sacaba a pasear en el carro, le daba agua fresca de su mano, le acariciaba la barriga y, ante la más minúscula insinuación de llanto, se desvivía para complacerlo. Lo único que le molestaba era el vestidito de lana azul con que lo disfrazaban en las ocasiones especiales: le producía calor y era incomodo para su ego masculino, que aún sobrevivía.

Además del apego mutuo y los grandes momentos, su ama también compartía con él intimidades. Ella no imaginaba que su antiguo esposo se iba a enterar de la tristeza interior que mantenía, la insatisfacción en el amor y hasta la necesidad de volverlo a ver y recuperar lo que alguna vez fue perfecto. Fabián intentaba acercarse, quería darle un abrazo, decirle que lo perdonara o trasmitirle, con alguna expresión tierna, que no se sintiera sola. Llegaba a ser tal el desahogo que no sabía qué hacer, movía su cola hasta que la conmovía y la hacía sonreír. También descubrió la profundidad de su relación con Roberto. Ella se extendía en monólogos para hablarle de las discusiones que tenían con frecuencia, los defectos intolerables y los reproches o secretos que él desconocía y que no podrían ser divulgados nunca por ese perro sin alma, que, como un objeto más de la casa, desconoce la realidad de sus habitantes.

Con Pablo, todo fue más fácil. A pesar de ser un niño retraído, que se refugiaba en la televisión y los dulces para remediar su soledad, Fabián logró conquistarlo con rapidez. Entraba a su habitación en silencio, se subía a la cama y le daba un par de lengüetazos para demostrarle afecto de alguna forma.

Al principio, su hijo se asombró de ver a Sócrates en esa actitud tan efusiva, antes sólo se dejaba corretear o jugaban con los muñecos sin otras innovaciones. Podía admitir que así era mejor. Ahora iban al parque en plena libertad, sin que su Poodle cometiera las imprudencias de una mascota no adiestrada. Tenía conciencia de los peligros, sabía cuándo cruzar la calle sin necesidad de estar atado a un collar y no tenía problemas con otros canes, porque éstos tampoco se metían con él. «Seguramente es mi mirada. Ellos saben que soy algo humano», suponía.

Se volvieron cómplices. Pablo le daba comida porque sospechó que ya no le gustaba el concentrado. Prefería el pollo, el sabor del hueso se le hacía cada vez más tentador, y la capacidad para cortarlo con su dentadura afilada era una sensación inefable. El olor lo enloquecía, haciendo que se desesperara y que aprendiera a gemir como una criatura desconsolada, alterando al servicio, que debía acelerar en sus quehaceres para servirle al animal. Fue difícil tener que alimentarse sin la ayuda de las manos, pero después se dejó llevar por unos instintos crecientes que empezaban a manejarlo cada vez con mayor frecuencia. Era como una energía adherida a su cerebro que cubría las emisiones de pensamiento que todavía generaba y que le permitía actuar sin cordura o prevención en ese tipo de situaciones o despreocuparse frente a otras. No sufría por dinero, ni por buscar el poder o mantenerse en éste. Las crisis financieras, la situación política, la guerra o el futuro incierto, eran temas en los que no tenía que profundizar, ni analizar, ni dedicarles un espacio pequeño. Todo lo que otrora fue de su interés, lucía ahora banal desde su mundo. No podía evitarlo. La ensoñación lo nublaba y sus reflexiones se diluían como una lectura efímera de la que no queda ni el recuerdo. «Las palabras se pierden con el tiempo y no dejan sino vacíos; por eso, somos el consuelo de los hombres. Tenemos la grandiosa facultad del silencio», decía, mientras aceptaba con entereza a su especie muda y se percataba de un presente sin reparos.

Era agradable sentarse sobre Sangela, acurrucado y roncando, cobijado con ternura, o sentir cómo en los amaneceres lluviosos Roberto debía levantarse para trabajar, mientras él se quedaba durmiendo, sin problemas que lo atormentaran. Iría a vivir con Pablo, a rebuscar entre la esencia de la naturaleza con sus sentidos despiertos o revolcarse en la tierra fresca, escuchando los sonidos lejanos que los demás no detallan y oliendo sosegado lo que le trae el viento, cuando mueve en los arrebatos de la tarde sus orejas largas y distrae su vida pasiva hasta que el tiempo lo ayuda adaptarse, como a los hombres, a ser un animal de costumbres.