Néstor Páez Rodríguez
En la columna del arco toral izquierdo del templo de mi pueblo, al alcance de la mano, para darle cuerda, cuelga un reloj. No es una joya de construcción, está allí, hace, no sé cuánto, ni quién lo puso. Quizás fuera el Padre Vera, de muy grata recordación, para la infancia de mi generación. Está, no como adorno, sino simplemente para tomarle el pulso al tiempo, que en su rededor parece andar más despacio, casi perezoso de saltar de un minuto a otro. Sus campanadas, sonoras, musicales, se oyen aún más lentas, cuando el templo esá vacío y no perturban su silencio, ni siquiera el monótono ronroneo de los rezos repetidos. Yo sólo lo destaqué, en aquella mañana inolvidable de mi primera comunión. Regresaba pausado del comulgatorio después de haber recibido con íntima emoción a Dios, temeroso de lastimarlo con un mínimo y brusco movimiento, cuando sus campanadas entraron con él, con música celestial y permanecen, desde entonces con mística obsesión. De pronto, en el comienzo del sueño, o en mis meditaciones, las vuelvo a escuchar, pero sin obsesiva conturbación, al contrario, como un suave y dulce susurro que me infunde paz deleitosa y como por en salmo me regresa a la, ya muy lejana mañana, de mi primera eucaristía. Sus campanadas permanecen dentro de mí y, sin invocarlas, llegan en mis horas de dolor, de tribulación o paradójicamente en las de alborozo. En el último minuto del año, cuando todos están pendientes de las campanadas de tantos relojes, las suyas se sobreponen, al vocinglerío, los gritos, las risas, los besos, los llantos, parece que me gritan por encima de todo, aquí estamos, no te abandonaremos, aún cuando pasen los años, cantaremos con tu último aliento, para quitarte el sobresalto o el temor, volveremos para hacerte sentir igual que aquella mañana, que Dios está contigo.
Junto al reloj hay un clavijero, con los nombres de las damas que hacen un turno riguroso, para acompañar al Santísimo: las adoradoras, cumplen su cita; llevan con orgullo una cinta roja al rededor del cuello, con la imagen de Cristo y con paso lento, con su clavija dejan el testimonio de haber cumplido su deber sagrado de acompañarlo.
En la mitología grecolatina la diosa Vesta, era la encargada de cuidar el fuego, símbolo de los dioses, negado a los humanos; por haberlo entregado a ellos, Prometeo fue condenado a permanecer atado a una gran piedra y cada día, las aves de rapiña, le devoraban el vientre, que volvía a crecer para servir diariamente de alimento a sus verdugos. En el templo donde ardía, las vestales lo cuidaban noche y día, para impedir que se apagara. En el lejano Medioevo, hubo una orden de caballería, los Templarios, encargados de cuidar el Santo Sepulcro, en el Siglo XII. Eso eran, no sé si aún subsisten las adoradoras, un remedo, sin otra armadura que su profunda fe, celosas guardianas mantenían encendido el fuego del Altísimo, cumplían su promesa con fidelidad y devoción. Recuerdo especialmente a mi tía Anita, a Josefina Franco y a Rosalina Mora, Eloisa Durán, muchas otras que serían difíciles de enumerar. Fue hace mucho tiempo que persisto en olvidar, pero que regresa tenaz. Hace décadas, cuando una bala despedazó mi pierna derecha, estuve muy cerca de la muerte. Los dolores que me producían mis nervios despedazados, en contacto con las sábanas, terribles punzadas, que me hacían saltar sobre el lecho y que sólo ponían en paz las inyecciones de morfina. Acababa de salir del quirófano, en la inconsciencia, ya en mi habitación, escuché a la hermana Lucía preguntarle al doctor Argemiro Vargas, qué pensaba de mi estado y le respondió:
-Si no reacciona antes de las siete es un caso perdido, él no nos ayuda, no lucha, desea morir, está desesperado. Era verdad, yo cansado de sufrir, atormentado, sin trabajo, con cinco hijos, muchas veces había pensado en el suicidio como mi escape, pero me detenía dejarles a mis hijos ese ejemplo, pero ahora las circunstancias me brindaban la oportunidad. Me estaba muriendo y en esa batalla yo me había puesto del lado de la muerte. Sentía que me hundía en un aljibe profundo dentro del cual me sumergía, lento, liviano como una pluma, entre más descendía, más oscuridad me envolvía , ya no penetraba la luz del brocal. Un leve rayo se filtraba de la profundidad, que se hacía más intenso a medida que descendía y siluetas proyectadas por él se movían hacia mí, me invitaban a estar junto a ellas, yo las obedecía, pero súbitamente, escuché llantos, gritos, me llamaban desde arriba, me detuve, eran los gritos y llantos de mi madre, mi esposa, mis hijos que desesperados me llamaban. Paré vacilante. Abajo me esperaban la salud, la alegría, el descanso, arriba el dolor, la vida angustiante, la responsabilidad, pero también mi familia y la duda me hacía sentir como el péndulo del reloj. Seguir…regresar …Decidí volver a mis tormentosas horas de martirio y me remonté para salir a flote y respiré profundo, buscando aire. Oí al médico exclamar:
¡ya lo tenemos! En la lejanía oí a mi reloj que daba alegre las siete campanadas: me decía : ¡aún no es tu hora!
Después de años volví a la iglesia y ansioso busqué el reloj. No estaba allí. Pregunté dónde estaría, nadie supo responderme, pero yo lo siento dentro de mí y sé que sigue ahí y al exhalar mi último aliento, para mí, sólo para mí, cantará sus postreras campanadas , que serán mi primer responso.
|