Tristeza para bailar
Mario Lamo Jiménez
Era una tarde de domingo y decidí ir a "El Rincón de Pacho" a tomarme una copa. Como no estaba muy lejos de mi casa, me podría ir caminando y respirar un poco de aire puro, aprovechando que el centro de la ciudad estaba prácticamente vacío y que todos los vehículos con sus gases del infierno estarían esparciendo su veneno en otros lugares.
No había otro lugar como "El Rincón de Pacho" en toda la ciudad. Se trataba de un bar pequeñito en el que escasamente cabían cuatro mesas y detrás de una barra con cuatro taburetes se atrincheraba el mismísimo Pacho Baraya en su rincón lleno de discos que hacía décadas habían dejado de circular en el mercado. Pero no se trataba de cualquier tipo de música, era su colección personal de una pasión a la que le había dedicado toda una vida: el tango. Y allí estaban todos: el inolvidable Gardel, el filosófico Enrique Santos Discépolo, compositor de "Cambalache" y "Yira", y obviamente no habían de faltar tampoco Julio De Caro, Pichuco, Piazzolla, Troilo y tantos más que sería imposible recordarlos y nombrarlos. Sin embargo, yo de este tema no sabía nada comparado con Pacho, quien era una enciclopedia ambulante del tango y se conocía al dedillo a cantantes, compositores y hasta la fecha en que habían aparecido las canciones.
No más entré al bar, noté en el aire algo diferente. El viejo reloj de pared marcaba las tres en punto y sonaba el "Cambalache" de Discépolo, mi tango favorito. Me acerqué a la barra, saludé a Pacho por entre las notas del tango y le pedí una cerveza. Fijé la vista momentáneamente en uno de los afiches colgados en una pared que el tiempo amenazaba ya con llevarse al olvido y cuando volteé la cabeza para ver si ya estaba listo mi vaso, la vi sentada a mi lado. Era una mujer bastante atractiva. Debía tener entre treinta y cuarenta años, piel oliva, pelo negro azabache, rasgos finos, sin maquillaje, e inmediatamente sentí que su ser emanaba una gran tristeza. Era algo extraño ver a una mujer en "El Rincón de Pacho", pues allí generalmente sólo llegábamos hombres a tomarnos un trago y a revivir pasadas penas de amor con música de tango. No me puede contener, la miré a los ojos y le dije:
"No sé por qué, pero en ti percibo una gran tristeza".
Ella volteó la cabeza y me miró con un par de ojazos negros con sabor a bolero, esbozó una sonrisa y vi los dientes más blancos que había visto en mi vida.
"Me llamo Sorayda", me contestó tendiéndome la mano, y añadió: "¿acaso no es éste el sitio donde se reviven las tristezas?"
En ese instante nos interrumpió Pacho con la cerveza, y preguntó:
"¿Y qué le puedo servir a la dama?"
Pacho aparentaba mil años, pero creo que era algo mayor. El tiempo le había surcado la cara de arrugas, pero le había conservado una voz juvenil con la que a veces nos deleitaba, acompañado de su guitarra. Sonrió pícaramente y me guiñó un ojo.
"Si a la dama no le importa, la invito a una cerveza", dije guiñándole el ojo de vuelta a Pacho, y luego me dirigí a Sorayda.
"Me quedé sin decirle mi nombre, Vicente Amador, para servirle" y le volví a tender la mano. Al juntarla con la mía, sentí que su tristeza se me colaba en los huesos y me pareció como si un rayo frío me recorriera la espina.
"Una cerveza está bien", contestó ella, "pero una solamente, porque no estoy acostumbrada a beber y una mezcla de tango y cerveza puede ser demasiado cocktail para mí".
"Que así sea", interrumpió una vez más Pacho, "pero el que invita soy yo", dijo mientras destapaba otra Bavaria.
Sacó uno de sus mejores vasos para servirle, de vidrio grueso y con agarradera, de los que reservaba para ocasiones especiales. Sirvió la cerveza con elegancia, hasta que la espuma se asomó al borde del vaso, sin llegar a regar ni una gota. Como cosa rara, hasta nos puso servilletas de papel sobre la barra.
"Esta presencia tan bella hay que celebrarla", dijo destapando y sirviendo otra botella para sí. "Brindemos", dijo levantando el vaso.
Ni que hubiéramos estado ensayando, los tres vasos chocaron a la vez, y Pacho fue el primero en lanzar su brindis.
"Por el tango, pensamiento triste que hasta se puede bailar", dijo robándole su brindis a Discépolo.
"Por Sorayda, para que bailemos su tristeza", dije sin siquiera pensarlo, ni en lo que iría a pasar después.
