BIENVENIDOS A VILLAVIVAVive

                                  

 

Número 9, Septiembre 13 de 2013


 

Hexágono estelar

 

(¿Una introducción a un libro, un texto poético, una fantasía?)

 

 

 


Villa de Leyva, Noviembre de 1980, Plazuela de San Agustín.

Mi estimado Gonzalo:

Al pedirme que escribiera unas líneas de prólogo, para tu bello libro, me dejaste pensativo. ¿Qué podría decir yo que no hayas dicho tú mucho mejor, en tan sutil apreciación de lo que es Villa de Leyva? Tu captaste, como nadie, su encanto. Para tantas impresiones fugaces, vagamente sentidas, para tantas afirmaciones no formuladas pero aceptadas tácitamente, has encontrado palabras, la frase feliz que nos hace pensar en cada página: “Sí, así es; que bien dicho” y con ello nos has dado la perspectiva verbal de todo lo que siempre hemos percibido, sin poderlo expresar.
Creo que es por Cucaita, o tal vez por Samacá; a veces me parece que es al pasar por la quebrada Ritoque; no sé. De todos modos es en alguna parte ya llegando a Villa de Leyva, que me siento pasar por una línea invisible y que de súbito, irresistiblemente, estoy entrando a otra dimensión de mi existencia. Aquello me hace pensar en antiquísimas leyendas populares que cuentan de aquellos parajes encantados, de aquellos linderos, aquellas puertas invisibles por donde un caminante que anda en busca de algo, traspasa y entra en una nueva y pasmosa dimensión. Hay una imagen chamanística en la cual un inmenso hexágono, formado por las estrellas más brillantes, centradas en la constelación de Orión, se proyecta sobre la tierra y traza sobre ella los límites de un extraño país. Es como un inmenso cristal de roca, una torre prismática de paredes traslucientes, y dentro de este espacio se operan transformaciones, se cambian esencias, como en un crisol o en una retorta de alquimista. Quien sepa penetrar en este cristal y entre al hexágono, se transforma, cambia y comienza a ver las cosas en otra luz, con distintos ojos. Los viejos chamanes saben de eso, y lo sabían los místicos, y aun lo saben los poetas. Y no es una Torre de Marfil; por lo contrario. El que mire de adentro hacia afuera ve un horizonte más despejado.

Tal vez es la luz, esa luminosidad tan especial del valle de Villa de Leyva, que contiene la llave del encanto. Es el inmenso horizonte iluminado por el sol andino, este ambiente tan inmóvil pero que cambia continuamente los colores de sus sombras y las siluetas de sus nubes. Por las tardes, en aquel instante “cuando las cosas brillan más”, el silencio se hace más intenso aún y las campanas de los Carmelitas sólo lo acentúan.

 

Un día encontré un fósil, una de tantas amonitas que se hallan en las lomas cercanas, pero este fósil era muy especial. Estaba pulido como si hubiera pasado por muchas manos y en un extremo alguien había horadado un pequeño agujero, para pasar por él un hilo. El fósil, que tenía quizás cien millones de años, había sido el adorno de un indígena que vivió hace siglos.

 

Y otra vez, al amanecer el día del solsticio de verano, vi levantarse el sol sobre la cúspide del cerro de Iguaque de cuya laguna surgió la diosa Bachué, según el mito de los Chibchas. Aquí el tiempo y el espacio se unen. Se confunde la dimensión geológica, con la prehistórica y con la astronómica. Y el ser humano se queda pasmado entre el fósil y la Vía Láctea.

 

En ninguna parte he visto brillar más a Venus.

 

No es de extrañar que el valle de Villa de Leyva haya significado tanto para los aborígenes de antaño, para las órdenes religiosas contemplativas y para gentes como tú y yo y nuestros amigos y vecinos. Hay que haber vislumbrado la luna y las estrellas sobre los lugares sagrados del Desierto de la Candelaria, del Convento del Ecce Homo, de la laguna de Iguaque o de las columnas prehistóricas de Saquenzipá, para saber que el gran gesto desafiante de Orión, en su pasaje cenital por el cielo de Villa de Leyva, es más que un mito.

 

Tu libro, pues, es otra de esas puertas de que hablan los chamanes. Al abrirlo el lector entrará en esta otra dimensión, la que existe más allá de Cucaita, de Samacá y de la quebrada Ritoque.

Con la amistad de siempre,

Gerardo Reichel- Dolmatoff