Eduardo Jaramillo Zuloaga
Texto leído en el Encuentro Nacional de Investigadores de Literatura,Universidad de Antioquia, Universidad de los Andes, Recinto Quirama, Rionegro, Antioquia, octubre de 2005
Hace ya mucho tiempo, en un día de optimismo, una amiga y yo hicimos un pacto académico: escribir un libro cada cuatro años. No tengo que describir la mezcla de admiración y envidia que siento cada cierto tiempo cuando nos encontramos en una conferencia o en un congreso y ella me recuerda el pacto deslizándome su último libro en el bolsillo. Un sentimiento parecido me inspiran los amigos y colegas colombianos que me envían sus libros por correo. Lo hacen con tal frecuencia que me obligan a pensar también que ellos respetan el pacto. Aunque siempre nos parezca que hay mucho por hacer, la verdad es que en Colombia hay decenas de investigadores y críticos literarios que trabajan mucho y trabajan duro. Pese a la escasez de recursos y las minuciosas trabas burocráticas que les imponen sus instituciones, no pasa un día sin que agreguen a su investigación una cuartilla, una nota a pie de página o una nueva lectura. La dedicación y la energía que ponen en su trabajo es comparable a la de otros académicos del mundo, pero siempre me parece más heroica y creo que hay que reconocerla y celebrarla.
Trabajo en una universidad que se encuentra en un valle remoto e idílico al que sus colonizadores llamaron, sin mucha imaginación, el Valle del Mapache. Siguiendo una tradición norteamericana de acuerdo con la cual es necesario retirarse del mundo para pensar, reflexionar y adquirir una educación, mi universidad se encuentra lejos de los grandes centros urbanos, a diez horas por carretera de Nueva York, siete de Chicago y tres de Cleveland. Esto es ahora, en los tiempos de las grandes autopistas, las redes de fibra óptica y el préstamo interbibliotecario más eficiente del planeta. Antes, en los años de 1800, cuando la vida era más lenta, mis colegas antepasados esperaban durante meses la carta o el libro que les trajera alguna noticia del mundo. La velocidad, que todo lo ahoga en sus aguas de vértigo, es lo que más claramente nos diferencia de ellos, pero aun la velocidad no ha podido penetrar en el recinto más sagrado del Valle del Mapache: el salón de clase. A pesar de las mil cosas que nos diferencian de los primeros profesores de la Universidad de Denison, una cosa nos une a ellos todavía: la percepción de que nada es más importante que nuestros estudiantes y que el diálogo diario e intenso que entablamos con ellos. Tal vez algunos de ustedes recuerden aquella película que recibió un Oscar en 1990, “La sociedad de los poetas muertos”, en la que un profesor de literatura enseña a sus estudiantes a leer poesía y apreciar la vida. La película fue comisionada por Michael Eisner, el presidente de la compañía Disney y uno de nuestros ex-alumnos más famosos. Con ella, Eisner quiso rendir un homenaje a uno de sus profesores de literatura, mi colega, ya jubilado, Dom Consolo.
Mi universidad es, sin duda, una universidad de película. Es una universidad privada, pequeña y exclusiva, y de inmensos recursos económicos. Es una universidad de artes liberales, lo que quiere decir que no ofrece cursos de postgrado y que los estudiantes, en sus cuatro años de estudio, no siguen una carrera específica sino que toman cursos en diversas disciplinas aunque una de ellas sea la más constante. Así pues, en un semestre típico un estudiante puede tomar un curso de química, otro de danza y otros de macroeconomía y literatura latinoamericana. En cada una de ellas no hay más de diez u once estudiantes en promedio, y casi todas son dictadas por profesores con título de doctorado. Esto ya dice algo de nuestras responsabilidades académicas, pues si los profesores debemos dedicarnos con intensidad a la enseñanza, no podríamos conservar nuestros puestos, y aun ser ascendidos, si no tuviéramos una agenda investigativa periódicamente evaluada por nuestros colegas.
La universidad parte del principio de que no es posible ser un buen profesor si no se es un buen investigador, y por eso dedica una apreciable cantidad de dinero a fomentar la investigación. Cada profesor recibe tres mil dólares al año que puede gastar, según su propio juicio, en libros, materiales de clase, membresías, subscripción a revistas, viajes a conferencias y, en fin, todo cuanto le permita hacer mejor su trabajo. Y si este dinero no es suficiente, el profesor puede solicitar becas que le permitan adquirir equipos o extender su sábatico de seis meses, a un año completo. Como si esto fuera poco, la universidad está constantemente renovando su planta física y sus equipos. La biblioteca, que en las humanidades es tan importante como en las ciencias biólogicas lo es el laboratorio, está asociada a OhioLink, un consorcio de 85 bibliotecas universitarias que pone a nuestra disposición cerca de 45 millones de libros y más de cien bases de datos electrónicas muchas de ellas de texto completo.
