Felipe Muñoz Jaramillo
Desde cualquier lugar del pueblo se divisaba la torre oscura. La presencia de aquella mole de roca negra como el carbón era un lastre perpetuo en la conciencia de su gente, un recordatorio constante del yugo bajo el cual estaban sometidos. Daniel no conocía otra forma de vida diferente. Desde que tenía memoria había sido enseñado a servir y temer al señor de la torre. Pero ahora dentro de su cabeza empezaba a gestarse una tormenta con densos nubarrones de verdades cuestionadas. Una tormenta que amenazaba con inundar de rabia su alma adolescente. ¿Por qué temían al terrible regente de la torre si nunca lo habían visto en persona? ¿Por qué debían renunciar a una parte de su cosecha bajo el único argumento de la autoridad? ¿Por qué seguían permitiendo los abusos y maltratos cometidos por los sirvientes del tirano invisible? Pues eran los siervos del señor de la torre, aquella horda de personajes retorcidos y sucios, los únicos interlocutores entre los campesinos y su opresor.
Los más ancianos del pueblo siempre repetían: La vida no siempre fue de esta manera, y cuando lo hacían exhibían sus ojos cristalizados por el dolor y el llanto, con el recuerdo de su pasado dichoso a flor de piel. Los viejos contaban a Daniel historias de sus infancias felices, días aquellos en los que disfrutaban del pueblo recién fundado en medio de una paz absoluta y en los que la torre oscura no era más que un extraño monumento en el horizonte, construido por alguna civilización perdida en el tiempo.
Hasta el día nefasto en el que un ejército de figuras oscuras y harapientas como mendigos irrumpió en el pueblo, con sus gritos, su pestilencia y sus grandes sacos de cuero. Se identificaron como servidores del terrible señor de la torre. Sostenían que su majestad había estado observando a los campesinos durante décadas y finalmente, cansado de verlos sacar provecho de sus tierras y reproducirse sin pausa, había decidido reclamar un justo tributo por lo que le correspondía. Daniel maldecía no haber estado presente en aquel momento crucial, donde su gente habría podido enderezar el curso de los acontecimientos y liberarse para siempre del yugo que ahora los oprimía.
Pero los fundadores habían cedido a las amenazas, habían permitido que los ademanes salvajes de los siervos del señor los amedrentaran. Todos esos pobres hombres murieron después de tristeza al ver el infierno en el que se convirtió su pequeño paraíso. Las nuevas generaciones no conocían otra forma de vida diferente a la zozobra e incertidumbre en la que el pueblo transcurría sus días, siempre a la espera del inevitable regreso de los ciervos del señor de la torre.
Como todos los primeros días de cada mes, el sol amaneció más opaco que de costumbre, los pájaros guardaban silencio y los sirvientes del señor de la torre oscura llegaron a recoger el tributo. Daniel y los demás podían sentir su cercanía incluso mucho antes de verlos. Sus carcajadas malignas y sus gritos estridentes eran el mejor aviso para que los campesinos comenzaran a organizar el tributo. Estas pobres gentes pacíficas entregaban más de la mitad de su cosecha. A veces los criados se llevaban a una mujer joven, para el deleite y los placeres perversos del señor de la torre. La comunidad solo podía observar impotente ante los constantes abusos, pues cualquier muestra de rebeldía era castigada con severidad. Cuando algún campesino mostraba su inconformismo, era apresado y llevado por los criados a la torre oscura, de donde no volvía a salir nunca más. Algunos aseguraban que estos individuos sufrían la más horrible de las muertes, en medio de inimaginables torturas o tal vez devorados por alguna de las bestias que merodeaban la torre. Desde que el pueblo de Daniel se había quedado sin líderes, el silencio y la sumisión eran la ley.
Congregados en la plaza, con la moral por el piso junto con los sacos de grano y hortalizas, los campesinos se lanzaban unos a otros miradas nerviosas, cada cual tratando de vaticinar que nuevos horrores traería ese día.
