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CRÍTICA LITERARIA

 

        La arquitectura narrativa en las

            novelas de Ángela Becerra

Enrique Santos Molano

(Conferencia dictada en la Capilla del Hotel Santa Clara de Cartagena, el 27 de marzo de 2007)

 

T. S. Elliot, en el prólogo a la primera edición de El Bosque de la noche, de Djuna Barnes, en 1936, alaba el lenguaje poético de la autora, y aclara que no se propone decir que el estilo de Miss Barnes sea “prosa poética”, lo cual podría significar que, a falta de méritos narrativos, la novela de Djuna Barnes se salva por “su asombroso lenguaje”. No quiere decir eso, de ningún modo, el ilustre prologuista. Lo que sí quiere decir “es que, en realidad, la mayoría de las novelas contemporáneas no están ‘escritas’. Adquieren su parte de realidad por la minuciosa reproducción de los sonidos que hacen los seres humanos en sus simples necesidades cotidianas de comunicación; y la parte de la novela en que no entran estos sonidos consiste en una prosa  cuya vida no se extiende más allá del trabajo de un redactor periodístico o de un funcionario competente. Una prosa viva reclama al lector algo que el lector corriente de novelas no está dispuesto a dar. Decir que El Bosque de la noche gustará en especial a los lectores de poesía no la descalifica como novela. Al contrario, es una novela tan buena que sólo una sensibilidad agudizada por la poesía podrá apreciarla en su plenitud. La prosa de Miss Barnes tiene el ritmo propio de la prosa y una expresión musical que no es la del verso. Ese ritmo de prosa puede ser complejo o preciosista, según las metas del autor; pero, simple o complejo, es lo que imprime al relato su intensidad suprema”.

       Quizá el autor de Muerte en la Catedral habría escrito en términos más o menos parecidos un prólogo para alguna de las novelas de Ángela Becerra, pues no hubiera dejado de notar una similitud en “el ritmo de la prosa” de la novelista compatriota suya con el de la novelista compatriota nuestra. Al cabo las novelistas y los novelistas tienen la propiedad inherente de ser compatriotas del mundo. Tal semejanza, que proviene del hecho de que Djuna Barnes y Ángela Becerra han sido poetas antes de aventurarse en la novela, y que en el camino de la novela han llevado la poesía como una lámpara que las ilumina en los recodos más oscuros, tal semejanza digo, no pasa de ahí y sirve para marcar las diferencias de estilo, de la forma como cada una emplea su propia y singular arquitectura narrativa.

       Como todo en el campo de las definiciones, la de arquitectura narrativa implica un ejercicio arriesgado. Lo primero es preguntar ¿existe una arquitectura narrativa? Y si existe ¿habría que definirla tantas veces cuantos novelistas han sido o son? El Diccionario de la Real Academia Española define arquitectura, en su primera acepción, como el “arte de proyectar y construir edificios”. Si universalizamos la definición, tendríamos que arquitectura es el arte de proyectar y construir, y así la arquitectura narrativa sería el arte de proyectar y construir novelas, relatos o cuentos. No obstante el novelista tiene una tarea que empieza donde la del arquitecto termina, que es la muy compleja de escribir un texto. El arquitecto diseña y construye un edificio, con el propósito de que en él habiten seres humanos de diferente sexo, y cada uno con su individualidad y su carácter; pero el asunto de quiénes habitarán el edificio que el ha levantado, no es competencia del arquitecto, que finaliza en cuanto él hace entrega formal del inmueble. En ese momento arranca el trabajo del novelista. Una vez que ha determinado el diseño narrativo y edificado la trama, bien sea en forma lineal, en espiral o en vaivenes de tiempo, el trabajo más grave del novelista consiste en poblar su edificio. Debe convertirse en un creador de caracteres, poner a circular por los pasillos un universo de personas cuyas pasiones y sentimientos van a hacer de la obra arquitectónica una cosa viva, en la que la prosa será el vínculo entre el lector y las criaturas que ha engendrado el autor.