Si un profesor veterano recibe tres mil dólares anuales para adelantar su investigación, un profesor recién contratado recibe cinco mil. La razón de esta generosidad, que viene acompañada de un semestre sabático en el cuarto año de trabajo, es que un profesor novel requiere de más recursos para establecer su campo de investigación, para darlo a conocer a sus pares e, incluso, para influir en el desarrollo de su disciplina. Obviamente ningún profesor es contratado si no muestra ya, en sus trabajos de estudiante de postgrado, un prometedor desarrollo investigativo. La presión es alta y constante: hay que ser eficaz en el salón de clase, hay que ser eficaz en la sala de conferencias y hay que serlo también en los comités que conforman la red democrática de la universidad.
Tales exigencias no son muy diferentes de las que se impone a sí mismo un profesor colombiano en una universidad de muchos menos recursos. Cuando del salón de clase se trata, un profesor colombiano ya no mide su eficacia por las florituras retóricas de su cátedra sino por la interacción dinámica con sus estudiantes; y cuando se trata de participar en un congreso o de contribuir a una publicación académica, el profesor colombiano practica un cierto rigor y una economía de estilo que son característicos de la comunidad académica internacional. Esto, como todo, es el resultado de una constante negociación entre una manera tradicional de hacer crítica literaria que valora el estilo brillante y emotivo, las asociaciones libres, las digresiones y las simetrías, y una manera más moderna que se caracteriza por su estilo argumental, su linearidad y su jerarquía conceptual. Desde los años 70, en medio del entusiasmo que inspiró el Boom latinoamericano y el interés cada vez más creciente por las teorías literarias, los profesores colombianos abandonaron la crítica impresionista, que es ahora monopolio del periodismo cultural, y comenzaron a desarrollar líneas de investigación cuyos adelantos aparecen desde entonces en las revistas académicas de sus universidades. A esa evolución la academia colombiana ha agregado una característica que no es muy común en los Estados Unidos en el campo de las humanidades y que está directamente relacionada con el mejor aprovechamiento de los recursos económicos y bibliográficos: el trabajo en equipo. En el pasado congreso de la Asociación de Colombianistas, celebrado en mi universidad, varios profesores presentaron sus proyectos comunes de investigación: los equipos de la Universidad de los Andes, la Universidad de Antioquia, la Universidad Industrial de Santander, la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad del Valle.
Escribir es un acto social. Escribir de cierta manera, obedeciendo ciertas convenciones y dirigiéndose a un cierto tipo de lectores, implica formar parte de una comunidad. Es lo que John Swales llama una “comunidad discursiva” . La academia es una “comunidad discursiva”, esto es, una comunidad cuyo evento comunicativo, el artículo académico y todo lo que en él se implica, le otorga un sentido de identidad y cohesión. El trabajo que realizamos al interior de nuestros departamentos o facultades, los encuentros en que participamos y la contribución que enviamos a una revista, nos constituyen en miembros de esa comunidad discursiva. Cuando hice aquel pacto juvenil de escribir un libro cada cuatro años imaginaba que estudiar y escribir eran actividades solitarias. En realidad, una de nuestras responsabilidades profesionales es crear o consolidar los espacios donde nuestros colegas se encuentren, intercambien ideas o intervengan en debates que definan su línea de investigación. Tal ha sido la tarea en la que, gracias al apoyo de mi universidad, trabajé durante ocho años con la junta de la Asociación de Colombianistas. Nadie duda de los beneficios que trae una asociación académica regional o aun nacional. Mi suerte ha sido trabajar en una asociación que posee una dimensión interdisciplinaria e internacional. Así pues, mientras su dimensión interdisciplinaria nos ha permitido poner en perspectiva conceptos y aproximaciones que suelen darse por sentado, su dimensión internacional ha despojado nuestras discusiones de los personalismos y las tensiones internas que suelen presentarse en contextos más estrechos. La Asociación de Colombianistas es un espacio que ya tenemos, que hemos ido consolidando y al que podemos ir enriqueciendo con nuestras investigaciones y debates. A mi edad suele vivirse una segunda adolescencia tal vez más melancólica que la primera porque se distrae en el deseo de lo que fue o de lo que ya no será. Lo más acertado es partir de lo que ya tenemos y tanto más cuando sabemos que el tiempo nunca está de nuestra parte. Las oportunidades, aun para este profesor que viene del idílico Valle del Mapache, no son infinitas.
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