¡Calienticoos los tamales!

Mario Lamo J.

Los pregones del domingo nos solían despertar en mi barrio. A las seis de la mañana pasaba doña Josefina con su arrume de periódicos, pregonando las noticias frescas. “¡Tiempooo, Espectadooor!”, voceaba con una voz que retumbaba en los cristales como el granizo en las tormentas.

  Mi hermana, Sara, bajaba a recoger el periódico y allí, en la verja, ellas dos conversaban. Doña Josefina le hacía campaña política a un candidato al Concejo del barrio Policarpa y mi hermana le regalaba algunos vestidos algo pasados de moda.

  Un poco más tarde, el dulce sonido de una flauta nos alegraba con sus notas. “Tururururí, Tururururá”, “Tururururí, Tururururá” ; era don Nicanor, el afilador de cuchillos. Su pregón era una tonada que tan sólo él tocaba. Entonces, los vecinos bajaban con sus cuchillos cansados de pelar papas, partir panela y trinchar carne y como por arte de magia, con la sabiduría de don Nicanor y la dureza de su piedra de afilar, sus filos volvían a la vida.

  Cuando escuchábamos el “¡Fraaascos, boteeella, papeeel!”, sabíamos que eran las ocho, hora de bajar los periódicos viejos y vendérselos a doña Dolores. A 10 pesos  la libra, mi hermana, Elsa, no hacía una fortuna, pero se ponía contenta de poner a buen uso lo que de otro modo sería basura.

  Sin embargo, aquel domingo, un nuevo pregón llenó el aire. Eran las 9 de la mañana, cuando una voz dulce como el canto de un turpial, se dejó oír por toda la cuadra: “¡Calienticooos, los tamales; los tamales, calienticooos!”, a la vez que un aroma a tamal recién hecho entraba por puertas y ventanas.

 

De inmediato me asomé a la ventana y la vi, arrastrando un carrito de balineras, donde viajaba una olla grande y ahumada, rebosante de tamales. La vendedora era una mujer alta, arropada con un pañolón negro y la acompañaba una niña que tendría mi edad, 10 años.

  Aunque mucha gente rendijeaba con curiosidad, nadie salía a comprar. Mi hermana, Elsa, criticona como siempre, dio su opinión sobre la vendedora. “No va a vender ningún tamal, el que quiera tamales, que los haga”.

Sin embargo, mi hermana, Sara, miró a la mujer que seguía pregonando sus tamales y dijo: “Si tuviera la plata, por lo menos uno le compraba”.

  Entretanto, parecía que la señora se iría con su pregón a otra cuadra, ya que de la nuestra, nadie se le arrimaba. Entonces, no sé por qué, hice lo impensable. De un cajón saqué mi alcancía y sin dudarlo, de un solo golpe partí en dos el marranito. Pesos y monedas rodaron por el piso. Recogí lo que pensaba que valdría un tamal, y de prisa bajé a la calle. La señora ya se alejaba con su último pregón a flor de labios: “¡Calienticoos, los tamales; los tamales, calienticoos!”.

  “¿Me da un tamal, por favor?”, le dije mientras apretaba nerviosamente mis pesos.

  Ella me sonrió y la niña, con gusto, destapó la olla. Un aroma exquisito de maíz y hoja de plátano impregnó aún más el aire.

  “¿De pollo o de carne?”, preguntó la niña.

  Yo miré la olla humeante y después dirigí la vista a la ventana de mi casa. Las cortinas se movieron rápidamente y no pude ver quién me estaba observando. Conteniendo el aliento dije: “De pollo”.

  Mientras la niña sacaba cuidadosamente el tamal del agua, goticas verdes se escurrían por la hoja de plátano y yo sentía que la boca se me hacía agua. Recibí el tamal y di un paso en dirección a mi casa.

  “Son cinco pesos”, dijo la niña.

  ¡En mi emoción, me había olvidado de pagar! Me sentí como una tonta mirando mis pesos todavía apretados en mi mano. Entonces dije: “Si es así, deme otro. ¡De carne!”

  La niña puso los dos tamales en una bolsa plástica y yo me apresuré hacia la casa. Doña Doris, la vecina de al lado,  se asomó entonces a la puerta.

  “Huelen delicioso”, dijo. “¿Cuánto pagaste, Marucha?”

  “Sólo 5 pesos”, le contesté.

  “¡Qué aroma tan rico!, seguro que a mi marido no le caería mal uno de esos tamalitos”.

 Y diciendo y haciendo, se dirigió a comprar el suyo. De reojo vi como puertas, persianas y cortinas se agitaban por toda la cuadra. Cuando llegué a casa, dejé los tamales perfumando la cocina y llena de curiosidad me dirigí a la ventana, justo para ver cómo una procesión de tamales llenaba la cuadra. Poco después, el último tamal dejó vacía la olla.

  Han pasado seis meses desde ese día. Ahora la gente cada domingo, después de leer el periódico y de haber afilado bien los cuchillos, espera con ansia el pregón de doña Encarnación. Son noticias verdes, con sabor a maíz, carne y pollo, escritas en hoja de plátano y las leemos con el estómago. Ya no sería domingo si no oyéramos el pregón que tiene más sabor en todo el mundo: “¡Calienticoos, los tamales; los tamales, calienticoos!”