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Número 15, Febrero 15 de 2014

 

 

Naturaleza y futuro

 

 

      

 

William Ospina

 

La Edad Moderna ha llevado a su plenitud una idea a la vez terrible triste. La que la inmensa y sombrosa naturaleza, que otras edades vieron llena de sacralidad y de misterio, no es más que un inagotable bodega de recursos que debemos explotar y modificar para el beneficio de la especie humana, erigida por filosofías y religiones como medida de todas las cosas. Mucho se ha discutido y se discutirá sobre las causas de esta actitud, pero la verdad es que hemos perdido algo esencial en nuestra relación con el mundo. El desarrollo de descomunales sistemas de explotación y transformación de los bienes naturales, la revolución industrial y después la revolución tecnológica han magnificado de tal manera nuestra capacidad de saquear el mundo y de obrar transformaciones sobre él, que ya casi no resulta posible preguntarse qué tan lícito es para la especie explotar irreflexivamente la naturaleza, manipularla y transformarla a su antojo.

 

Si esa bodega de recursos fuera, como algunos piensan, ilimitada, aún así cabría preguntarse si la relación que los seres humanos establecemos con ella puede restringirse al mero utilitarismo y a la satisfacción de necesidades primarias. Podría argumentarse que la naturaleza no sólo es útil como materia prima: madera para la producción de muebles o papel; aguas para la provisión de acueductos o para la generación de energía; piedras y arenas para la construcción; arcilla para la cocción de ladrillos y adoquines; tierra para la labranza y pastos para la alimentación de los ganados; ancados para proveernos de alimentos y pieles; frutos y cereales para ser transformados en productos industriales; astros para aprovechar la energía solar. Sabemos que la naturaleza cumple otras funciones para los humanos, funciones igualmente vitales para la conservación de muestro equilibrio físico y mental. Tiende a aceptarse la necesidad de tener barrios arborizados, zonas verdes, macizos de flores, bosques y lagos, surtidores y cauces de agua, por el valor estético que tienen en una sociedad crecientemente urbanizada, por el contacto que permitan con la realidad elemental, por su capacidad de dar sosiego a la mente, alegría al espíritu y vuelo a la imaginación. Ello resulta indudable, y es una conquista esa idea de que la calidad de la vida es proporcional a la cercanía con la naturaleza y a su disfrute.

 

Sin embargo es cierto que gradualmente este disfrute de la naturaleza, en su aspecto paisajístico y ornamental, lo mismo que su utilización hedónica, se van convirtiendo en un lujo sólo accesible a sectores privilegiados de nuestras sociedades, al punto de que algún antropólogo se animó a señalar, con un toque de humorismo, que la vegetación y los espacios campestres que eran el ámbito natural de los hombres del paleolítico se han convertido en la ardua conquista de una vida entera de trabajo para los habitantes de nuestras ciudades modernas.

 

 Se empieza a hablar pues, del derecho a la proximidad con ella como nuevos componentes del cuadro de derechos humanos que instauró la Revolución Francesa para que la humanidad los enriqueciera y ampliara sin fin. Y es importante que la humanidad haya llegado a un nivel de refinamiento que le permita postular como derechos suyos algunas cosas que no padecerían necesidades básicas evidentes. Pero en todos estos campos seguimos presos de la idea de que lo prioritario en el mundo es el bienestar de la especie humana, y de que la naturaleza no es más que el escenario útil, el decorado y los recursos que puso alguien aquí para que los humanos los aprovecháramos.

 

Esta idea subyace en todas las hormas de antropocentrismo que vivido y experimentado nuestra civilización: está en el principio hebreo de que el hombre, hecho a imagen y semejanza de la divinidad, es la criatura superior de la naturaleza y está gobernado por un estatuto de excepción frente al mundo; en las filosofías europeas que postulan a la historia universal como el creciente proceso de conquistas y acumulaciones del espíritu en su búsqueda de los absoluto; en los distintos evolucionismos que sin postular un plan universal que privilegie lo humano, muestran al hombre como el fruto admirable y superior de una red de inextricables azares y depuraciones; en los fundamentos de la moderna sociedad de consumo, e incluso en políticas redentoristas como el comunismo, que en su oposición al capitalismo, se planteó el problema de cómo la sociedad industrial, con su uso indiscriminado de la naturaleza, sus basuras sólidas, líquidas y gaseosas, y su producción masiva de bienes de consumo, puede ser una amenaza para el equilibrio del mundo, para la propia especie humana y para la vida planetaria en su conjunto.