II

       Ángela Becerra utiliza cinco elementos en la arquitectura de sus novelas: poesía, erotismo, amor, magia y humor. Su prosa está impregnada de poesía. No por ello diremos, como anota Elliot respecto a la prosa de Djuna Barnes, que la de Ángela Becerra sea una prosa poética, sino que la poesía de su prosa es la que  aroma el ambiente en que respiran sus personajes. La compleja psicología de cada uno brota en imágenes poéticas, como es el caso de Martín, el ambiguo intelectual protagonista de De los Amores negados, que no acierta a clarificar su situación entre esposo y amante. “En realidad, [Martín] quería solucionar sus contrariedades amorosas antes de volcarse de nuevo en su amante. Cada día llegaba más temprano al diario; se paseaba por el rotativo como ánima en pena. Su oficina se le había convertido en el mejor refugio. Esas cuatro paredes eran todo lo que tenía para dejarse ir sin poner cara de nada. Estaba huyendo de las miradas de Fiamma  [su mujer] en las que empezaba a sentirse juzgado y examinado, cuando en realidad los ojos de ella sólo le estaban enviando amor. Madrugaba para sumergirse en las tipografías y en los cafés impersonales del despacho. Su rincón era un cielo despejado donde su pluma volaba libre. Había empezado a sentirse encadenado a no sabía qué. Nunca había deseado tanto ser dueño de su libertad; ser como aquellas gaviotas que parecían letras blancas en ese inmenso cielo azul, tantas tardes observado en su juventud, cuando todavía soñaba ser poeta. Empezó a escribirle a Estrella [su amante] desbocado, vomitando con afán lo que ahogaba su alma. Sus palabras aterrizaban en el papel como cascadas de agua fresca, llenas de sensatez y sabidurías, desbordadas de amor y frustración, cargadas de piedras y espumas, de golpes y cadencias”.

       A Soledad Urdaneta, la heroína de El penúltimo sueño, también le basta con un pincelazo de poesía para describir su tragedia de amor y la coincidencia entre su nombre y su circunstancia: “Soledad había sentido un corrientazo en el alma. Un escalofrío se le había metido en el cuerpo y la había recorrido de pies a cabeza hasta helarle el corazón. Esa noche, después de comprobar que la ventana de su dormitorio estaba cerrada, se alejó con la sagrada intención de buscar la foto de Joan y encerrarse en el baño a besarla hasta agotar sus besos. Todas las noches lo hacía y pensaba seguir haciéndolo mientras viviera. ¿Por qué ese día lo sentía tan cerca? Con la fotografía en sus labios, empezó a soñar sus  besos hasta mojarla de lágrimas. Otra vez volvía el llanto. La herida no quería sanar. ¿Qué le pasaba? Tenía más frío que de costumbre. Quiso volver a mirar la imagen, pero esta se había diluido por completo entre sus besos; ya casi no quedaba vestigio visual de que Joan había existido. El anillo de alambre con el que había sellado su promesa de amor lloraba negros oxidados en su dedo, y la foto era un papel gastado en el cuál sólo quedaban los zapatos de una pareja inexistente”.

