Esta normalidad a la que llamamos vida |
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Mario Lamo Jiménez
Esta normalidad me está sacando de quicio. Desayuno a las 7:45 de la mañana, huevos fritos con un café aguado. Tomar el bus lleno al trabajo, evadir a los carteristas de costumbre, restregarme contra la chica de la minifalda. Llegar a la oficina a las ocho y media en punto, gran sonrisa falsa, saludar sin escuchar las contestaciones y codiciar las tetas de la secretaria del Dr. Padilla, sentarme en mi cubículo, prender la computadora y hacerme el que trabajo, sorber grandes tragos de agua hasta que la vejiga se me haya llenado tanto que me sirva de excusa para irme al baño a pegarme la meada de las nueve de la mañana.
De vuelta al cubículo, sentarme en la computadora a leer la prensa del resto del planeta con un ojo, mientras que con el otro vigilo que nadie se me venga por detrás y me sorprenda. “Conflicto en el Medio Oriente”, “Operada reina mundial de belleza”; “Su Santidad, el Papa, tiene gripe”; “Derrotado el comunismo”; “La Tierra se está calentando a pasos agigantados”, y como si algo de eso me importara. Reunión a las 11 y odiar a mi jefa, una mujerona de voz ronca, dominante e impositiva. Todo lo sabe y mejor que nadie. El problema es que en esta oficina nada funciona. Cada día pienso en robarle la cartera o en orinármele en el café para vengarme de ella (es decir, vengarme por anticipado, antes de que me haga algo malo) y cada día simplemente sigo haciendo lo mismo: esperar al otro día, a la semana siguiente; a la próxima quincena.
Almuerzo al mediodía, el mismo sándwich insípido que me empaca Alicia. Nunca había conocido a alguien que ahorrara tanto en comida, pero el problema es que ahorra conmigo, mientras que para ella, la palabra “ahorro” no existe. Me está arruinando con sus cuentas de dentista, regalos a los parientes y viajes de vacaciones a sitios de primera, mientras que yo me quedo en casa cuidando el perro. Me atraganto con su comida, sentado siempre en la misma banca, arrojándoles boronas a las palomas y coqueteando con la secretaria del Dr. Padilla. Cada día tengo la misma fantasía: sueño con botar el sándwich a la basura y proponerle a la mujer que nos vayamos a un motelito situado a la vuelta de la esquina, pero solamente logro sonreírle estúpidamente, sin atreverme a decirle siquiera una palabra. Terminados el sándwich y la fantasía, entro al baño y observo que no venga nadie y escribo un graffiti en la pared quejándome del alto costo de la vida, lo cual en verdad tampoco me importa, pero así le creo más trabajo a la limpiadora, por cascarrabias y hocicona.
De vuelta a mi escritorio, paso gran parte de la tarde dormitando, o espiando los contratos ilegales que se han firmado a diestra y siniestra; de vez en cuando borro secciones completas para divertirme al otro día viendo cómo sus desesperados dueños tratan de encontrar el virus de sus males. Espero a que sean las cinco, sin ganas de volver a casa, donde me estará aguardando siempre lo mismo. Allí estará Alicia llena de las quejas del día: que el niño se orinó en la cama, que una rata se comió el pan de la cocina, que se le quemaron los fríjoles. Yo prenderé el televisor como un autómata y veré las noticias nuestras de cada día: Unas mujeres hermosas reportando acerca de atentados, robos y secuestros. Nunca he entendido por qué se necesitan reinas de belleza para informar de cosas tan feas. Me acordaré entonces de cuando los muertos eran un asunto extraño. La primera vez que mataron a una niña en la esquina de mi casa, no me cupo la indignación: que sólo era una criatura, que la pureza de la vida, que qué canallada de rufianes. Pero después de eso, me fui poco a poco acostumbrando, hasta que las muertes violentas se volvieron algo normal. Al hijo del vecino lo mató en su cuna una bala perdida una noche de carnaval; en el edificio del frente explotó un carro-bomba y un pie sin zapato entró volando por mi ventana; el cura párroco fue asesinado por un feligrés, dizque porque sus sermones eran muy largos; mi tío Eliades fue secuestrado y como no hubo dinero en efectivo con qué pagar su secuestro, todavía lo estamos pagando a crédito, pero él no ha aparecido. Apagaré el televisor para no ver más noticias, porque nada anormal ni fuera de lo predecible está sucediendo ahora.