 

Sobra enumerar aquí los muchos peligros que nuestro moderno modo de producción, nuestra dinámica de abreviación de ciclos productivos, nuestra frenética provisión de fruslerías industriales, y nuestra recursiva e imperativa publicidad representan hoy para el mundo y para sus propios agentes. Bastaría mencionar la proliferación de materia incontrolable, la contaminación, el auge de un modelo de consumo que obliga al gasto inútil de materiales en empaques y aditamentos que sirven una sola vez, en lugar de los viejos utensilios que tenían dignidad material  y estética y cuyo uso es duradero. Las cadenas de restaurantes de comida rápida han logrado hacer que necesitemos un plato nuevo para cada comida, plato que no tiene la belleza ni la nobleza de los viejos materiales de loza o de arcilla, y que se arroja una vez usado, con la indiferencia del anónimo y presuroso hombre de las multitudes. Para legitimar su producción,  muchos utensilios de plástico que no son rigurosamente necesarios, son considerados como baratos en relación con los utensilios tradicionales, y ello es posible, gracias a que no se contabiliza entre sus costos el precio que pagará la humanidad por la materia no biodegradable que lo compone, por la imposibilidad o dificultad de reintegrarlo al círculo de la naturaleza.

 

A esta actitud, que caracteriza en primer lugar a los americanos del norte, se la llama distraídamente `materialismo. Al respecto quiero recordar las lúcidas palabras del poeta Auden: “Dicen que los norteamericanos son materialistas. Al contrario, lo que yo veo en ellos es una falta de respeto por la materia”. Es interesante esa reflexión sobre la falta de respeto por la materia, pues he podido comprobar que ese concepto enunciado por un inglés es difícil de entender para un norteamericano: “Respetar la materia” ¿A qué podrá referirse alguien con esa fórmula misteriosa?”.

 

La sociedad moderna mira a la materia, y a toda la naturaleza, como una mole de cosas sin significado trascendental, algo que está allí esperando a ser gastado, algo que sólo se define y se justifica por su uso. ¿Fue ello siempre así? ¿Qué significa esa mirada y esa actitud para el destino del mundo?

 

Casi todos los pueblos antiguos tuvieron frente a la naturaleza una actitud distinta. Todos recordamos el modo como los mitos griegos conferían un principio de sacralidad a todas las cosas. El mar era algo divino, el aire era algo divino, los bosques estaban llenos de sentido sagrado y de criaturas sagradas. Una divinidad regía el florecer de los campos, otra era la luz solar, otra era el fluir misterioso del tiempo, otro encarnaba las fuerzas pavorosas del rencor y de la venganza. La naturaleza estaba llena de divinidades. Esto ahora lo miramos con indulgencia: “Qué ingenuos parecen los griegos con esa fe supersticiosa en el carácter sagrado del universo natural y esa creencia pueril de que en todo alientas seres poderosos y misteriosos que gobiernan el tejido de la realidad”. Ahora nosotros creemos saber en qué consiste el mundo, cuáles son las leyes que lo  rigen, y reímos con condescendencia ante la inocencia de nuestros antepasados.

 

Pero no fueron sólo los griegos: muchas culturas de la antigüedad tuvieron la idea de que el mundo  está regido por divinales en las cuales se sacraliza todo, la vegetación, el destino, los instintos, las pasiones, los sueños, los lenguajes. Y no fueron sólo culturas antiguas; están vivas muchas comunidades de Asia, África y de América que piensan que en la naturaleza hay algo sagrado, algo que no puede ser profanado. Muchas de las sesenta naciones indígenas distintas que aún pueblan nuestro territorio profesan un filosofía de respeto por el orden natural, y tienen profundamente arraigaba la creencia de que a la naturaleza no se la pueda explotar de una manera irreflexiva ni se la puede someter de un modo implacable a las leyes de la explotación y la acumulación.

 

Todo esto fue mirado tradicionalmente como una pervivencia del atraso mental, algo característico del subdesarrollo, que no advertía la importancia de desarrollar las fuerzas productivas y de abandonar esa supersticiosa cautela frente al orden natural.