       Mazarine, la arcana y tumultuosa personalidad de Lo que le falta al tiempo, última de las tres novelas publicadas de Ángela Becerra, es a una el más y el menos poético de los personajes femeninos creados por la novelista caleña. Por una decisión caprichosa, que nadie puede entender, anda por París con los pies descalzos, arropada en un sobretodo negro, y enloquece de amor a un padre, el viejo pintor Cádiz, y a su hijo, el joven siquiatra Pascal. “Desde que se veía con Mazarine, Pascal procuraba comportarse como un hombre sin profesión, a pesar de que algunas actitudes de la chica le empezaban a preocupar como siquiatra. Percibía que tenía una vida oculta, a la cual el no tenía acceso. Estaba casi convencido de que lo de su hermana gemela era una invención infantil, que tal vez encubría una carencia. Pero su magnetismo era tanto que ni siquiera él mismo podía apartarse de su influjo. Estaba sometido a su albedrío. Aquel halo de indefensión, que contrastaba con la vehemencia con la que exponía sus argumentos, le seducían. Si no quería hacer algo, no había poder humano que la convenciera. Era ella quien empezaba a dominar la relación, y él, sabiéndose un perdedor enamorado, se dejaba llevar por su fuerza. A pesar de haberle rogado que no fuera descalza por la calles, por lo menos hasta que el invierno amainara, Mazarine se empecinaba en no hacerle caso. Si bien la sensualidad que desprendían sus pies era sentida hasta lo más hondo de su cuerpo –no sabía por qué quería privarse de degustar aquella delicada visión--, también era cierto que le despertaba su más elevado instinto protector”.

       Los personajes de la novela de Ángela Becerra se mueven en un diseño arquitectónico en el que todo está dispuesto para que la poesía desencadene situaciones en las cuales es inevitable el triangulo amoroso y que conducen a un depurado erotismo.

III

       No podemos descartar que la decisión asumida por Mazarine de liberar sus hermosos pies de la opresión de los zapatos y de las medias converja hacia una declaración simbólica de una medida más profunda como sería la de liberar su espíritu de toda opresión mundanal. No produce esta sensación en el pintor Cádiz, para quien los pies desnudos de Mazarine son un objeto de deseo erótico y de inspiración artística. O eso es lo que él cree. “¿Qué le pasaba  con los pies de Mazarine? Si no los veía, sentía que se ahogaba. Ahora que los tenía entre sus labios, Cádiz sabía que no podía perderlos.

       --¿Sabes cómo me siento? –-le dijo a su alumna, chupando con devoción uno a uno sus dedos--. Como el último náufrago de un barco que sucumbió en el mar. Agarrado a tus pies, floto entre las aguas desiertas de la vida”. Mazarine quiere saber cuál es la relación entre el náufrago Cádiz y el lascivo pintor que ha convertido los pies de la muchacha en una tabla de salvación. Cádiz le cuenta una larga historia, previa la prohibición de burlarse de él, que Mazarine acepta no sin estimular a su maestro con un velado juego de erotismo: “Mazarine asintió juguetona, esbozando una sonora carcajada sin sonido. Pasó la mano delante de su boca y con un gesto ceremonioso hizo como si atrapara su sonrisa entre los dedos hasta esconderla dentro de su camiseta”.

       No ocurre igual con el romance que Mazarine entabla con Pascal, el hijo del pintor, parentesco que ella ignora, así como padre e hijo desconocen que están enredados con la misma criatura fascinante y fascinadora. Mientras con el viejo y experimentado Cádiz desata Mazarine una furiosa pasión, con el joven e inexperto Pascual el trato es de un noviazgo inocente. Caminan cogidos de la mano por el boulevard Saint Germain. Ella saborea un delicioso palmier pur beurre y el la convida a pasar a su librería favorita, L’Ecume des pages, donde se dan un hartazgo visual de libros sobre las grandes corrientes pictóricas y terminan en la edición archilujosa de un libro de Fotos de Sara Miller, que es la madre de Pascal y la esposa de Cádiz. Las fotos corresponden al pintor Cádiz, y ya en la librería Shakespeare and Co. Mazarine se había robado una página para conservar la fotografía de su amante. “Pascal estuvo  apunto de contarle a la chica que el hombre que estaba en el libro era su padre, pero se contuvo. Mazarine estuvo a punto de contarle que el hombre que estaba en el libro era su amado profesor, pero se contuvo. Sólo verlo en las fotos se le encogió el alma. No pudo seguir del brazo de Pascal”.