Al fin se pudo ver el ascenso por el camino polvoriento de aquel séquito de figuras monstruosas y harapientas. Caminaban en fila, uno detrás del otro, con un andar grotesco e inhumano. Iban armados con rústicos garrotes de madera y portaban bajo el brazo sendos costales de tela y cuero donde guardaban las ofrendas. A la cabeza de todos estaba su líder; un enano deforme y malvado al que llamaban Nod. La criatura tenía la cabeza calva y sus ojos resplandecían con una inteligencia perversa, que mantenía a raya tanto a los criados como a los campesinos.
El grupo se detuvo frente a la formación de campesinos. Nod pronunció las palabras acostumbradas y procedieron a recoger el tributo. Uno a uno, los campesinos depositaban su aporte en los costales con una tristeza comparable a tener que entregar a sus propios hijos. Llegó el turno para un anciano, de aspecto famélico y ojos cansados, que entregó una mínima cantidad de alimentos. He tenido una mala racha, señor y apenas me alcanza para subsistir. Pero en los corazones negros y roídos de los criados no había espacio para la compasión, así que montaron en cólera y procedieron a castigar al hombre, justo enfrente de su comunidad. Lo acostaron en el piso y comenzaron a golpear su espalda con los garrotes. Nod le pisó la cabeza y enterró su rostro en el barro, para ahogar los gritos de dolor. La multitud observaba inmóvil, con sus corazones debatiéndose entre la rabia y el miedo. Sin embargo, había uno entre ellos que estaba dispuesto a darle rienda suelta al sentimiento.
Daniel dio un paso afuera de la multitud e instó a los demás campesinos a no permitir más abusos, a aprovechar la superioridad numérica. El anciano había dejado de respirar. Nod escrutaba al campesino rebelde con sus ojillos maléficos y en su rostro diminuto comenzaba a dibujarse una sonrisa. Antes de que Daniel pudiera hacer cualquier movimiento, los criados se abalanzaron sobre él y lo golpearon hasta someterlo. Con el cuerpo magullado y la sangre brotando por su nariz, lo introdujeron en uno de los enormes costales. El interior del costal apestaba a carroña y descomposición. El olor era tan penetrante que nublaba sus sentidos. Lo último que Daniel percibió en medio de la oscuridad fue la voz chillona del enano, hasta que poco a poco fue sumiéndose en la inconsciencia.
***
Sintió su cuerpo suspendido en el aire, meneándose con suavidad de un lado a otro. Abrió los ojos con dificultad y pudo sentir su piel invadida por moretones oscuros. Se encontró boca arriba, atado de pies y manos a un palo muy largo. Estaba desorientado por completo; incluso si lograba soltarse no habría podido encontrar el camino de regreso. Dos sirvientes del señor de la torre lo transportaban, sujetando cada uno un extremo del palo. En la cercanía pudo distinguir sus horribles rostros, con la piel curtida y llena de cicatrices. Despedían un hedor nauseabundo, una mezcla de sudor, tierra húmeda y cebolla. Daniel podía escuchar con claridad su respiración ronca e irregular. Al ver que el prisionero despertaba, los guardianes dieron la alarma y el grupo se detuvo. Nod apareció con sus pasos cortos y torpes. La posición de Daniel lo situaba a la altura del enano. La inmunda criatura comenzó a proferir amenazas y a describir los terribles tormentos que le aguardaban. Daniel se sintió abrumado por su aliento pestilente que lo cubría como una manta húmeda y caliente. Aún así, no podía quitar sus ojos de esa boca pequeña y llena de dientes podridos.
Reemprendieron la marcha y el camino se tornó largo y penoso para Daniel. Todos los demás criados del señor aprovechaban cualquier detención para hostigar al campesino y recordarle con lujo de detalles el destino que le aguardaba en la torre.