 

Pero las últimas décadas del siglo XX han cambiado muchas cosas en la conciencia de Occidente. Tal vez fue la Segunda Guerra Mundial lo que más poderosamente vulnero la ciega confianza que tuvimos en el poder de la ciencia, en la bondad de sus conquistas y en la magnanimidad de la tecnología y de la industria. En 1945, la ciencia, revelándose como un instrumento excesivamente dócil y acrítico de los poderes del mundo, perdió su inocencia, se convirtió públicamente en algo susceptible de ser criticado, justificó la cautela de filósofos y de artistas frente al optimismo del progreso industrial y de la hipertecnificación del mundo; y una nueva actitud comenzó a madurar en el planeta. No se trata de negar las virtudes de la ciencia, de la técnica y de la industria: no parece posible que el mundo sobreviva sin ellas. Se trata de que está en la conciencia humana un principio de prudencia y de cautela frente a ellas, y el deber de examinar y de apoderar de nuevo las promesas de la sociedad industrial. En estos cincuenta años se han precipitado muchas cosas, como consecuencia del admirable ritmo de los avances técnicos y de las innovaciones industriales. El ritmo que seguimos en nuestras ciudades frenéticas se parece cada vez menos al eterno ritmo de la naturaleza, con su lógica de lentas maduraciones y de proceso inexorable, y es frecuente ver cómo nuestra impaciencia parece urgir al universo natural para que se acomode al ritmo endemoniado de nuestras expectativas. Queremos que los huevos se hagan pollos maduros en una noche; tratamos de engañar a las plantas sometiéndolas a un régimen de luz continua, para que crezcan aceleradamente; ingeniosamente fertilizamos los suelos para que produzcan abundantísimas cosechas; intervenimos los cultivos para que todos los tulipanes salgan id étnicos y satisfagan así el exigente gusto de los consumidores; queremos producir, mediante manipulación genética, vacas que sean inagotables surtidores de leche, cerdos de cuatro metro hechos de solo fruto, del mismo modo que tratamos de desterrar a la noche y al silencio de nuestras ciudades, y soñamos con sistemas de transporte que eliminen el trayecto y unan mágicamente el punto de partida y el de llegada. Hemos llegado a la exasperación ante la lentitud de los procesos naturales, y podemos imaginar a los científicos explorando la posibilidad de que los niños se gesten en tres meses, se adiestren en cinco años, y entren rápidamente en la danza de la productividad. La fiebre del rendimiento gobierna nuestra civilización, y la naturaleza parece obedecer muy lentamente a nuestros designios. Procuramos, entonces, construir un mucho hecho a la medida humana, confiable, donde todo responda las velocidades de la industria, y donde nuestros méritos puedan ser extremados. Y a primera vista no hay nada que objetar. ¿Cómo no va a justificarse la frenética producción de bienes de consumo y la abreviación de los ciclos productivos, si la humanidad se ha multiplicado de un modo desconocido hasta hoy y cada vez hay más personas que requieren ser satisfechas?. Los métodos rudimentarios de producción eran adecuados para las pequeñas comunidades rurales de la Edad Media, pero no tienen nada qué hacer en las superpobladas urbes contemporáneas, en los termiteros posindustriales, en las abarrotadas megalópolis. Curiosamente no puede decirse que la producción masiva de bienes de consumo se  desvele tratando de ofrecer plenitud y confort a las multitudes del planeta. Inexplicablemente, al mismo ritmo que crece la producción industrial, crecen en el mundo las multitudes despojadas, y hoy es alarmante ver los índices planetarios de pobreza extrema, por que revelan que es falso que la causa del ritmo de la sociedad industrial sea la satisfacción de las necesidades de la población actual del mundo. Otra ley es la que fuerza ese ritmo creciente: la acumulación. De modo que el saqueo del planeta, la extracción incesante de materias primas, ni siquiera tienen como justificación la corrección de los males del mundo. Esa materia que nos apropiamos y que tan a menudo extraemos de un modo irracional, no se transforma en bienestar, en cultura y en belleza para las comunidades sino sólo en riqueza excedente que se reinvierte incesantemente. Y ya ni las legislaciones ni las religiones parecen ser capaces de sembrar en la humanidad una ética que proteja, no sólo a la vasta naturaleza amenazada por la insensibilidad y la codicia, sino a esa parte de la naturaleza que es una mitad desvalida de la humanidad.