       Con el arrebato de un par de quinceañeros se desarrolla el erotismo senil de dos amantes que se han reencontrado después de medio siglo de ausencia, en la escena final de El penúltimo Sueño. Soledad Urdaneta y Joan Dolgut, que no han dejado de amarse desde el día de su remota niñez en que una jugada traviesa del destino interpuso entre ellos una distancia infranqueable, han sido en su vejez unidos por el mismo destino inquieto que los separó. “Quedaron desnudos, vestidos con la pasión de las rosas y la luz tamizada de las velas... sus pechos reventaban de pasión. Sobre ella, Joan era el dios de la vida... venía a resucitarla con su espada en alto. Antes de hundirle su amor, con toda la delicadeza de su fuerza, Joan volvió a mirarla. Te amo, Soledad Urdaneta, más allá del último sueño. –Del penúltimo –lo corrigió ella, suspirando de amor. Sus piernas se abrieron sin reparos, en una ceremonia de recibimiento. El alma de Joan entraba... la tocaba...la hería de placer y coronaba su amor. Ahora Soledad sabía lo que era alcanzar las estrellas. A sus ochenta años... había tenido su primer orgasmo.”

       Otro tipo de erotismo se recrea en De los amores negados. Nace de la infidelidad indómita de Martín y de la ingenuidad romántica de Estrella. Ella le dice a él que se llama Estrella, y el le miente y le dice que se llama Ángel. Estrella viene de un matrimonio que le ha destruido sus sentimientos y está en terapia psicológica con Fiamma, la esposa del ángel Martín. Estrella le confiesa a su siquiatra que tras haber renegado del amor, ha iniciado con Ángel “la búsqueda del amor perfecto”.

       Ese amor se perfecciona en un escenario religioso, la capilla de los Ángeles Custodios, donde Estrella y Ángel tienen su primer encuentro de amor no culminado, y tendrán los siguientes, los jueves de  cada semana. En la tarde inaugural de su pasión “terminaron hablando de los sueños, de las almas gemelas. En cada lamparilla de votos que encontraron encendieron dos velas que colocaron juntas. Cuando el hambre de besos fue más fuerte que todas las historias, acabaron mordiéndose las bocas; fundidos en un interminable aliento enamorado, respirando deseo hasta que, un fraile en sombras, empezó a apagar los últimos cirios encendidos del altar. La capilla quedó en penumbra total. Se levantaron con desgana arrastrando los pies hasta encontrar la salida. Estuvieron a punto de quedarse encerrados, si no hubiera sido porque el cura al final los descubrió y, con tosecitas y gestos, los empujó a la salida envidioso del momento que estaban viviendo”. Ángela maniobra el relato de manera que la nota erótica no corre por cuenta de los cuasi místicos amantes, sino del frailecillo voyeur  que “no quería perderse de sentir, así fuera de lejos, esos amores ajenos. Se escondía en el confesionario para vivir su calentura improcedente. Así, acababan jugando los tres a no ser vistos”.

IV

       Amor, humor y magia corren  de continuo a lo largo y a lo ancho de las novelas de Ángela Becerra. En 1993 el científico israelí Iakir Ahoronov declaró que había descubierto la máquina del tiempo, y que para ese logro sus instrumentos habían sido el cerebro y el pensamiento. “Me dediqué a la física –dice Ahoronov—para conocer la respuesta a preguntas clave de la existencia a las que hace poco intentaba responder la filosofía. ¿Quién soy? ¿Qué es el alma? ¿Qué el libre albedrío? El gran mensaje de la ciencia moderna es que el mundo está lleno de magia y que tiene muchos secretos aún por descubrir”.