Rápidamente dejaron atrás las bellas praderas y los campos de cultivo e ingresaron en un tétrico bosque de árboles enfermos. Era como ver un cementerio con los esqueletos por fuera de sus tumbas. Los árboles no conservaban casi ninguna hoja, tenían las ramas peladas como dedos amenazadores. El tiempo pareció detenerse. Caminaban envueltos en una bruma de silencio y frío que no le permitía a Daniel distinguir si era de día o de noche. Lo único que se escuchaba era el caminar vacilante de la caravana.
La neblina comenzó a despejarse conforme caminaban y el final de la travesía se reveló ante los ojos atónitos del campesino: la torre oscura se levantaba en toda su majestuosidad, hacia el cielo, lo más lejos posible de aquel bosque malsano. La construcción producía en quien la observaba una mezcla de respeto y temor. Respeto por sus formas nobles y perfectas; temor por su apariencia oscura y lúgubre.
Avanzaron hacia la entrada de la torre; se trataba de un gigantesco portón de metal macizo, capaz de soportar los embates de todo un ejército. Sobre fachada de la construcción, Daniel notó unos parches apenas perceptibles, donde la roca no tenía la misma coloración negra del carbón sino blanca como el mármol más puro. Parecía como si debajo de toda esa inmundicia, de toda esa suciedad, yaciera una torre blanca y pura.
Cuando la caravana estaba a punto de cruzar el portón, Daniel profirió un grito de terror que exaltó a los sirvientes del señor. Sobre la parte más alta del edificio, volaba una bestia alada, tal vez un dragón, tal vez un pájaro gigante. Fuere lo que fuere, el monstruo era para Daniel una confirmación de los temores alimentados durante años por los ancianos acerca de las terribles mascotas del tirano.
El grupo ingresó en la torre y todo quedó sumido en las tinieblas. No importaba que el sol reinara en el exterior, el interior del lugar se encontraba casi en total oscuridad. Los sirvientes aseguraron la puerta de entrada con un enorme cerrojo y la caravana comenzó a subir por unas suntuosas escaleras de mármol con acabados muy complejos. Nod encabezaba la fila, portando una antorcha para iluminar el camino. El recinto se veía desierto. Daniel observó que cada planta estaba compuesta por una serie de corredores y galerías sin vida. También descubrió la razón para aquella ausencia de luz: las pocas ventanas que había, estaban obstruidas por escombros o cubiertas casi por completo con varias capas de polvo y telarañas. Esporádicamente, algún rayo de sol lograba colarse por la suciedad e iluminaba una porción de la estancia. En ningún momento detuvieron su ascenso, superando piso tras piso de aquellas galerías olvidadas, que se levantaban como testimonio de glorias pasadas. Sus únicos habitantes invisibles eran los fantasmas de una estirpe hace tiempo desaparecida, los nobles constructores de la torre. Por instantes podía percibirse el eco de risas y de algarabía, de fastuosos banquetes y bailes elegantes. Después de un ascenso que parecía interminable llegaron al final de la escalera. Era una puerta de madera con extraños arabescos. Por debajo de la puerta se colaba una luz rojiza y un olor desagradable. El corazón de Daniel comenzó a palpitar con violencia a medida que el terror invadía su cuerpo. El enano abrió la puerta, liberando aquel horrible vaho que contaminaba el ambiente. El campesino fue introducido a una cámara enorme con gruesas columnas a cada lado. En el fondo había un telón rojo que encerraba un espacio semicircular. Llevaron a Daniel hasta el telón y lo liberaron. La luz proyectada por la antorcha del enano permitía ver un poco lo que se encontraba del otro lado. El campesino logró distinguir la forma de un trono imponente, hecho a la medida de un gigante. Escuchó una respiración ronca y jadeante y su corazón se aceleró aún más. Daniel cayó de rodillas presa del miedo y asumió una actitud se absoluta sumisión. Sin embargo, después de haber presenciado el despliegue de violencia de sus criados contra aquel anciano raquítico, no era mucha la misericordia que podía esperar del gran señor de la torre. Daniel sintió un par de ojos misteriosos que lo penetraban a través de la cortina escarlata. La incertidumbre tenía un efecto devastador sobre su espíritu. Cuando estaba a punto de estallar en llanto y súplicas, el telón se abrió de forma súbita y el ocupante del trono le fue revelado… Era un perro de tamaño mediano cubierto con una capa verde. La lengua le caía fuera de la boca y movía su cola amistosamente. Todos los presentes estallaron en risas, desde el primero hasta el último. El recinto se llenó con su estridencia. Carcajadas de todo tipo retumbaron por la torre oscura. Daniel solo podía observar atónito aquel ejército de bocas putrefactas que se burlaban al unísono de su inocencia.