 

A menudo, cuando se habla del retorno a la naturaleza, se suele pensar en un desplazamiento espacial por el cual nos vamos a los campos a buscar el paisaje. Esta relación contemplativa, a veces ornamental y exterior, es una interpretación parcial de ese propósito. También hay algo en nosotros que es naturaleza, y sería muy bueno que pudiéramos reconciliarnos con esa parte de la naturaleza que nos constituye y cuyo cuidado es fundamental para nuestro equilibrio físico, intelectual y moral. Los vínculos y los conflictos entre la naturaleza y la cultura deben ser una de las grandes preocupaciones de la sociedad en el tiempo por venir. Es un error pensar que los asuntos ecológicos se reduzcan al cuidado de la flor ay la fauna, a la protección del aire y a la defensa de los recursos naturales.

 

Es un intenso y brillante ciclo de conferencias de Berkeley en 1959, llamado La situación Humana, Aldous Huley reflexionó sobre algunas de las alternativas del mundo contemporáneo. Una de sus observaciones era muy inquieta. Al parecer, entre 1919 y 1959, en un lapso de 40 años, el consumo de materia planetaria por parte de los Estados Unidos en minerales, metales e hidrocarburos fue superior a lo que había consumido toda la humanidad previa en toda su historia. Eso puede darnos unas ideas de las dimensiones del proceso acelerado del saque de recursos planetarios, pues lo que vive el planeta es lo que podríamos llamar, para hacer uso de una palabra opresiva, su `norteamericanización`. La sociedad moderna es consciente de que los recursos del planeta no son inagotables, y hasta ahora los movimientos ambientalistas, hijos de la formidable y breve primavera disidente de los años 60, y los movimientos ecológicos, se han mostrado como los defensores de los recursos naturales a largo plazo y, por decirlo así, los gendarmes de las bodegas del mundo. Ello es necesario en la medida en que no podemos permitir que se acabe con los recursos planetarios, y a esa racionalidad apunta la idea del desarrollo sostenible, y la sensibilidad que incluso el gran capital muestra hoy ante las campañas en defensa de la naturaleza.

 

Pero lo que verdaderamente importa es la sostenibilidad de la sociedad industrial ni el futuro del capital ni el tipo de relación de los humanos con el orden natural. Es un fenómeno advertido hace tiempo los filósofos, que vivíamos un proceso creciente de empobrecimiento de nuestro mundo, pues la modernidad tiende a imponer una idea limitada de la realidad, y a excluir de lo real vastas zonas del espíritu humano. El proceso de desacralización, de pérdida del sentido de lo sagrado referido a la naturaleza, comenzó hace muchísimo tiempo, pero ha ido intensificándose hasta el punto de que hoy vivimos en un mundo en el que todo responde a criterios puramente mecánicos, funcionales y pragmáticos. Los órdenes del mito, de la religión, de la fantasía, parecen guardas atrás, convertidos en anacronismos para la sociedad moderna. Y cuando se lo admite, es casi exclusivamente en condición de `modas` de las que se lucra ampliamente la sociedad industrial, pero como realidades profundas. El auge del pensamiento cientifista y técnico tiende a considerar todas esas expresiones de la diversidad del mundo y de la mente come meras supersticiones o patologías, y el lenguaje del presente está completamente tiranizado por los paradigmas del  positivismo y del tecnologismo.

 

Nos domina la certidumbre de que todo está conocido y dominado. Y ese conocimiento ha