       El edificio narrativo erigido por Ángela Becerra está poblado de esos secretos. Por los corredores van o vienen, por las habitaciones entran o salen, por las escaleras suben o bajan hombres y mujeres que sin cesar se preguntan ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¿Qué hago aquí? Y la respuesta sólo pueden encontrarla en la magia, no en la prestidigitación truculenta, sino en la magia que está en todos los actos internos y externos de la vida humana, en lo que constituye su misterio. Sara Miller, la inteligente fotógrafa de Lo que le falta al tiempo, presiente que algo incomprensible no funciona en su matrimonio, que alguien que no es ella perturba las emociones de su marido, el pintor Cádiz. En vano se estruja el cerebro para adivinar, es inútil su lucha por desechar la duda. “Encendió un nuevo cigarrillo, y otro y otro hasta que amaneció. La pesadilla de la noche no se había llevado sus angustias. Tenía qué hacer. Pensar. Moverse. Buscar. Encontrar. Distraer al monstruo de la duda. Entender. Hacer como si no existiera. Comer. Andar. Conversar de cosas sin sentido. Reír de nada. Llorar de risa. Aunque la risa no llegara. Crear sin ganas. Desaparecerse de todos los espejos. Y de los cristales que reflejaran su ánima”. Más adelante la magia de un amor doble, como esposa y como madre, dará respuesta a sus dudas y transformará sus angustias en una suave melancolía, que si no era la tranquilidad del espíritu atormentado, se le parecía mucho.

       Fiamma dei Fiore, la avezada psicóloga de De los amores negados que lidia con el comportamiento de pacientes disímiles que van a su consultorio en busca de una explicación que les permita entender quiénes son y por qué están aquí, no es capaz a su turno de entender qué ocurre con su matrimonio, ni por qué se ha desbaratado lo que comenzó como un castillo habitado por las hadas del amor y la felicidad. “A Fiamma le gustaba caminar. Prefería eso a tomar el coche o el metro. Era el momento del día en que podía reflexionar y escucharse a sí misma. Tardaba más de una hora en su paseo pero le servía para despejarse y coger fuerzas para el día siguiente. Se aplaudía interiormente por los resultados obtenidos en su jornada. Sin saber, se iba calificando. De cero a cinco como cuando estaba en el colegio. Ese día se había puesto un cuatro coma ocho. Pensó en Martín. No estaba segura, pero le parecía que esa manía de calificarse le venía de él. Terminó preguntándose, ‘¿Será que al final uno termina pareciéndose a su pareja?’, ¿cuántas cosas suyas había ido abandonando sólo por complacer a Martín?”. También será un acto mágico el que le permita a Fiamma  resolver la ecuación de la infidelidad y concluir que lo imperdonable es no perdonar.

       Andreu y Aurora, los hijos de Joan y de Soledad, en El penúltimo sueño, son dos criaturas que navegan en un océano de interrogantes. Cuando una serie de casualidades los lleva a encontrarse en el Hotel Carlton, compendio del poder y del lujo del mundo, Andreu adivina la incomodidad de Aurora dentro de un ambiente que no es el suyo, y en el cual parece faltarle el aire, y le dice: “—No te dejes impresionar por estos lujos. Todo es un decorado de película. Nada de esto es la verdad. Quien cree que esto es la vida, algún día la vida misma le enseñará cuán equivocado estaba – A Aurora le gustó escucharlo decir eso--  Y lo peor es que a veces se lo enseña a golpes de ruina. He conocido a unos cuantos que han preferido enloquecer antes que aceptarlo. A mis dieciséis años yo fui botones de un hotel ¿sabes?, y limpié muchas suelas, y aguanté muchos desprecios –Era la primera vez que le contaba a alguien su secreto--. Sé lo que se siente cuando para ellos –señaló con los ojos al conserje—no eres nadie. Cuando simplemente eres invisible”.  Aurora no podía soportar la tensión que le generaba aquél Olimpo, y trató de irse. “—Por favor –suplicó Andreu-- ¿Sabes por qué estoy aquí? Por él, por mi padre. He venido tras sus huellas, tratando de entender  muchas cosas que ahora no entiendo”.