Aturdido por la sorpresa, el campesino fue conducido con facilidad por los criados hacia una puerta escondida en un rincón de la cámara. Ingresaron en un salón más suntuoso que el anterior. En el centro se levantaba una mesa con forma de pentágono abarrotada de comensales y servida con una serie de platos exquisitos. Todos tenían la misma apariencia desgarbada de sus captores y devoraban la comida con una voracidad digna de animales salvajes. Ríos de vino corrían sin parar hacia dentro y fuera de sus bocas. Bajo el gigantesco mantel de tela, se desarrollaba un espectáculo tan grotesco como el de arriba. Una hueste de pequeños perros negros y ratas de gran tamaño circulaba frenéticamente en torno a la mesa, recogiendo con avidez las migajas que dejaban caer los amos. Incluso llegaban a atacarse entre ellos por el más mínimo resto de comida.
Dentro del grueso del grupo, Daniel reconoció los rostros familiares de aquellos campesinos a los que su pueblo creía haber perdido; todos los que habían intentado liderar una revolución contra el señor de la torre antes que él.
Todavía observaba la escena embriagado por la repulsión y el desconcierto cuando el enano lo condujo por una última puerta. El hombre sintió el golpe del viento frío en el rostro y supo que se encontraban a la intemperie. Era una terraza, casi tan grande como cualquiera de los salones, en donde el viento golpeaba con fuerza haciendo helar los huesos. La vista desde ahí superaba todo lo que Daniel había podido imaginar. Se dominaba con la mirada incontables extensiones de territorio hacia todos los puntos cardinales. La voz chillona del enano se coló en sus pensamientos y lo sacó del letargo en el que se hallaba. Nob relató como él y su tropa de vagabundos habían descubierto por casualidad la torre en uno de sus recorridos y al encontrarla desierta decidieron asentarse en ella. Pero cuando las provisiones comenzaron a escasear, inventaron la figura del terrible señor de la torre para obtener de los lugareños lo que necesitaban. Era un sistema perfecto que utilizaban, no solo con el pueblo de Daniel, sino con todos los asentamientos a muchos kilómetros. Ahora el campesino tenía dos salidas: una caída hacia la muerte o la puerta de regreso hacia el banquete sin fin. Mientras Daniel escuchaba estas palabras, el paisaje se nubló con las lágrimas que empezaron a brotar de sus ojos. Levantó la mirada y se encontró frente a frente con la terrible bestia alada que había visto a su llegada. No era más que una cometa de proporciones gigantescas que se mecía al compás de la brisa.
El sol había empezado a caer sobre el horizonte. Pequeños grupos de luces comenzaron a brotar por todas partes. Múltiples pueblitos de campesinos engañados que esa noche dormirían con miedo bajo la sombra de la torre oscura. El suyo se veía tan hermoso, tan frágil, tan apacible. Quería salvarlo, salvarlos a todos. Saltar al vacío y volar hacia ellos. Desenmascarar a aquellos vagabundos mezquinos y sucios. Aprovechar su inferioridad numérica y con una unión de todos los pueblos sometidos extirparlos para siempre. Pero, ¿cómo romper las barreras de miedo y superstición que sometían las mentes de los demás? ¿Cómo convencerlos de que valía más morir en libertad que vivir siendo esclavo?
Su mente envuelta en mil tribulaciones se debatía sin tregua hasta que finalmente tomó una decisión.
Cruzó la puerta, cogió una copa y dijo:
--Salud.
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