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Número 14, Enero 15 de 2014

 

 

 

 

El Valle de Zaquenzipá

 


 

 

Chila Trujillo

 

Desde la ondulada y serena geografía boyacense, por una vuelta del camino, se trueca la visión a un insólito paisaje de extraña coloratura, las lomas se vuelven lomos y los verdes, ocres; los árboles dejan campo a las piedras; huele a roca tibia y a desconocidas yerbas aromáticas, y por esos lomos gigantes como de animales prehistóricos mimetizados entre el cascajo, se llega a un valle escondido con un pequeño pueblo blanco.

 

No sé la razón, pero ya de entrada se siente el cambio de los tiempos… quizás por ver en carne y hueso esos seres furtivos que creíamos sólo de los libros de cuentos y que ahora caminan bajo su sombrero, con sus arrugas y su ruana; tal vez por las callejuelas de piedra, por el aspecto polvoriento, por las tejas llenas de líquenes, o por el viento que golpea los raídos cimientos de adobe con sus también ancianos pencos arbóreos.

 

Luz sin tiempo, roca y ancestro, verde seco y silencio, rostros adustos que ignoran de reojo todo ligero pasar.

 

Al entrar en las callejuelas nos deslumbra el blanco destellante de las casas y la nítida sensación de que comenzamos a andar hacia atrás, como en cámara lenta; es seña entonces de que estamos en La Villa… toma su tiempo entrar a un lugar encantado, todo se desdobla en un estado de ensoñación, se va volviendo mundos paralelos, historias locas, sorpresas y asombro.

 

El lugar es como una raíz ancestral que ancla en profundidad para expandirse al universo entero porque aquí toda cosa tiene su representante y “lo otro”.

 

ÚNICO es la palabra que podría abarcar esta tierra de los cuatro elementos de los que el más débil es la tierra misma, porque en imponencia viento, agua y fuego son magos de los ciclos en donde todo realmente se muere y tangiblemente renace con fuerza concentrada.

 

Un pueblo pequeño en una plaza inmensa; una ciudad pequeña dispersa por un gran territorio, un lugar misterioso sumido en la bóveda estrellada de un cielo cambiante en el que cada rincón trae su estupor, muestra su inédita belleza.

 

Está en un desierto y en los desiertos no hay “nada”; nada pero de lo esperado, de la realidad material conocida y contundente, porque ¡sí que lo hay!: impalpable, mágico, minúsculo, enanizado en una concentración fractal desde el origen hasta el todo y en donde la luz, el viento y el silencio son pilares en los que se soporta todo un mundo de seres diversos con sus sabidurías esotéricas, exotéricas y su excentricidad.

 

El mundo cerrado y sagaz del indio se mezcla con el calmado hippie nuevaeroso, los neutros intelectuales, los millonarios en bluyín, los artistas oficiosos, los atemporales pueblerinos, los callejeros del rebusque, los camuflados que sabemos y los turistas caprichosos de toda raza y pelambre.

 

¿Quién organiza a los anárquicos que decidieron romper con todo, lanzarlo al olvido y venir a inventarse su particular Edén en esta tierra repleta de posibilidades y energía?

 

Políticos y apolíticos radicales, creyentes de todo fuero y descreídos, filósofos del viento, agricultores con y sin parcela, artistas con título o de oficio, usureros de sueños, ecologistas consecuentes y amañados, arquitectos de casas vacías o de poemas tridimensionales y un sinfín de multiformes gentes geniales rebeldes e insumisas que van tejiendo como los muiscas una burda, resistente y tibia tela que nos cobija a todos con inusual tolerancia en la que la trama no estorba a la urdimbre, la diferencia de los hilos enriquece, como los colores, los vacíos y las puntadas, creando una sociedad particular e inquietante de individualistas comprometidos.

 

Un crisol de luz circundado de bosques centenarios, mares geológicos llenos de fósiles, lagunas encantadas, páramos, cañones fértiles e infértiles, cielos cambiantes, tierras que se niegan a abandonar sus labranzas, mitos originales.

 

¿Quién pudiera llevarse a todo un pueblo a mirar en otros pueblos el espejo de su unicidad y su diversidad?! Quién pudiera aunar en las mentes y corazones de estas gentes un idílico Edén que no se venda, en el que la fuerza de un amor respetuoso a la energía del lugar y a la diferencia con respecto a casi todo el resto de los pueblos del país, no atraiga a ciudadanos que quieren hacer una ciudad màs, y traten de convertir el “tiempo _sin _tiempo” a la aceleración de los minutos por cobrar y de lo urgente e impostergable?.

 

La fachada de la lentitud se desvanece en los haceres inútiles del afán, el pueblo se va convirtiendo en el cerrado laberinto del miedo citadino tras lisos e impenetrables muros blancos, el ruido sabotea en las esquinas el silencio de siempre, la luz blanquecina se apodera del cielo estrellado, se desviven las gentes por ofrecer a los turistas por un peso cosas con las que siempre discreparon, los valores se debaten para continuar en vigencia. La historia busca su perpetua repetición…
Sin embargo los seres que lo elegimos nos negamos a vender nuestros sueños, nos esforzamos en tejer con maña el burdo tejido de la tradición en la postmodernidad, con ética, con gozo, con sentido de pertenencia y compromiso, con conciencia global y sabiduría.

 

Fue un reto abandonar la inconsciencia del cómodo mundo citadino al que pertenecíamos sin mucho compromiso. Es un colosal esfuerzo construir la ciudad utópica, en la que continúe siendo posible simplemente ser humano y poder tomarse con el vecino un cafecito mediamañanero, atender con maña las basuras, deleitarse cocinando manjares rescatando recetas y semillas nativas de paso por las huertas caseras, socializando pacientemente en los trancones, reuniéndose a concretar los sueños, pero sobre todo exigiendo calidad de vida. Valorando la propia cultura que ronda en cada esquina y teniendo la certeza de que la vida es apreciada en su ritualidad cotidiana como el cuerpo y el espíritu. Practicando el decrecimiento como una opción de vida, sin consumos, simple, con sencillez; sabiendo que el campo y los animales son parte crucial en nuestro mundo, que sin distinción reímos, en la misma mesa comemos siendo amigos respetuosos, tolerantes….

 

No queremos LeyvaYorquianos corriendo como insensatos tras un centavo para vivir sin vida, construyendo inmensas casas vacías para llenarlas de cosas inútiles.

 

Creo no errar al decir que es para la mayoría de nosotros imposible e imperdonable descuidar la riqueza mayor que es la libertad del sintiempo en silencio y la solidaria certeza de que toda simple necesidad será cubierta.