       Por consiguiente en el universo de Ángela Becerra todos sus personajes son el producto de la duda que los moviliza en busca de respuesta; pero ¿se mueven con libre albedrío o son muñecos del destino, del azar y de la fatalidad?  ¿Cómo podría la magia absolver las dudas que aquejan a estos héroes de lo cotidiano? ¿Martín ama a su mujer y Estrella es nada más un espejismo, o ha dejado él su amor real por correr detrás de un espejismo? ¿Por qué Mazarine puede amar con pasión desbordada a un anciano pintor que podría ser su abuelo, y no consigue sentir sino un cariño insaboro por el joven y apuesto Pascal? ¿Por qué Joan Dolgut en su juventud carece de la fuerza capaz de vencer las circunstancias que habrían de separarlo de Soledad Urdaneta, y a los ochenta años vence los obstáculos con voluntad de acero y la hace suya? La hábil arquitectura narrativa de Ángela Becerra absuelve uno por uno todos los enigmas que devastan a sus personajes. Cómo lo hace es algo que le corresponde averiguarlo al lector, mediante la magia de la lectura.

      

V

       Esa magia suprema que es Google, y que como ninguna otra nos ha hecho ver que estamos en el siglo XXI, nos facilita el conocimiento instantáneo de asuntos que en épocas todavía recientes nos habría tomado meses o años indagar. Por ejemplo hay en Google cerca de 140.000 referencias a Ángela Becerra y muchas de ellas nos dejan saber las opiniones expresadas, no por la crítica especialista, sino por los lectores comunes de las novelas de Ángela. De ahí que la exitosa novelista caleña haya entendido con singular rapidez que el escritor, como nunca antes, se debe a sus lectores y que el residir dentro de la torre de marfil, en la que aun muchos insisten en encerrarse, es una manera de suicidarse como cualquier otra. Ya no son los críticos que expresan en columnas de periódicos o de revistas sus opiniones dogmáticas, sino los lectores quienes dictaminan, a través de la red cibernética, el mucho o poco valor de los libros; pero como cualquier crítico de columna, también los juicios de los lectores suelen ser sesgados o prejuiciosos, sin perder para nada el interés polémico que suscitan. Vale la pena conocer lo que dice una lectora madrileña sobre El penúltimo sueño:

       “Estoy leyéndome este libro, aun no lo he terminado aunque no me queda mucho. La idea es muy buena, muy romántica. Encuentran a dos personas mayores (de unos 80 años) vestidos como para casarse, tumbados en el suelo de la cocina y abrazados. Al parecer se suicidan por inhalación de gas.

       “La mujer es viuda y tiene una hija. El hombre es viudo también y tiene un hijo. Los respectivos hijos no saben nada de esta extraña relación de sus ancianos padres. Por eso, cada uno por su cuenta intenta averiguar quiénes son los respectivos cónyuges y porque han llegado a esta situación.

       El libro está dividido en dos historias. Por un lado la época actual donde los hijos intentan descubrir que ha pasado y por otro lado se cuenta la historia de esa pareja desde que se conocieron cuando apenas eran unos críos.

       Bien, como dije, la historia promete bastante, pero la narración, para mi gusto, es bastante espesa. Soy una ávida lectora, pero libros que dedican demasiado tiempo a la descripción me suelen aburrir. Este no abusa demasiado de la descripción, pero como los personajes son ‘artistas’ sí que abusa de las metáforas y comparaciones en plan poético.

       Para una persona que no esté muy acostumbrada a leer, puede aburrirle bastante.

       Esto no significa que sean malas descripciones. Para mí la autora es muy buena escribiendo, te llega lo que escribe.

       la autora es de Colombia y los protagonistas aman Colombia. La autora ha vivido en Barcelona desde 1988. Los protagonistas viven en Barcelona.

