Por Clemencia Calero
Sentada en una destartalada silla, Josefa hace un recuento de su vida. Acaba de cumplir cuarenta y seis años y pese a que su hermana Nory y sus sobrinos organizaron una reunión, la mujer se siente disgustada. “Estoy yo para fiesticas y pendejadas de esas. Me quedé esperando al desgraciado de Tomás, pero claro, macho al fin, encontró a otra y se olvidó de mi existencia. Debe tener una familia, mientras que yo estoy sola en este pueblo de mierda, donde no hay hombres de verdad”.
Tomás había llegado como peón de una hacienda. Desde que Josefa lo vio supo que era el hombre que esperaba desde siempre. Se notaba a las claras que su vida había sido de duro trabajo. Para él fue una revelación encontrar en ese lugar una mujer tan atractiva. Lo que más llamó su atención fue el andar coqueto y despreocupado de la mujer. La tía Lisa la reprendía por la forma como movía las nalgas al caminar; en una ocasión hasta le amarró una tira ancha alrededor de las caderas, dizque para que no pudiera menearlas.
De la atracción del primer momento surgió una pasión desenfrenada. Tenían planes de matrimonio y era muy probable que se fueran a una verdadera ciudad, lejos de las cuatro calles polvorientas, el parque y la iglesia en donde vivían.
Una mañana Tomás llegó apresuradamente. Jalándola del brazo la sacó a la calle. Tenía que contarle algo muy urgente.
“Josefa tengo que regresar inmediatamente a Pereira, mi mamá está muy grave”.
“Yo me voy contigo mi amor, espérame que ya mismo estoy lista”.
“No mujer, todavía no es el momento. Quiero que salgas de esta casa para la nuestra”.
De nada valieron los ruegos y las lágrimas de la mujer; llenándola de besos y de promesas se marchó. Josefa lloró mucho tiempo su ausencia. Al principio le parecía que los días corrían de prisa y esto la hacía feliz, pero con el tiempo se fueron haciendo interminables. Todas las tardes caminaba hasta la terminal de trasporte llena de ilusión, regresando con el corazón deshecho. El bus se desocupaba ante sus ojos y él nunca salía por esa puerta. Se hizo una promesa: “Nunca volveré a esperar a ese hombre, él no va a volver”.
Se levantó de la silla dirigiéndose a la cocina a preparar un café. No quería recordar. Se sentía envejecida y muy sola. Nadie le devolvería sus ilusiones. Se recostó en el poyo de la estufa y bebía a sorbos el café caliente cuando involuntariamente tropezó una cucharita. Se agachó a recogerla y al levantarse encontró frente a ella a Tomás.
Sus ojos fríos, impenetrables lo miraron y de su boca salió una sola palabra
!Vete!
“Por favor Josefa déjame darte una explicación. Ante todo quiero pedirte que me perdones”.
“Que haces aquí, no te quiero cerca de mi. ¡Vete!. No vuelvas a pisar el umbral de esta casa. ¡Lárgate ya!
Tomás salió cabizbajo. Tenía razón Josefa. Que explicación se podía dar a un silencio de tantos años. No tenía idea por que había regresado y nunca encontraría una respuesta lógica a su proceder.
Josefa miraba la figura que se alejaba. Sentía un vació muy grande, mientras pensaba cómo había podido amar a ese extraño por tanto tiempo.
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