Mario Lamo JIménez

Desde que Amador Humberto Preciado se había jubilado, su vida no había tomado por mejor rumbo; lo que era peor, empeoraba.
Antes de dejar su trabajo, por lo menos se podía refugiar en la oficina por ocho horas diarias, rodeado de secretarias bonitas y de amores platónicos, pero hora se tenía que pasar todo el día bajo el ojo de águila de su esposa, quien no lo dejaba en paz ni a sol ni sombra. La mujer no sólo era de un feo subido, sino que además era un manojo de celos. Al llegar de la oficina, cuando trabajaba, le olía el cuello y le inspeccionaba la camisa, esperando encontrar en un pelo ajeno, en un vaho de perfume o en una marca de colorete, la prueba reina de las infidelidades de Amador Humberto. Sin embargo, el buen Amador, alma de Dios, todos los pecados los cometía en el corazón, porque tiempo para más no había y ahora, para colmo de males, cada segundo de su vida parecía tener dueño: su mujer.

- El martes tenemos una comida en casa de mi hermana Elvira y el miércoles la despedida de Tati, el jueves me tiene que llevar al salón de belleza y el viernes…- Y así seguía ella con su bla, bla, bla desesperante.
- El viernes tengo que ir adonde la abogada para ver si me ayuda con lo de la pensión…-la cortaba él, tratando de obtener una tarde de libertad en su existencia.
- ¿Abogada? Pues vamos juntos, porque las mujeres de hoy en día ven a un hombre guapo y se derriten como perritos falderos.

Además de todos los defectos que adornaban su feúra, la mujer sufría de un mal de la vejiga que la obligaba a tratar de desocuparse cada media hora y siempre que salían juntos tenía que buscar un baño. Amador Humberto solía pensar "Sólo le falta la correa y sería como sacar a pasear al perro". Sólo que en este caso, el dueño era el que llevaba puesto el collar. La mujer no sólo lo acompañaba a todas partes, sino que ella misma decidía a qué partes podía ir. Excluida estaba, claro está, la casa de la familia de su esposo, pues a las hermanas de Amador Humberto no las rebajaba de brujas, y hasta alegaba que una vez había encontrado un muñeco enterrado en una matera de la sala con el que ellas le estaban haciendo brujería.

Las llamadas telefónicas estaban supervisadas y ella decidía para quién estaba y para quién no. Y si llamaba alguien de la familia de Amador, primero reportaba lo mucho que él la estaba haciendo sufrir con su mal carácter y grosería.
-No sé cómo me lo aguanto -se quejaba casi llorando- ese hombre es un salvaje, no sólo me dice cosas horribles, sino que hasta me puso un ojo negro en uno de sus ataques de ira.

Sin embargo, la crisis que llenaría la taza, fue la pensión de Amador Humberto. Tres años esperando y nada que llegaba. En la oficina del Seguro Social primero envolataron los papeles, luego perdieron las firmas y para complementar, un día desaparecieron los funcionarios. Cuando finalmente regresaron, arguyeron que su segundo nombre, Humberto, no figuraba en los papeles oficiales y que si no se quitaba ese nombre extra, no le pagaban.
- Pero ése es mi verdadero nombre -le dijo él al encargado.
- El problema es que usted se tiene que llamar como aparece en nuestros papeles, o si no, ¿cómo sabemos que usted no es un personaje inexistente?
- Si no existiera, no estaría aquí presente, y de todos modos seguiré siendo yo, así mi nombre no concuerde con el de sus archivos.
- Ése es exactamente el problema. Usted no es usted hasta que no se llame como aparece aquí. Y punto.

Fue así como con un nombre de menos, y escoltado por una esposa con un deseo urgente de ir al baño, se presentó a la oficina de pagos, para descubrir que a la oficina ya no se podía entrar porque estaba completamente enrejada, y que todos los reclamos se tenían que hacer de ahora en adelante por teléfono, y para colmo de males los teléfonos nadie los contestaba. Tan sólo un guardia solitario se paseaba por la entrada como un lobo enjaulado, asfixiado por un uniforme tres tallas más pequeño que él.

- Parece que ya perdimos hasta el derecho a quejarnos -le dijo Amador al guardia al contemplar las inexpugnables rejas.
- Quejarse no es un derecho, es una maña -le contestó el guardia.
- Maña o derecho ya no me puedo quejar, y si no me quejo, no me pagan la pensión.
- Mucha gente se ha muerto esperando a que le paguen -intervino la esposa.
- Entonces váyase a su casa y cuide a su marido para que no se le muera -respondió el guardia.
- El hombre tiene razón -dijo la esposa dirigiéndose a Amador Humberto- sólo falta que a usted le dé por morirse para que yo me quede sin pensión.