La noche seguirá la misma rutina de todos los días. Cena a las seis y media (ensalada de repollo y una carne molida que no se puede ver ni con lupa), sacar el perro a hacer sus necesidades a las siete. Insulto de la vecina de la esquina a las siete y cuarto porque el perro le acaba de orinar sus rosas (¿es que acaso ella no se ha dado cuenta de que a mi perro le gusta orinarse entre sus rosas?), de vuelta a la casa a las siete y media y leer la prensa del día. Una vez más, las mismas cosas de todos los días: que un volcán hizo erupción, que un pueblo desapareció por un río desbordado, que un bus fue a parar al fondo de un abismo. No entiendo para qué siguen publicando las tragedias si hace mucho tiempo que dejaron de ser noticia. A las ocho menos cuarto sonará el teléfono, y mi primo, Octavio, me reportará su día de trabajo en la oficina: Que los españoles pagaron el soborno para recibir el contrato; que los bienes de los narcotraficantes se los repartieron entre el ministro y sus asesores; que ya está en nómina la moza del subsecretario, con apartamento a todo taco, cortesía de los contribuyentes; que ya llegaron los nuevos Mercedes Benz blindados para proteger la integridad y la vida de los dignos funcionarios ministeriales; que los gringos prestaron otros ochenta millones de dólares para combatir la delincuencia. Luego, esperar a que den las ocho para irme a la cama con Alicia. Ella leerá una novela rosa hasta las nueve y yo leeré una novela que empecé a leer hace diez años pero que siempre me hace quedar dormido sin aviso. Ella me despertará para decirme que es ahora de dormir, aunque en verdad sé que es una disculpa para que hagamos el amor. Nuestro acto de amor será el mismo. Lo conozco mejor que la rutina que uso para prender la computadora cada mañana. Despertar el disco duro con el botón de la derecha, poner el protector de pantalla, introducir el disco en la ranura, manipular el ratón hasta encontrar la aplicación apropiada y finalmente, después de un corrientazo, quedar con la pantalla congelada y el disco duro muerto.
Al otro día, a las cuatro en punto, vendrá el encargado de sección a mi cubículo, a recoger los informes del día. Yo le explicaré que el problema de la ineptitud gubernamental es un asunto serio y que ya casi tengo listo mi estudio acerca de las causas de la corrupción y cómo combatirla. Él me dirá que me tome mi tiempo, porque si un estudio ha tardado ya veinticinco años, a quién le importa si se demora una semana o dos más. Yo asiento con un gesto, y apenas él se va, me devuelvo a resolver el crucigrama que ya está a punto de producirme un dolor de cabeza: “palabra de 9 letras que empieza con i y termina en d, sinónimo de ineficiencia”. A veces me pregunto si no será por mi culpa que el país esté en la mierda, pero de inmediato me contesto que qué va, pues si algo he aprendido es que si el país marcha, es gracias a la corrupción. Un solo funcionario honesto es suficiente para que todo deje de funcionar. Siempre que me remuerde la conciencia me recuerdo de Pedro Díaz, quien por no recibir sobornos jamás otorgó ningún contrato y el ministerio se paralizó por completo.
A las cinco en punto salgo de la oficina, cansado hasta la saciedad de este mundo, donde nunca pasa nada anormal, y siento que tanta normalidad acabará un día por enloquecerme y que un día, yo también seré parte de las noticias normales y que los titulares de prensa dirán una mañana: “Cansado de la rutina, abalea a su esposa y a su hijo y después se suicida con raticida”, o “Funcionario común y corriente asesina a su jefa de un hachazo”. Sin embargo, una vez más, decido aplazar mis fantasías para el otro día, para el mes entrante o para el año siguiente. Sólo sé que mañana habrá de ser otro día aburridor de oficina y que esta noche, mi perro se orinará otra vez entre las rosas y que yo seguiré leyendo esa novela acerca de un hombre al que acusan de algo, pero nunca sabe de qué lo acusan y antes de quedarme dormido leyéndola le daré gracias a Dios porque a mí no me pase lo mismo. |
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