       ¿Que quiere decir? Que la autora se harta de describir Colombia y lo bonita que es (que no lo niego que sea bonita, no lo sé) y también Barcelona (que tampoco lo niego) pero llega a hacerse pesado. Seguramente a las personas que viven o que amen Barcelona les encantará el libro.      

       Como pongo en el título, no sé si terminaré el libro. ¿Por qué? Pues bien, el horno no está para bollos, como se suele decir, y que yo llegue a la página 257 y me encuentre con un texto como este:

       ‘--¿De dónde vienes?

       --De Barcelona

       --¿Y eso dónde queda?

       --En Cataluña

       --¿Y qué es eso?

       --Es un país. Queda en España’.

       Muy bien, para la información de la autora, Cataluña no es un país que está en España. España es un país, sólo uno, y al que le pique...que se rasque.

       No puedo creer que una autora, con una cultura, que ha ganado premios por lo que escribe, caiga en un error tan lamentable como ese. Es como si escribiera España con H.

       En Cataluña a lo mejor les parece genial que diga esto. Pero en el resto de España, no. Y como en mi caso habrá mucha más gente que se sienta dolida por comentarios como este. Por eso, en mi caso, me ha dado tanto coraje leer esto en el libro que no sé si acabaré el libro. Desde luego que no voy a comprar nunca un libro de esta autora, está claro, por muy buena crítica que tenga.

       Desilusión... al que no le importe este hecho, que se lea el libro y nos comente si el final es predecible desde el minuto 1, como imagino que es, o sorprende”.

       Aquí, gracias a las posibilidades que hoy tienen los lectores de manifestar su opinión sin tener que hacer cola para que se la publiquen en un periódico, nos encontramos con un aspecto nuevo sobre las formas de leer y de interpretar. La lectora madrileña viene feliz hasta la página 257 donde tropieza con el párrafo que cita, no muy bien citado, y monta en cólera, como tiene que hacerlo una madrileña que lee que Cataluña es un país que queda en España. Entonces cierra el libro y ya no sabe si lo terminará, aunque no quiere quedarse con ganas de saber el final.

       Por cierto, no es una cuestión baladí la que provoca la ira de la madrileña. Es una vieja disputa, que no viene al caso explicar ahora, entre españoles, tan enconada  que puede suscitar la reacción indignada por algo expresado en un diálogo inocente. La ira le hace perder la objetividad a la lectora. Joan Dolgut viene de Barcelona de polizón en un barco, lo agarran al llegar a Barranquilla y allí lo entregan a las autoridades. Joan no entiende nada de lo que le dicen los costeños por la rapidez del lenguaje de los barranquilleros, y sus vocablos contraídos. Al fin uno de los agentes siente pena por él y se entabla el diálogo que cita la lectora madrileña, quien omite la trascripción literal, lo pone en español puro y llano, y se olvida del último apunte. Cuando Joan le responde al guardia que Cataluña es un país y queda en España, el guardia exclama

       --Ah, eso e’ otra cosa. ¡Oleeeeé! Por España y por Concha Piquer.

       Así el diálogo resulta ser reivindicatorio de España como una unidad y no hay para que rascarse lo que no pica; pero el comentario de la lectora madrileña arroja un punto interesante sobre la arquitectura narrativa de Ángela becerra. Dice  Wicca 82 (que es como firma la lectora) que espera que le cuenten si el final de la novela es predecible desde el minuto 1, como ella cree que lo es, o sorprende. No sólo El último sueño, sino las tres novelas de Ángela Becerra, son predecibles, y al mismo tiempo sorprenden. Porque no se trata de obras de suspenso, ni del género negro, o de thrillers, el final de las novelas de Ángela Becerra puede ser previsto desde el principio. Lo que sorprende es el cómo se realiza ese final. El lector sabe qué va a pasar, pero ignora cómo, y ahí es, en el terreno de las emociones, dónde lo aprisiona y lo desconcierta la magia del relato.