limitado los objetos, los fenómenos y los elementos a sus manifestaciones más evidentes y más prácticas. Los bosques fueron por siglos reinos de misterio y de maravilla, regiones de criaturas esquivas y juguetonas, reino de los espíritus de la tierra, fuentes de leyenda y de mitos, de canciones y de fantasmagorías, estímulos para la imaginación, ámbitos de la ensoñación y de la nostalgia, silenciosos interlocutores de los seres humanos. Es triste escuchar decir que son simplemente recursos madereros, oír hablar de ellos exclusivamente en términos de economía o de botánica. Y esto que digo de los bosques podemos decirlo de todos los demás elementos de la realidad natural. Todo se ha minimizado en recurso, todo se ha empobrecido en función, todo se ha secado en utilidad. Hemos llegado a creer que en verdad el agua, móvil transparente y melodiosa fuente de nuestras vidas y de nuestros sueños, ese misterio que declina presuroso en los ríos y asciende borrosamente en vapores y se enciende en indescriptibles atardeceres y se precipita en la catástrofe intemporal de las tormentas, en la voracidad del granizo, en el silencio de la nieve, que es furia mortal en los remolinos y pequeña evidencia del almas en las lágrimas, esa turbulenta y multiforme presencia de algo primitivo y fecundo no es más que H2O. Nos dejamos seducir por la ilusión de que el nombre que una ciencia o una disciplina particular le da a una sustancia es su nombre verdadero, y olvidamos esa pluralidad que compromete lo físico, lo racional, lo afectivo, la imaginación, la veneración y nuestras pasiones. Todo en el universo es complejidad, revelaciones y metamorfosis, y la simplificación de esa complejidad es un empobrecimiento. Y si bien aislar es uno de los caminos para conocer, y el conocer el útil y generoso, hacemos mal en renunciar al todo misterioso y fecundo por quedarnos con una sola de sus aisladas partes.

 

Quiero decir con esto, que acaso la sociedad moderna comienza a estar enferma de la imaginación. La permanencia por hora y horas de ciertos seres humanos ante ciertos cubos luminosos que alimentas su dinámica cerebral, es uno de los síntomas de esa enfermedad. El

mundo huye del agro y de los enigmas, pero los cubos mágicos de la sociedad tecnológica atraen toda nuestra atención y nos atrapan como la luz de las velas a las polillas.

 

Ello porque en una civilización envanecida por sus méritos, ya casi es sólo respetable lo que ha sido pensado por el hombre, lo que ha sido hecho por el hombre. Yo suelo recordar unos versos de Hordelin, según los cuales el hombre está lleno de méritos, pero sólo por la poesía habita el mundo. Él sabía que habitar no es consumir, que habitar no es dominar, que habitar no es someter a la naturaleza y transformarla, ésos son nuestros méritos. Habitar es fundamentalmente percibir la extrañeza del mundo, disfrutar de su belleza, meditar en sus misterios y agradecer sus dones, y eso, pensaba Holderlin, es la poesía, perplejidad, disfrute, pensamiento y gratitud. Mientras esas actitudes existan, sabremos aprovechar los bienes terrenales, los conoceremos y los transformaremos, sin orden el sentido de los límites, sin acercarnos al peligro atroz de la destrucción de lo que nos fue dado. Pero vivir sin perplejidad es permitirse ser indiferente ante la suerte del mundo, ante la suerte de las generaciones futuras; es vivir sin un sentido de la belleza; es resignarnos a la sordidez. Al hacinamiento, a la depredación y a la crueldad. Vivir sin reflexiones es entregarnos a la inercia de lo que existe; es permitir que otros piensen y decidan por nosotros; es abandonarnos a las vacuidades de un mundo que vende sólo entretenimiento e indiferencia. Vivir sin gratitud es demostrar que somos indignos del mundo que hemos recibido de alguien o de algo a la vez íntimo e infinito. Estos principios, que exigen responsabilidad, sensatez, sentido de la armonía, prudencia y generosidad, no sólo son principios de una ética, yo creo también que son principios de una idea de la política y de la búsqueda de un nuevo tipo de civilización, es decir, principio de sensibilidad compartida.

 

Tal vez allí podamos hablar aún de otras cosas. De si no es muy limitado pensar el mundo sólo en función de los derechos del hombre; de si las criaturas de la naturaleza no tienen una dignidad y una respetabilidad en sí mismas y no sólo como fuentes de nuestro placer o de nuestra satisfacción; de si existen también los derechos de las criaturas, los derechos de los elementos, los derechos de la tierra; de si es verdad, como pensaban los románticos, que la única justificación posible de la arrogancia antropocéntrica está en sentirnos dueños de un privilegio; no en sentirnos superiores al reto de los seres de la naturaleza, sino en ser responsable por ella, en ser su conciencia y su lenguaje. Esa responsabilidad trascendental por el mundo, ese acceso posible a una nueva forma de la fraternidad con todas sus manifestaciones, eso que de algún modo cantaron, desde muy distintas posiciones filosóficas, Whitmasn, Holderlin y Francisco de Asís, bien se podría la justificación hoy extraviada de nuestra existencia y el manantial de las artes futuras.