"Por este tango que vamos a bailar", dijo con firmeza chocando su vaso con los nuestros una vez más y tomando un sorbo de espuma.
"Que sea un motivo dijo Pacho", y sacando de debajo del mostrador una guitarra que había visto mejores tiempos, añadió: "Todas las tristezas y alegrías de esta tarde corren por mi cuenta".
Sorayda palideció de un momento a otro y pareció enmudecer. La miramos para ver qué quería expresarnos y ella, tímidamente dijo: "Me daría mucha pena si entran otros clientes y me ven bailando, tal vez pensarían que soy…"
"Eso no es problema", la interrumpió Pacho. "Cerraremos el rincón, porque de todos modos, los domingos casi nadie llega".
Pacho procedió a cerrar la puerta del establecimiento, arrinconó las mesas y nos iluminó la improvisada pista de baile con un foco azuloso que solía prender a la medianoche para que la tristeza de los clientes los hiciera consumir más cerveza. Se sentó en un taburete y empezó a afinar la guitarra. Mientras la afinaba, y tratando de que no se le escapara la caja de dientes de la boca, Pacho repitió por millonésima vez aquella historia de cómo, con esa misma guitarra, había acompañado una vez a Gardel en Medellín. Vibraron las cuerdas y pronto las primeras notas de un tango resonaron entre aquellas cuatro paredes. Se trataba nada más ni nada menos que de "Caminito", canción que tantas veces había escuchado de labios de Gardel. Y empezó a cantar:
"Caminito que el tiempo ha borrado
que juntos un día nos viste pasar
he venido por última vez
he venido a contarte mi mal".
En ese momento no sabía que estaba escuchando unos versos con aire de profecía. Fue así que le extendí la mano a Sorayda y como si hubiéramos sido una pareja de vieja data nos deslizamos por la improvisada pista, con los movimientos dramáticos y las miradas intensas de un buen tango. Sentí, como en la letra de un tango milonga, que la sangre se me subía a la cara mientras me agarraba a su talle con ese abrazo de serpiente fundamental.
La voz de Baraya se crecía con cada nota y por un momento tuve la extraña sensación de que veía a Baraya pero al que escuchaba era a Gardel.
"Caminito que entonces estabas
bordeado de trébol y juncos en flor
una sombra ya pronto serás
una sombra lo mismo que yo".
"Eres una bailarina estupenda", le dije, "parece que hubieras nacido para bailar el tango".
Ella se sonrió, se sonrojó y me contestó con una voz apenas audible entre las potentes notas de Baraya:
"En mi vida había bailado un tango, fue el sueño de toda mi vida".
Y la tristeza del tango nos inundó una vez más, recordándonos que el amor y la muerte son compañeros inseparables.
"Desde que se fue
triste vivo yo
caminito amigo
yo también me voy.
Desde que se fue
nunca más volvió
seguiré sus pasos
caminito, adiós".
No sentamos sudorosos a acabar la cerveza. El cielo infinito de mi vida de solterón empedernido de repente tenía un lucero: Sorayda. Atrevidamente tomé su mano entre las mías y le besé la mejilla. El frío del saludo había desaparecido y Sorayda parecía otra, más radiante…y ya no percibía aquella tristeza de un comienzo. Nos miramos como pichones enamorados, hasta que el "oportuno" Baraya, con un carraspeo introductorio se nos arrimó y nos dijo:
"Si gustan les toco una milonga".
Miré a Sorayda para ver qué decía, y como en "Muñequita linda", vi que sus dientes de perla me sonreían con sus labios de rubí.
"Con tal de que sea sentimental, bienvenida", dije mirando a Baraya y tendiéndole mis dos brazos extendidos a Sorayda.
Mientras nos poníamos de pie, Baraya tocaba las notas introductorias de la milonga. Había entendido mi mensaje y estaba tocando mi milonga predilecta: "Milonga sentimental".
"Milonga pa' recordarte.
Milonga sentimental.
Otros se quejan llorando
yo canto pa' no llorar.
Tu amor se seco de golpe
nunca dijiste por qué.
Yo me consuelo pensando
que fue traición de mujer".
Bailamos hasta que aquel pequeño y humilde recinto se convirtió en una fastuosa sala de baile, y hasta el arrugado Baraya rejuveneció cientos de años y por unos instantes que no sé si fueron horas, minutos o segundos, tuve en mis brazos a la mujer de mis sueños. Parecía que sus pasos anticiparan los míos y que su cuerpo a veces fuera leve como una pluma y frágil como el cristal de un anillo.
La guitarra rasgó sus notas finales y regresamos a este mundo y yo sentía como si Sorayda y yo hubiéramos estado destinados a encontrarnos en esa tarde gris y vivir un romance de tango en un inesperado encuentro del destino.
