Mario Lamo JIménez

Maximiliana posó la vista en su jardín y sintió el dulce aroma inconfundible de sus rosas; rosas con textura de cera y colores vibrantes que ayudaban a olvidar las penas. Regó sus rosales con delicadeza, acariciando cada uno, sin siquiera notar que las espinas hacían brotar leves gotas de sangre de sus venas y así, regadas con sangre y agua, sus rosas palpitaban sin saberlo llenas de vida. Maximiliana Hurtado cultivaba el jardín de rosas más exquisito de todo el vecindario, y sus rosas no eran unas más del montón ya que tenían una extraña propiedad: no sólo eran hermosas sino que jamás se marchitaban. Rosas rojas, violetas, amarillas y rosadas asomaban por entre las espinas y con sus pétalos delicados como papel celofán resplandecían con la luz caprichosa de la tarde. Como era de esperarse, sus rosas adornaban todo el barrio. Allí estaban omnipresentes en el altar de la iglesia, en el salón de belleza de Blanquita, ante la Virgen del Velo de doña Lilia de Ramos, en bodas, entierros y demás ocasiones que requirieran la presencia y el aroma de una flor.
Y todo el mundo se había acostumbrado tanto al prodigio de las rosas eternas, que para la gente del barrio lo absurdo era que existieran rosas que sí se marchitaran.
Maximiliana era una de las pocas vecinas fundadoras del barrio que aún quedaban. La mayoría de los vecinos antiguos se habían marchado cuando el barrio empezara, según ellos, a “bajar de categoría”. Se trataba de un viejo barrio de militares, aledaño a Chapinero, que había tenido su auge en los años cincuenta. La cuadra de Maximiliana era fiel de reflejo de lo que era el barrio. En la casa al frente suyo vivía Nepomucema Santacoloma, la vecina chismosa. Llueve o truena, vivía en bata de dormir y pegada a la reja de su casa, ya fuera parloteando con Esperanza Ortega, la casada con el teniente Díaz, o pisteando los ires y venires del resto de la cuadra. Esperanza, a su vez, era hija del coronel Ortega, un anciano alto y canoso que al retirarse de la vida militar había puesto una escuela de párvulos en la sala de su casa. Años más tarde el anciano coronel sería arrestado por cometer “actos indecorosos” al frente de los niños, y Esperanza, llena de vergüenza, abandonaría el barrio como pepa de guama. Por su parte, su hermana, Natalia, había estado enamorada del teniente Ramos, hijo de doña Lilia, pero los amores no habían llegado muy lejos ya que él había sido trasladado a otra ciudad para cumplir con sus funciones militares.
Esperanza era más enamorada que un palomo azul, y a pesar de ser casada le arrastraba el ala a los jóvenes del barrio. Ni el mismo hijo de Nepomucena Santacoloma, Ezequiel Mauricio, se había escapado de sus requiebros amorosos, y cada vez que podía, caía de visita a su casa con pequeños regalos y faldas tan cortas que enseñaban más secretos que un Nostradamus. Sin embargo Ezequiel Mauricio cultivaba esa amistad porque en la casa de Esperanza le daban aposento a unas gringuitas jóvenes que venían a estudiar español a Bogotá y de paso estudiaban también a los colombianos. Así fue que él terminaría casándose con una gringa judía y perdiendo un pedazo de su masculinidad con el cuchillo de un rabino para poder ser aceptado en la religión de su esposa.

Cuando avisaron que el padre Victorino dejaba la parroquia y que el padre Pastrana vendría a reemplazarlo, Maximiliana Hurtado fue la primera en ofrecerse para hacer los arreglos del salón parroquial donde le darían la bienvenida. Inmediatamente fue donde doña Lilia de Ramos, cuya hija, Eulalia, ministra de la iglesia, seguramente le ayudaría con los decorados.

Fue así como se sentaron toda una tarde de domingo a preparar los detalles de la bienvenida para el padre Pastrana. Encargarían tamales de cerdo y pollo donde Emilia de Durán y las gaseosas correrían por cuenta del doctor Camargo. Maximiliana pondría las rosas de su jardín y Eulalia prepararía un vitral con el Arcángel San Gabriel anunciándole la concepción a María, donde se leerían las palabras “Bienvenido padre Pastrana”.
Sin embargo, cuando llegaron al día siguiente al salón parroquial para ultimar los preparativos del recibimiento, descubrieron con indignación que alguien se les había adelantado. Allí estaba Lucinda Monsalve, viuda de Gómez, apoderada del salón y colgando serpentinas por techo y ventanas. Aquello semejaba más una piñata infantil que un recibimiento serio para un nuevo párroco.