Amador la miró sin decir nada. Contempló el rictus de coyote que habitaba su desviada sonrisa, su mirada ávida de buitre en ayunas y sus tetas en bajada, mamadas de la vida y se sintió el ser más desgraciado del mundo, sin poder entender cómo podía caber tanta pequeñez en un solo cerebro.
Le pagó 500 pesos a un gamín que le estaba cuidando el carro y como una pareja de desconocidos, se treparon a él en silencio. Por el camino a su casa un chofer de taxi se le cerró a la salida de un puente y juntos se arremetieron a putazos.
-Mijo, no diga barbaridades que de pronto lo matan de un varillazo -intervino ella cuando vio que Amador continuaba la contienda callejera con su improvisado contrincante en un semáforo.

De vuelta a casa, la esclavitud cotidiana le siguió marchitando el alma. Una mañana leyó una noticia que se le clavó en el pecho como si fuera el último clavo de su propio ataúd: "Diez mil muertos o personas inexistentes reciben pensiones del Seguro Social". Y ahí estaba él, pensó, vivito y coleando, pero no le podían pagar, mientras que la burocracia resucitaba a los muertos para robarle el sudor de cuarenta años de trabajo.
Pasaron los meses y los ahorros de toda una vida empezaron a esfumarse, ya que su mujer gastaba y gastaba como si se fuera a acabar el mundo. Despedidas de soltera para sus parientas, ramos de flores para su madre muerta hacía 50 años, trajes de ceremonia para la boda de sus sobrinas, en fin, tenía a Amador al borde de la locura. Su único refugio era escribir, un vicio que había adquirido desde pequeño para desahogarse del mundo. Escribía el cuento de una mujer dominante que era asesinada por su esposo. Y eso estaba haciendo cuando entró ella. Lo tenía todo delineado en el cuento, hasta el más mínimo detalle. La mujer entraba al baño para su meada de las cuatro. El marido, en puntillas, se metía al baño y la hundía de cabeza en la taza, ahogándola en su propia orina. Justicia poética.
La mujer le preguntó: -¿Qué está escribiendo en ese papelucho?
- Nada, contestó él resignado.
La mujer se lo arrebató de las manos. -Otra vez con sus cuentos idiotas -dijo rasgándole el papel y arrojándolo al cesto de basura. Y con una voz cortante, añadió-: No se le olvide que mañana es mi cumpleaños y espero que me tenga un buen regalo, o le cuento a todo el mundo el cuento de verdad: ¡Que usted es un tacaño!
- Tacaño no, jubilado.
- Jubilado no, perezoso.
- Perezoso no, pobre.
- Pobre no, pendejo, porque ni para cobrar la pensión sirve.
- Tiene razón, pendejo, porque nadie más sino un pendejo se la habría aguantado a usted por treinta años -la miró a los ojos y se puso el abrigo y el sombrero.
- ¿Y con qué derecho va a salir sin permiso?
- Haga pipí y salimos juntos - dijo él apelando a su mal de la vejiga.

La mujer se fue a hacer pipí para no tener que buscar en la calle el consabido baño. Él esperó a que estuviera bien instalada en el trono, y cuando sintió que el chorro cobraba fuerza, se quitó los zapatos y se acercó al baño en puntillas. Miró por la rendija de la puerta y la vio allí sentada, con los calzones en el piso, haciendo fuerza y pucheros para que la vejiga le quedara bien desocupada.
Decidió que aquél sería su último día de tortura. Treinta años mandado como un borrego, treinta años temiéndole a sus escándalos, treinta años de arroz mazacotudo y frijoles quemados, treinta años sin siquiera un polvo del que valiera la pena recordarse. Se armó de valor y todo fue cuestión de un segundo. Una vez, consumado el hecho, sintió un corrientazo de gozo que le recorría el cuerpo. "Happy birthday, querida" dijo en voz baja y se marchó silbando de alegría, dispuesto a gozar por su cuenta el resto de su vida.
Entre tanto, la mujer en el baño, pálida y con los ojos vidriosos, trataba inútilmente de aflojar la tranca con la que la habían dejado encerrada.