Eduardo Gómez
Cuando en un conglomerado como el de la Colombia actual impera la inversión de los valores fundamentales, la función de pensar se hace muy difícil porque el idioma comienza a vacilar y a oscurecerse en sus fundamentos éticos. Si, por ejemplo, las autoridades hablan de “defensa de la democracia” cuando precisamente se conculcan y agreden los derechos humanos básicos de toda verdadera democracia, como el Hábeas Corpus; si a los hambrientos que protestan o a los que defienden su vida o el lugar que les queda para vivir, se los llama “terroristas” mientras las hordas asesinas sustentadas por el estado y los poseedores son “fuerzas del orden”; si quienes denuncian y señalan la miseria y sus secuelas son sistemáticamente amenazados y discriminados en diversas formas, y en cambio son premiados y privilegiados aquellos que saben ser cómplices de un estado corrupto, mentiroso y violento; si todo esto sucede, y mucho más, como algo que comienza a ser cotidiano y “normal”, estamos frente a un conglomerado (ya que no merece llamarse sociedad) que está entrando en un estado agónico, terminal e irreversible. Lo cual quiere decir que es necesario empezar a pensar en un cambio estructural, en la sustitución de las bases corroídas que amenazan un desplome general.
¿Quiénes y cómo deben emprender esta magna tarea? Sólo podemos esbozarla a grandes rasgos y recordarle a los pesimistas y nihilistas que todavía están en pie considerables sectores que aún mantienen y sustentan valores humanistas, suficientemente nobles y fuertes para reconstruir y revitalizar este conglomerado enfermo y criminalizado, y hacer surgir de esas ruinas una verdadera sociedad, justa y humanizada, como ya lo están haciendo países hermanos como Cuba, Venezuela, Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay, en parte Chile, y, en una perspectiva más lejana, la Unión Europea, China, Vietnam, Irán y Corea del Norte. Concretamente, se trataría de que fuerzas todavía dispersas como el Polo Democrático, el Partido Liberal no burocratizado, el Partido Comunista en sus sectores no sectarios, las organizaciones indígenas y campesinas, estudiantiles y profesionales, etc., formen un gran frente democrático que por ahora se concentre sólo en lo fundamental y aplace diferencias y ambiciones secundarias. Lo fundamental es la creación de una economía moderna que invierta productivamente, en la industria, en una reforma agraria que reparta los 6 millones de hectáreas, arrebatadas por el paramilitarismo, y acabe con el latifundismo y el minifundismo, que cree frentes de trabajo, aprovechando la urgente necesidad de financiar una serie de obras públicas para construir hospitales, escuelas, universidades populares, etc., que apoye el sindicalismo libre y acabe con el patronal para que los salarios suban, se combata el hambre y se dinamice la economía. Lo fundamental es reforzar el transporte eléctrico colectivo del metro, en las grandes ciudades, y de los ferrocarriles en el intermunicipal para, de esa manera, crear un mercado nacional unificado, descontaminar y ahorrar divisas. Lo fundamental es establecer la independencia dialogante de los tres poderes, crear tribunales laborales gratuitos y fortalecer la tutela, controlar el monopolio de los medios de comunicación y crear órganos populares de expresión, financiados por el nuevo estado. En lugar de invertir en la construcción de cárceles de castigo, iniciar establecimientos de rehabilitación; en lugar de altos sueldos y negociados para la burocracia corrupta, estímulos a investigadores, artistas y escritores, etc. En fin, lo fundamental está casi todo por hacer y nos haríamos interminables en su enumeración detallada. Se trata, sencillamente, de tareas prioritarias, en la mayoría de los casos obvias y si ello aparece tan difícil de realizar es porque los sectores que podrían hacerlo, no tienen el poder, y la conquista de éste es lo más difícil.
No estamos llamando a una acción imposible: sabemos que siempre habrá desigualdades, dolor y frustración, pero creemos que pueden reducirse a lo inevitable. En nuestro país, en nuestro mundo, hay demasiados dramas innecesarios, demasiadas tragedias que podrían evitarse. Para comprenderlo, basta pensar en las inmensas riquezas de nuestro país, desaprovechadas y despilfarradas.
Invitamos a los hombres de buena voluntad a asumir solamente aquellos dramas, aquellas tragedias que sean inevitables en la lucha por un mundo donde el amor y la amistad sean más fáciles y espontáneos, y en donde las aventuras de la búsqueda individual, el disentir y el comprender, sean permitidos y estimulados por un contexto social propicio a la evolución y el cambio ascendentes.
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