Cuando Lucinda las vio entrar, les dijo desde la silla donde estaba parada:

“Apenas llegan a tiempo porque aquí hay mucho trabajo para hacer. Háganme el favor y me alcanzan las serpentinas amarillas”.

Ni Eulalia ni Maximiliana podían creer que la causante de la ida del padre Vitorino ya estuviera allí entronizada, dispuesta a hacer de las suyas con el nuevo párroco. Bien era sabido en el barrio que la mujer por medio de donativos, viajes y atenciones se echaba en el bolsillo a los curitas, hasta terminar enamorándolos. La voz de esto había llegado a la curia y el Obispo, en vez de deshacerse de la intrusa, había mandado al padre Vitorino a otra parroquia. La misma Eulalia había sido testigo de que los rumores de los amoríos eran algo más que rumores. Una mañana temprano había golpeado en la casa cural para recoger las hostias y llevarles la comunión a los enfermos, cuando la que le abrió la puerta fue la misma Lucinda, lo cual no hubiera tenido nada de raro, a no ser por el hecho de que se encontraba en bata de dormir y pantuflas.

De eso hacía seis meses y ahora se la encontraban allí de frente. Las dos mujeres se quedaron mirándola sin mover un dedo, y entonces Lucinda reparó en la rosas que traía Maximiliana.

“El padre Pastrana es alérgico a las rosas, pero le encantan los agapantos”, les dijo con mirada burlona, ya que sabía que su propio jardín estaba lleno de agapantos.

Maximiliana supo entonces con certeza lo que se les venía encima. Otro cura párroco caería en las garras de Lucinda y ella, como si fuera la párroca, seguiría mandando en misas, entierros, bazares, bautizos y hasta en las flores, ¡y eso sí que no!

Maximiliana decidió entonces prevenir al padre Pastrana de lo que se avecinaba. Eulalia, aunque era más joven, era más conservadora y no se atrevía a dar la voz de alerta, ya que le temía al látigo de la lengua de Lucinda.

“A mí no me importa contarle”, dijo Maximiliana. “Ya sé que mis días están contados en esta tierra y cuando me muera, nadie podrá decir que me morí con la boca cerrada”.

Maximiliana se las arregló para contactar al padre Pastrana antes de que viniera
a posesionarse como párroco, y le contó la mera verdad. Esa misma noche fue a confesarse, ya que su conciencia no aguantaba el pecado cometido. Se reclinó ante el confesionario del padre Zúñiga y sin empacho alguno empezó a confesar su crimen.

“Acúseme padre de que soy una vieja chismosa” .

“¿Por qué crees eso hija?”, le preguntó el padre aterrado.

“Porque le conté al nuevo párroco que está por llegar que Lucinda Monsalve es una devoracuras, para que se cuide de ella”.

“Hija, tú no has cometido ningún pecado, lo que has hecho es una obra de misericordia, vete en paz”, le contestó el padre con voz firme y serena.

“Pero padre”, protestó Maximiliana, “pensé que ser chismosos era un pecado”.

“A veces el pecado es no serlo”, le contestó el padre Zúñiga, dándole la bendición.

El nuevo párroco encontró una iglesia en bancarrota y llena de deudas. Él era un hombre de 30 a 35 años, moreno y simpático y de no haber sido cura, tal vez habría sido un gran padre de familia. Y a pesar de estar prevenido de las andanzas de Lucinda, como dice el dicho, nadie experimenta en cuero ajeno, porque él no parecía dispuesto a alejarla de la parroquia. Fue así como ella resultó ser la encargada de recolectar fondos para tratar de sacar la iglesia a flote. Su primera idea fue organizar un peregrinaje a Pereira donde según decían, la Virgen se estaba apareciendo en el cielo, en un campo no muy alejado de la ciudad. Pronto 60 feligreses se anotaron al peregrinaje y entre ellos estaban Maximiliana y Eulalia, además de Esperanza Ortega y Nepomucena Santacoloma. La idea era bastante sencilla, un bus intermunicipal las llevaría al camposanto, donde pasarían la noche esperando la aparición de la Virgen, y a la mañana siguiente se devolverían a Bogotá, llenas de bendiciones y milagros, o en su defecto de rosarios y estampitas de la Virgen. El negocio era redondo pues la Iglesia ganaría dinero por el viaje y por lo que comprara y consumiera el grupo de devotos.