Nos sentamos a la barra, sudorosos y pensativos. Baraya guardó la guitarra bajo el mostrador y vertió unas espumeantes cervezas en nuestros vasos. Miré el reloj, marcaba las cinco en punto. Parecía que hubieran pasado dos horas en dos minutos. Sorayda tomó un sorbo de su cerveza y alcanzó a murmurar:
"Es hora de que me vaya".
El corazón me palpitaba como a un adolescente en su primera cita amorosa, y no quería que se fuera sin mí.
"¿Te molesta si te acompaño hasta tu casa?"
Ella me miró con cierta incertidumbre reflejada en los ojos. Lo pensó mucho, pero finalmente dijo:
"Acompáñame".
Caminamos cogidos de la mano hasta llegar a La Candelaria. Atravesamos callejuelas de piedra y casas con fachadas florecidas con matas de novio. Finalmente, en la Calle del Embudo, nos detuvimos ante una puerta verde y ella me dijo:
"Sólo puedes llegar hasta aquí".
"¿Te puedo volver a ver?", le pregunté con el corazón en la mano, temiendo que me dijera que no.
"Me volverás a ver", dijo dándome un beso en la mejilla, para luego desaparecer tras aquella puerta verde.
Me quedé allí parado por unos instantes, respirando su perfume de rosas y percibiendo la transpiración de su cuerpo, pegada a mi piel con un exquisito aroma.
Di un salto de alegría y me fui calle abajo, y cuando estaba a punto de doblar la esquina, vacilé."¿Por qué no le había preguntado cuándo nos volveríamos a ver?"
Me devolví corriendo y al llegar a la puerta, vi que ella la había dejado entreabierta. Golpeé pero no obtuve respuesta. Casi sin quererlo terminé de abrirla y entré. Vi una salita con cuatro sillas y una mesa, recubierta toda de polvo y telarañas. Llamé a gritos "¡Sorayda!", sin obtener ninguna respuesta. Sobre la mesa reposaba un viejo álbum de fotos. Aunque lo dudé un instante, decidí mirarlo. Las huellas de mis dedos quedaron en el polvo de la cubierta. Había docenas de fotos, y allí estaba ella y para mi sorpresa, ¡vestida de monja! Me acerqué a la puerta de salida para poder contemplar mejor las fotos con la luz de la calle y noté que parecían tomadas hacía muchos años. En eso pasó por el callejón una señora rosada y robusta que parecía venir del mercado. Se detuvo ante mí y me dijo:
"¿Es usted pariente de Sor Aída?"
"¿Sor Aída? No, no soy pariente suyo", le contesté sorprendido. "¿Conoce usted a Sorayda?", le pregunté como si estuviera viviendo un sueño de aquéllos en que nada tiene sentido.
"Si la conocí" y añadió mirando el álbum de fotos que sostenía en la mano, "era una hermana admirable, pero algo truncó su vida y terminó suicidándose".
Me sentí en estado de trance y choque. No sé siquiera qué hice con el álbum, pero me fui completamente confundido de vuelta a "El Rincón de Pacho". Me senté a la barra con lágrimas en las mejillas. Fijé mecánicamente la vista en el afiche borrado por el tiempo que había mirado antes y cuando volteé la cabeza, ¡allí estaba ella, sentada a mi lado!
"Te dije que nos volveríamos a ver", me dijo con voz dulce. "Simplemente no quería irme sin bailar mi tristeza y ahora que la bailé contigo, puedo descansar en paz".
Me extendió la mano y sentí su calidez por todo mi cuerpo. En ese preciso instante nos interrumpió Baraya.
"Aquí está tu cerveza", me dijo.
Traté de explicarle aquel milagro, y empecé a decir algo, señalándole a Sorayda, pero su silla ya estaba vacía, ¡había desaparecido!
¿Me estaba enloqueciendo? ¿Había vivido todo esto, o estaba sufriendo alucinaciones? Sin proponérmelo le di un vistazo al reloj, y para mi sorpresa, ¡todavía marcaba las tres en punto!
"Estás tan pálido que parece que hubieras visto un fantasma", me dijo Baraya en son de burla, mientras un disco tocaba las últimas notas de "Cambalache".
"No sé por qué", dijo Baraya sacando su guitarra de debajo del mostrador, "pero esta tarde el alma me urge que toque Caminito".
Y pronto sonaron las notas de una canción, acompañadas por su magnífica voz. No sabía qué pensar ni qué hacer, mi mente se salió de este mundo por unos momentos. Cuando volví en mí, Baraya estaba terminando la canción:
"Desde que se fue
triste vivo yo
caminito amigo
yo también me voy.
Desde que se fue
nunca más volvió
seguiré sus pasos
caminito, adiós".
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