Y como los milagros no tienen hora, los peregrinos deberían pasar la noche a la intemperie, orando y esperando a que la Virgen tuviera a bien aparecer. Lucinda había prometido que el que quisiera podría pasar la noche en el bus, si las circunstancias se les hacían muy difíciles. No obstante, después de 8 horas de viaje y apenas oscurecía, el bus abandonó su carga humana al borde de un campo extenso y alejado de cualquier sitio urbano, con el pretexto de que la espera no estaba en el contrato. Lucinda, bien prevenida, había hecho reservaciones en un hotel de Pereira, ya que ni le iba ni le venía observar milagros.

Cuando empezó a llover, los sesenta peregrinos supieron que el verdadero milagro sería salir vivos de aquel barrial que se estaba formando. No valieron ni lo rosarios, ni las avemarías, ni las plegarias a Santa Bárbara porque los rayos y centellas retumbaban por doquier, espantando así cualquier conato de milagro. Cerca de 2.000 peregrinos, entre ancianos, niños e incapacitados amanecieron muertos de frío y calados hasta los huesos, maldiciendo el día en que habían decidido creer en milagros. Los enfermos empeoraron y los que estaban aliviados se enfermaron; hasta ahí había llegado el milagro. Cuando Lucinda hizo su aparición seca y descansada a las 8 de la mañana en el bus que los llevaría de vuelta, más de una mirada asesina se clavó en su cara.

“Ofrézcanle esto a Dios, que Él no se queda con nada”, dijo Lucinda a manera de disculpa.

“Y ojalá que usted tampoco”, le contestó una airada voz, refiriéndose al dinero recaudado en aquella fatídica peregrinación.

De vuelta a Bogotá, la mujer estaba más inflada que un pavo real, alardeando de los milagros que estaba llevando a cabo recolectando fondos. Pronto terminó echándose al bolsillo al padre Pastrana y de la noche a la mañana los altares de la iglesia resultaron completamente cubiertos de agapantos. Las rosas de Maximiliana fueron a parar a la basura, pero aún allí parecían recién cortadas. Y no llevaba el padre Pastrana siquiera tres meses en el cargo, cuando resultó que se iba de vacaciones a Miami.

“Algo está podrido en Dinamarca”, exclamó Maximiliana cuando supo la noticia.

“¿En Dinamarca o en Cundinamarca?”, le preguntó ingenuamente Eulalia.

“No sea boba. Aquí mismo en la parroquia. Lo que hay que preguntarse es quién le está pagando el viaje al cura. ¿No ve que la iglesia estaba en quiebra?”

Bastó con una llamada a la agencia de viajes que frecuentaba la iglesia para enterarse de la cruel verdad. El padre Pastrana salía el viernes 15 para Miami y Lucinda se iba también en el mismo vuelo, y para completar, los boletos corrían por cuenta de Lucinda.
Cuando Maximiliana le contó esto a Eulalia, le advirtió que no se lo fuera a contar a Nepomucena Santacoloma, pues seguramente regaría el cuento por todo el barrio y Maximiliana no quería tener el despido de otro cura en su conciencia. Sin embargo, cuando Eulalia regresaba a su casa de llevarle la comunión a Eudora de Santos, una anciana que vivía a la vuelta de la iglesia, timbró el teléfono y su hermana Guiomar la hizo pasar.

“Ya le dije que no estaba para nadie, porque acabo de llegar de repartir comuniones con los pies hinchados y con esta alergia que me está pelando la cara”, dijo a la vez que maldecía en voz baja.

“Pues será mejor que coja la llamada porque es esa vieja chismosa de aquí al lado y por el tono de su voz, parece que le va a contar algo raro”, le respondió Guiomar, entregándole el teléfono y devolviéndose a su tejido.

Apenas colgó, le dijo a Guiomar cariacontecida: “Esa mujer debe ser bruja porque ya se sabía todo el cuento del viaje en pacha a Miami del cura y la Lucinda. ¡Pero, qué carajo si cabras dan leche!” En eso sintió que timbraban a la puerta.

“Yo no estoy esperando a nadie, asómese usted a ver quién es”, dijo Guiomar.
Eulalia espió por una ventana y vio a Juliana Álvarez parada afuera con una canasta de frutas. Ésta le lanzó un guiño y Eulalia de inmediato bajó a abrirle.

“Buenas tardes, es que con esta inseguridad toca mirar primero quién es antes de abrir la puerta. Siga no más”, le dijo cortésmente Eulalia.

“Tranquila, Eulalita”, le contestó Juliana tosiendo, “no me siento muy bien, pero le traje estas frutas a doña Lidia de regalo…”, luego hizo una pausa y añadió: “¿y ya saben del viaje del cura párroco a Miami?

Eulalia supo entonces que ya era demasiado tarde para contener la noticia. Lucinda se devoraría a otro cura y el barrio se quedaría sin párroco y todo por culpa de aquella mujer.

Miró a Juliana y mientras acariciaba mecánicamente una manzana, contestó:

“Eso es lo que seguramente me agrava los brotes en la cara, pensar que una hace las cosas como Dios manda, mientras que otras mandan hasta en las cosas de Dios”.

Dos días más tarde, cuando Eulalia pasó una mañana por la casa de Maximiliana para visitarla y llevarle unas pastillas para la gripa, ya que le habían dicho que se encontraba indispuesta, juntas leyeron en la primera página de “El Tiempo” una noticia que las dejó frías. Lucinda había sido arrestada en Miami con el estómago lleno de heroína mientras usaba al padre Pastrana de parapeto para poder entrar la droga.

“Finalmente entiendo”, dijo Eulalia con el periódico en la mano, “embaucaba a los curas para que viajaran con ella y así podía pasar la heroína sin sospechas, pero le falló el truquito”.

Y la explicación de su fracaso la daba el mismo diario. “La mujer, de unos sesenta años, dio muestras de nerviosismo ante los funcionarios aduaneros, por lo cual fue enviada a un hospital donde los rayos–x revelaron que había ingerido sesenta bolsas llenas de heroína. Por su parte, un sacerdote católico que viajaba con ella, cuyo nombre no fue revelado, fue puesto en libertad ya que resultó no ser cómplice del delito”.

De vuelta a Bogotá, al padre Pastrana le esperaba la reprimenda de su vida. Inmediatamente fue llamado a la casa del obispo, el cual ya estaba enterado de sus desvaríos seudoamorosos con la viuda alegre, ahora enjaulada por unos cuantos años.
El obispo, a pesar de ser un anciano cuyo pelo ya debería estar blanco como la nieve, lucía una cabellera brillante y de color azabache, producto de los últimos adelantos de la ciencia en materia de pinturas capilares. Metido en una sotana negra no menos brillante, hablaba con una voz de ultratumba, como si le estuviera dando la extrema unción a sus visitantes.

“Padre Pastrana”, le dijo en un susurro, “usted es una mala inversión para la curia”, y acicalándose sus gafas, añadió: “¿Sabe cuántos curas he tenido que cambiar de parroquia este año por líos de faldas?”

El padre Pastrana se miró sus propias manos y jugó nerviosamente con el anillo de grado de su escuela secundaria.

“Señor obispo, lo que pasó fue que…”

“No es necesario que me diga nada. Esta conversación ya la he mantenido este año más de cincuenta veces”, lo cortó el obispo. “Queda usted transferido para la parroquia de Normandía, pero olvídese de bingos, rifas, bazares, chocolates y peregrinaciones a Tierra Santa hasta que no haya aprendido el ABC de la religión. Eva tentó a Adán y desde ese día vivimos en desgracia. Que tenga buena tarde, padre Pastrana”.

Eulalia y Maximiliana se reunieron al sábado siguiente para preparar el altar para la misa del domingo y para planear de paso la recepción de llegada del nuevo párroco, el padre Gaviria. De nuevo las rosas circulaban libres por el atardecer del barrio, llenando con su perfume encantado el silencio de la tarde. Y allí estaban trabajando diligentemente dedicadas a sus devotas labores, cuando hizo su aparición Rogelia Andrade, zapateando fuerte y martirizando el ambiente con su perfume penetrante, mezcla de Chanel No 5 y sobaco mal lavado. Se detuvo ante la puerta que daba al altar y miró a las dos mujeres con cierto aire altanero.

“Al padre Gaviria le encantan los claveles, que a diferencia de las rosas están libres de espinas”, dijo a la vez que sacaba de una bolsa unos claveles rosados y se dispuso a cambiar los claveles por las rosas. Miró el gran florero blanco, preciosamente adornado con las rosas de Maximiliana y estiró la mano para sacarlas. Un segundo después, su grito de dolor retumbó por toda la estancia, su mano derecha sangraba como si hubiera sido penetrada por las espinas…aunque jamás había llegado a tocarlas.

Eulalia y Maximiliana se miraron a los ojos y esta vez permanecieron calladas, dejando que las rosas les ayudaran a sacar las espinas que llevaban clavadas en sus pechos.